—¡Orc! —gritaba yo—. ¡Rark! —para que tuviera la seguridad de que no iba a abandonarla.
Y no sé cómo, tras muchas horas vagando penosamente, salimos parpadeando al castillo propiamente dicho.
—¡Grito! —dijo Solsticio al cabo de un par de minutos—. Ya casi es hora de cenar. Me voy a meter en un buen lío.
Corrimos (ella corrió, yo volé; los cuervos no corremos salvo en circunstancias muy extrañas) por los pasillos del tercer piso, dándonos prisa para llegar al comedor antes de que las campanadas de las siete anunciaran que la cena estaba servida.
Solsticio sabía muy bien que si su padre se enteraba de dónde había estado, le soltaría una severa reprimenda agitando el dedo.
Pasaba un minuto de las siete cuando, con un último acelerón, entró en el comedor a toda velocidad y dio un patinazo en el suelo encerado. Pero no tenía de qué preocuparse. No había nadie.
Tardamos cinco minutos en encontrar a la gente. Estaban todos apiñados en la cocina, formando un corro alrededor de algo… O de alguien más bien.
—¿Quién es?
—¿Una de las doncellas?
—¿Cuál?
—¿Qué importancia tiene?
—Es para las medidas de la funeraria.
—Ah. Madeleine, me parece.
—¿Madeleine Mary-Jane?
—No. Madeleine Trixi Helena Loretta Jo-Jo L’Amour.
—Vale. Entendido.
Silvestre me oyó cuando me posé aleteando en una mesa y, al volverse, vio que Solsticio llegaba detrás.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿No te has enterado? —dijo Silvestre—. Es una de las doncellas. Está muerta de miedo. Muertita del todo. Despavorida por el… «ya sabes qué».
—¡Juark! —declaré.
—¡Grito! —dijo Solsticio—. Nosotros dando vueltas todo este rato por el Ala Sur y, mientras, el malvado «ya sabes qué» pegando sustos de muerte al personal aquí mismo.
Un presentimiento horrible me sacudió las entrañas. Y no era porque solo me hubiera zampado un mísero ratón en todo el día, que quede claro.
Se avecinaban días siniestros en el castillo de Otramano. Siniestros de verdad.
Uno de los hechizos
de Mentolina,
de su época de bruja,
para curar
el aburrimiento:
Una cucharada
de tos de pollo
Un pelo de aliento
de castor
Un pellizco de trasero
Una pizca de
claro de luna
Tres huevos de corral.
H
abía división de opiniones. La mitad de la gente estaba totalmente convencida de la existencia de seres malignos pero etéreos entre los muros del castillo. La otra mitad lo negaba. Yo miraba la cuestión desde la barrera. Junto al cobertizo de Hortensio. Al fondo del jardín. O sea, estaba indeciso: no me decantaba por ninguna de las dos opciones.
Por un lado, teníamos un mono enloquecido, un chico nervioso y una doncella muerta de pánico, además del lacayo y otras víctimas colaterales. Mirado así, parecía un caso claro de presencia sobrenatural maligna. Pero, por otro lado, bueno, tampoco sería la primera vez que aparecía tirada en el suelo de la cocina una doncella, totalmente fulminada. El ponche de ron de doña Sartenes ha acabado con más de una naturaleza endeble, y no digamos ya su Puré de Sapo de Pantano.
Además, Silvestre siempre está nervioso; solo deja de estarlo cuando se siente completamente aterrorizado. Y en cuanto al mono… en fin, si a estas alturas no has captado que ese mono está de la azotea, es que no he hecho bien mi trabajo.
Por una parte, pues, quizá sí fuera cierto que íbamos a acabar todos desplumados de pavor en cuestión de días; pero por otra, quizás era solo que la gente se estaba entusiasmando demasiado, como de costumbre.
A veces, la única manera que tiene un pájaro de despejar sus ideas es estirar alegremente las alas y darse un buen garbeo por los aires.
Levanté el vuelo desde la cerca del jardín y empecé a remontarme cielo arriba.
Estaba anocheciendo, pero yo no tenía prisa, y además, mi capacidad de ascenso ya no es la que era. Antes, en mis años mozos, podía subir a tres mil metros en seis minutos; ahora me cuesta un poquito más.
Tras una hora o así, me hallé bien en lo alto y divisé a mis pies, o sea, a mis patas el panorama del valle. El sol se había ocultado hacía un buen rato tras las Montañas Occidentales, pero era una noche despejada y sin nubes, y todavía había un resplandor morado que tendía un misterioso manto fúnebre por todo el horizonte.
Revoloteé y giré en amplios círculos, batiendo las alas de vez en cuando para que no se me entumecieran. Allí estaba el castillo, acurrucado en el rincón más oriental del valle y, con mi vista hiperdesarrollada de pájaro, distinguía incluso desde aquella altura a Lord Pantalín en su laboratorio ajustando a su Artilugio Detector de Oro. Se intuía que el quinto día de la Búsqueda del Tesoro no había ido muy bien. Igual que los otros cuatro. Pantalín y Fermín se habían dejado arrastrar por los terrenos del castillo por aquel carrito demencial, cada vez más convencidos de que ya se acercaban al botín, hasta que el artilugio se había lanzado por la pendiente de un prado y había acabado precipitándose al lago.
Habían empleado el resto del día en sacarlo de allí y secarlo.
También divisaba desde las alturas el parpadeo de una vela tras la ventanita octogonal de Solsticio. Se había quedado levantada, seguramente leyendo, o tal vez escribiendo aquellos poemas tremendamente lúgubres que tanto le gustaban. No había luz en la ventana de Silvestre. Pobre chico, debía de estar exhausto después de todos los sustos de los últimos días.
«Muy bien —pensé—. Ya es hora de aclararse un poco las ideas».
Es una manera sencilla pero muy efectiva de poner tu cerebro a trabajar.
Primero, subes volando a tres mil metros o así.
¿Me sigues? Muy bien.
Luego inclinas el pico hacia abajo y levantas las plumas de la cola.
Y entonces dejas de volar.
Lo que sucede es que inmediatamente te encuentras cayendo en picado hacia el suelo. Y puedo asegurarte que con la excitación que te entra a tal velocidad, la sangre empieza a circular a cien por hora por tu viejo cerebro.
Me salió un picado soberbio, y empezó a hacer su efecto acostumbrado. Entonces, en plena caída, me fijé de golpe en un detalle extraño. Vi luces en el castillo, pero lo raro es que las vi en una parte donde no debería haber ninguna: ¡en el Ala Sur!
Descubrí al observarlas que eran luces fuera de lo común: verdes y parpadeantes y, en fin, del todo sobrenaturales.