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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (48 page)

BOOK: Espada de reyes
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Alguien —al parecer, Lavim— bramó una advertencia de «echar el cuerpo a tierra» y la posadera lo hizo con celeridad, sin comprender, hasta que hubo bañado sus vestiduras en los purpúreos charcos de los desangrados, que no era ella la destinataria. A su izquierda, y tan sólo a unos palmos, un theiwar se arrodilló y enfocó su ballesta contra Hornfel.

—¡No! —gritó Kelida y acometió al enano por la espalda, con la daga en alto.

Zambulló el metal entre los hombros del theiwar, y supo que lo había aniquilado al sentir en la palma las vibraciones de su postrer aullido.

Cuando aún no había salido de su momentáneo estupor, el kender gritó una nueva advertencia y una daga pasó volando a escasos centímetros de su cabeza. Oyó entonces un gemido gorgoteante, aterrador, y dio media vuelta para averiguar de dónde provenía.

Presintió al instante que girarse había sido una tremenda equivocación. Un peso inconmensurable la derribó desde detrás y un par de manos le atenazaron los brazos contra el cuerpo, a la vez que una rodilla se clavaba en su espalda y le causaba un punzante dolor. La náusea revolvió su estómago y una película gris empañó su visión.

Débil y llena de pánico, oyó que alguien vociferaba su nombre. Nada podía hacer para desligarse, ni le restaba aliento para responder. El desagradable chirrido de una hoja acerada que arañaba un hueso atravesó su oído. ¿La había traspasado su contrincante? No podía determinarlo. No sintió ningún dolor... hasta que retiraron la hoja. Tomó conciencia de que la habían acuchillado un segundo antes de sumirse en la inconsciencia.

* * *

La batahola que invadía el lugar era una tenue resonancia de la que desgajaba el alma de Hauk. Como un ave de presa hambrienta se lanzó en picado sobre los theiwar, en los que no veía más que piezas a cobrar. Exterminaba sigiloso, erigido en un justiciero sin voz que sólo buscaba matar para calmar su sed de venganza, con la esperanza de que ésta, a su vez, lo purificara. Quienes fallecieron bajo su espada y cometieron el desatino de mirar sus ojos en sus últimos momentos, arrastraron a través de la eternidad una imagen de fuego y hielo.

—¡Kelida! —exclamó alguien.

El luchador desclavó su espada del pecho de un
derro.

¡Kelida!

Estaba tendida en un charco de sangre, inmóvil, con el brazo izquierdo extendido y la palma de par en par, como si suplicara auxilio o conmiseración. Atravesado sobre su espalda, con el cuerpo acribillado de flechas y un bodoque de ballesta clavado en su cuello, yacía un theiwar con la mirada congelada en el techo.

No había forma humana de socorrerla. Los esbirros de Realgar atestaban la sala, y las mareas de la refriega apartaron al guerrero del ensangrentado suelo donde yacía Kelida, inmóvil y silenciosa como los muertos.

* * *

—¡Kelida! —previno Tyorl a la posadera, en un rugido ensordecedor pero tardío.

El disparo fue impecable y abrió casi un boquete en la garganta del theiwar, pero no llegó a tiempo. Con los ojos desorbitados, inspeccionó el escenario de la lucha en búsqueda de alguien que estuviera cerca de ella. Nadie acosaba a Lavim pero, antes de que el elfo tuviera tiempo para llamarlo, otro de los secuaces del
thane
hechicero saltó sobre el hombrecillo, y ambos rodaron en una maraña de extremidades.

El cerebro del Vengador se desdobló en dos áreas de pensamiento: la de localizar a un hipotético salvador de la mujer y la de no desatender su misión combativa. Empleando la ballesta como un arco, penetró con una saeta de punta de acero el corazón del enano que acababa de enderezarse a fin de apuñalar a Springtoe y llamó a Stanach, que recobraba su espada tras reventar las tripas de otro.

Los plañidos de los moribundos y los incesantes gritos de los atacantes y los defensores atronaban en sus oídos. No alcanzó a saber si Stanach le había oído pues cuatro theiwar, rezumantes sus ojos de odio, se abalanzaban sobre él.

Demasiado próximo a sus contrincantes para usar su ballesta, Tyorl la cambió por daga y espada. Con un acero en cada mano, invocando a Kelida como si fuera un grito de guerra y un talismán, pasó al contraataque.

* * *

Stanach tenía la espalda tan arrimada a la de Hornfel que ni aun la hoja de la tizona habría podido introducirse entre ambos.

El
thane
guerreaba con habilidad y lúcida furia, y ningún
theiwar
lo embestiría por detrás mientras al aprendiz le quedara un soplo de vida.

«Lo que quizás equivalga a un corto plazo», caviló Hammerfell desmoralizado.

Realgar había movilizado a cincuenta hombres, de modo que el enemigo los superaba numéricamente en una proporción que más valía no calcular. De todas maneras, el acceso al aposento era angosto y los arqueros se cobraran un buen número de víctimas, por lo que el enano estaba persuadido de que podrían defender el puesto durante un largo período siempre, naturalmente, que los siete de su bando hicieran gala de cierta maestría. Lo malo era que uno de ellos era una humana carente del más elemental adiestramiento, otro un kender senil y los tres Vengadores, aunque avezados a las escaramuzas, habían hecho un fatigoso viaje y estaban exhaustos antes ya de seleccionar los pertrechos.

«Y yo lisiado y en pleno declive.»

Como si el destino quisiera reafirmarlo en su juicio, el malogrado herrero se bamboleó cuando el rey hylar, acorralado por dos oponentes, reculó y chocó contra él.

—¡Déjame, Stanach! —jadeó Hornfel—. ¡Puedo cuidar mis espaldas! Ve a prestar tu concurso a los otros.

—A ellos no les soy tan imprescindible como a ti —gruñó Hammerfell, al tiempo que amputaba el brazo de un enemigo.

El hueso, desnudo y obsceno, exhaló destellos albos. El theiwar no lanzó más que un gemido sofocado, pero Stanach leyó el dolor en sus ojos. Se apartó para que el chorro de sangre no le rociara, mientras se esforzaba por controlar el vómito que ya afloraba a su boca. Cuando se restableció, era otro el oponente que debía enfrentar: ¡Realgar!

Con la enjoyada Vulcania lista para descargar un golpe mortal, el nigromante lo observaba con los ojos destellantes de odio. Stanach leyó su propia muerte en aquellos ojos y en las arterias bullentes del plateado acero.

El aprendiz levantó su propia tizona para rechazar la brutal descarga y, en una nebulosa, advirtió que había logrado su cometido al escuchar el estrