Duncan había sido el último monarca absoluto de los enanos. Nadie había regido los destinos de Thorbardin en los tres siglos transcurridos desde su muerte. Y, a pesar de todas las vidas segadas en la lucha para recobrar la fabulosa Vulcania, nadie volvería a entronizarse con iguales prerrogativas. Kharas, campeón y consejero de Duncan, había escondido su Mazo ayudado por la hechicería y por el dios que lo había concebido, sin que nadie hubiera descubierto su paradero.
Isarn había predicho que Hornfel sería rey supremo. Ahora, mientras recapacitaba, Stanach disentía de tal augurio. El hylar no ascendería a tan alta dignidad, aunque Reorx bien sabía que guardaría el reino en su calidad de regente con el mismo celo que sus renombrados antepasados.
Apoyado en el túmulo, el artesano se restregó el rostro con la manga. El sudor y la mugre deslucían la holgada camisa que solía vestir bajo el mandil. Nunca se erguiría de nuevo frente a un horno de fragua, pero no conocía un atuendo más cómodo que aquella prenda y los calzones de cuero indisociables de su quehacer. Otros podrían haber edificado el monumento en el que se afanaba, picapedreros y excavadores cuya misión consistía en efectuar tales tareas. Pero él no había permitido que nadie más interviniese en la construcción de la última morada de Tyorl.
Ante la plataforma fúnebre de Piper, en los lejanos confines de Qualinesti, el elfo había comentado que no le era preciso aprender a realizar tan magnas obras dado que él era un «verdadero experto». Y luego había añadido: «Tus amigos no parecen ingeniárselas muy bien para conservar la vida, Stanach. ¿A cuántos has enterrado desde que saliste de Thorbardin?».
Kelida, que hacía su ronda de centinela en la colina adyacente, había tildado de crueles las palabras del Vengador. Hammerfell no había compartido el punto de vista de la muchacha en aquel momento, y continuaba sin estar de acuerdo.
El elfo sólo había dicho la verdad.
Los labios del enano se retorcieron en una sonrisa ambigua, sin humor. Había hecho para Piper su primera labor como sepulturero, y Tyorl sería su segundo cliente.
—Y el último —masculló—. Jamás erigiré otro túmulo, mi buen amigo. ¿Quién podía imaginar en aquella conversación que me ocuparía de preparar tu enterramiento en el Valle de los
Thanes,
bajo la sombra protectora de los despojos de un insigne soberano de mi raza?
El viento silbó en las alturas y descendió hasta introducirse en el cercado valle, entonando una endecha lenta y plañidera. Su melodía trajo a la memoria de Stanach imágenes del encantador flautista. En el duelo colectivo que se había declarado en Thorbardin, Jordy —a quien los niños llamaban Piper— había sido uno de los difuntos más llorados.
Lavim, tenaz e inflexible, se empeñaba en que, a pesar de estar muerto, el mago se había hospedado en su cabeza y le hablaba a menudo, sobre todo para aleccionarlo y regañarlo.
El aprendiz reanudó su actividad. No tenía el suficiente coraje para creer en fantasmas. El mago había perecido: él lo había honrado tal como se disponía a hacer ahora con el elfo.
* * *
Fueron siete los que se congregaron en el Valle de los
Thanes,
bajo la flotante tumba de Duncan e inmersos en el frágil resplandor del ocaso, para despedirse de Tyorl.
Como testimonio de la gratitud de Hornfel hacia el elfo, que había ofrendado su vida para salvar la del
thane,
éste había ordenado la erección de su mausoleo en los jardines que, hasta la fecha, habían sido inviolable cementerio de las jerarquías. El hecho de que pronunciase personalmente su panegírico, indicaba la medida de su respeto.
Al presentarse Hornfel, Stanach se preguntó por qué llevaba consigo a Vulcania.
Sucio y todavía transpirando, el herrero observó a Kelida, quien, con Hauk a su lado, tomaba posiciones. El enano sonrió, por vez primera, genuinamente. La pareja había pasado apenas unos días juntos, pero era tal su compenetración que parecían ser dos amigos de la infancia.
Kembal y Finn transportaron el cadáver al valle y lo depositaron en la oquedad a modo de féretro que Hammerfell había delimitado. Los pétreos montones que habían de cubrir al guerrero proyectaban una compacta oscuridad en el nicho, prestándole una apariencia aún más lúgubre. Tras dejar el cuerpo, los dos hombres retrocedieron hasta donde se hallaba Hauk como si ansiaran formar un grupo compacto, de únicos supervivientes de la Compañía de Vengadores, al dedicar un emotivo adiós al hermano.
En un gesto de callada deferencia a los compañeros allí reunidos, el monarca hundió en la tierra el filo de la Espada de Reyes y afianzó la empuñadura en el promontorio en humilde salutación, antes de ubicarse al pie de la estructura. Lavim, con sus verdes ojos serenos y serios, eligió la vecindad de Stanach. Este último rezó para que no empezase a cuchichear sobre espectros.
—¿Has hecho tú todo esto? —inquirió Springtoe, tras dar una discreta palmada en el hombro del enano.
El interpelado asintió gravemente.
—Es hermoso —lo elogió el kender en un murmullo—. Aunque ese enorme objeto volador —estiró el índice hacia el sarcófago de Duncan y el manto de rocas que lo envolvía— estropea un poco la armonía, ¿no te parece? Según Piper, ahí yacen las reliquias de un soberano...
—Ahora no, Lavim —lo interrumpió Stanach.
La brisa, gélida pero no intensa, canturreó su salmo funerario. Ni siquiera perturbó la paz que imperaba entre los asistentes al sepelio; más bien la acrecentó.
En su discurso, el hylar mencionó la sabiduría del proverbio que le viniera a la mente en el acceso de Northgate, con una revolución bullendo a su espalda y el
guyll fyr
haciendo estragos a sus pies.
—Un lobo en el umbral hace íntimos a dos extraños. Ese lobo ha acechado nuestro reino durante mucho tiempo, entre aullidos y dentelladas, sin que desatrancáramos las puertas, en la falsa convicción de que, si no lo escuchábamos, cesaría de importunarnos.
»
Ahora ya no podemos hacer oídos sordos, pues resuena en los llantos de quienes se han visto privados de sus familiares, en los gritos de cuantos sucumben en las zarpas de la guerra.
»
El lobo cabalga, vociferante, en las alas de los dragones. Tyorl logró silenciarlo por un tiempo, pero volverá a gruñir, con más fuerza aún que antes.
El orador miró de hito en hito a cada una de las personas que rodeaban el catafalco.
—También nuestros ojos —prosiguió— se han liberado de la venda que nos impedía reconocer a los aliados. Nuestros sentidos distorsionados nos hacían juzgar como extraños a nuestros hermanos, nos llevaban a aislarnos de quienes se esforzaban en poner término a los sanguinarios ataques de la bestia, mientras nosotros esperábamos la marcha del agresor hacia otros terrenos de caza.
»
Pero el lobo no se ha marchado. Verminaard campea por sus fueros en nuestras tierras, y el conflicto no se disipará hasta que nos lo haya robado todo. Como ahora nos ha arrebatado a Tyorl.
»
Me conduelo con vosotros de la muerte de alguien que siempre consideraré un amigo.
Abstraído en su pesar por la muerte del elfo y los ecos de otros duelos, Stanach no se dio cuenta de que su
thane
había terminado hasta que percibió una alteración en el sonido del viento. Observó a Kelida, de pie al otro lado del túmulo, y, al reparar en que tenía el cuello ladeado, con su pelirroja melena refulgente bajo los decadentes fulgores del sol, dedujo que tampoco le había pasado inadvertido el fenómeno.
Hauk interrogó a Kembal con la mirada, y Finn se volvió para escrutar el sombrío contorno del llano.
Lavim inhaló aire y lo expulsó en un suspiro peculiar. Stanach giró la cabeza hacia el kender en el preciso momento en que éste extraía de su bolsillo una vieja flauta. La flauta de Piper.
Tras unos momentos expectantes, alerta al fluir de la tonada para no entrar a destiempo, el hombrecillo se llevó la boquilla a los labios e inicio su interpretación. Las paredes del Valle de los
Thanes
se desdibujaron en un halo agrisado e impreciso como los recuerdos de antaño.
Los rayos del astro rey acometieron una danza en la plateada superficie de un río, y el herrero no sólo distinguió los juegos luminosos recamados de multicolores reflejos, sino que olfateó el enriquecido limo de las márgenes y saboreó el cristalino y dulce líquido.
La capa de hielo diamantino que tapizaba los troncos de los arboles, se derretía bajo el contacto de las manos y caía al suelo para moldear nuevas joyas. Kelida levantó un dedo y lo aplicó a su boca, mientras el enano notaba el frío en la suya. Era invierno.
Bajo el caliente sol estival, el rocío se evaporó hacia el cielo, a la par que regaba la tez de Hauk y cubría de pequeñas lágrimas su negra barba. A la manera de un ente de ultratumba, o en su misma calidad de escarcha, se disolvió al aumentar el calor de los haces del sol. Las lágrimas de Stanach tardaron unos minutos más en secarse.
En los días sucesivos intentaría capturar la melodía de la canción. Pero siempre, aunque reviviera las escenas del bosque atisbadas en la diáfana claridad de su ensoñación, las notas se le escaparían y sólo retendría un leve recuerdo de la risa del viento entre los árboles.
* * *
Lavim se acuclilló y observó cómo Hauk, Kembal y Finn trabajaban en la sepultura de Tyorl hasta amontonar todas las piedras. Los sonidos retumbaron en el valle.
—No quería hacerlos llorar —se excusó Springtoe.
¿Conque no, kender dotado de mágicos poderes? -
-lo amonestó Piper con acento más cariñoso que de disgusto—.
¿Qué te proponías entonces?
—Componer una copla que mantuviera siempre viva la imagen de Tyorl en sus corazones. —El hombrecillo meneó la cabeza, atento al sonido del viento, que volvía a ser sólo viento—. Además, aunque sé apreciar la proeza que supone para Stanach haber erigido el túmulo acarreando una a una cada piedra, y admito el mérito de Hornfel al infringir sus leyes y autorizar que el elfo pase le eternidad acompañado de
thanes
y reyes, me apenaba que nuestro amigo no pudiera regresar a su jungla. Si ellos piensan en Qualinesti, también el elfo tendrá tales visiones desde su nuevo hábitat.
Lo harán, y con frecuencia, gracias a la sugerente melodía que has creado.
—¿De veras fui yo su artífice, no tú ni la flauta?
¿De quién fue la iniciativa?
—Mía.
Lógico es, pues, que también lo sea la balada.
¡Lavim había invocado magia sin participación ajena! En un rapto de entusiasmo, comenzó a dar brincos y a manifestarse en voz alta.
—Piper...
Ahora debes callarte, Lavim. Aún queda algo por hacer. Atiende unos instantes, y luego obedece las instrucciones que voy a impartirte.
* * *
Vulcania cantó con el timbre agudo del acero al ser desenvainada por Hornfel. Aunque se habían extinguido los últimos destellos del día en el Valle de los
Thanes,
el rojo corazón del arma exhibía su máximo esplendor. Las llamas de la fragua de Reorx ardían sin quemar, desparramando su halo carmesí sobre los semblantes de todos los que estaban reunidos en torno a la tumba. «Son como venas por las que aún circulara la sangre», meditó Stanach.
Hipnotizado por la aureola, por las irradiaciones de la Espada Real que había contribuido a elaborar, rememoró de pronto el júbilo del maestro, la promesa y la esperanza que encarnaba aquel corazón de metal candente.
«No debo comparar ese objeto con la sangre, pese a la mucha que se ha vertido en el anhelo de poseerlo. Hacerlo equivaldría a tildarlo de mortífero, cuando los designios de la divinidad eran benéficos. Su luz alumbra la penumbra de este camposanto. Es como un candil en la mano de un hombre aguerrido.»
El monarca alzó la tizona, y ni la sombra del sepulcro volante de Duncan pudo ensombrecer su ígneo rutilar.
El viento enmudeció. Los concurrentes, en apretado cerco alrededor del túmulo de Tyorl, levantaron un poco la cabeza, como si todos a un tiempo hubieran olfateado un misterio en la quietud. Hammerfell se apercibió de que Lavim reprimía una exclamación de sorpresa, casi de euforia, mas no indagó su causa.
Hornfel apuntaló a Vulcania en el pedrusco más grande del pilón, como la ofrenda de un soldado. Al tocarlo, las radiaciones de la hoja se hicieron más intensas y rasgaron las tinieblas de la misma manera que la carcajada del kender, una estridencia pletórica, rasgó la tupida cortina de silencio.
—¡Claro! —clamó el hombrecillo con toda la potencia de sus pulmones.
Kelida, anonadada, dio un respingo, mientras Stanach extendía el brazo hacia su vecino para amordazarlo. Lavim, ágil y elástico, esquivó al enano y se plantó en un santiamén frente a Hornfel.
—¡Piper ha descubierto el enigma y me ha puesto en antecedentes! Lo sospechaba desde el momento en que te devolvieron la espada. Yo me brindé para subir a registrar, pero él rehusó porque aún no tenía la total certidumbre; era tan sólo una intuición, y convenía aguardar. En cuanto llegamos aquí comprobó que se hallaba en lo cierto. Me confesó que, aunque había venido al valle en distintas ocasiones, en vida sus sentidos no podían penetrar la coraza externa de las cosas como ahora que se ha trasladado al plano de la muerte.
»
¡No vas a creerlo,
thane
Hornfel! ¡Nunca adivinarías dónde se oculta!
Finn zarandeó al viejo kender y lo alzó en volandas.
—¡Maldito! ¿No tienes un asomo de recato? ¡Ni en una hora como ésta nos dejas tranquilos!
Sin quitar los ojos del acero, cuya luz palidecía mientras él la observaba, Hornfel indicó al Vengador que soltase a su presa.
—¿No adivinaría dónde se oculta qué, Lavim?
Springtoe se apartó unos centímetros del guerrero y, pendiente del hylar, reemprendió su cháchara.
—Piper me ha dicho dónde se encuentra. Te habría dado antes la noticia, pero me ha costado comprender a qué se refería. El mago declaró que eso de la regencia no estaba hecho para ti y yo, si bien no podía emitir un juicio sobre tus cualidades, convine enseguida en que no eras la clase de individuo que vigila la tienda mientras el amo almuerza. Me mandó que te hiciera traer a Vulcania esta noche, ya que como Espada de Reyes ella es la clave del hallazgo. Naturalmente, hice gustoso de intérprete, tú accediste... Ligero como las patas de un insecto, un presentimiento brotó en la mente de Stanach y le produjo un hormigueo al recordar el vaticinio de Isarn.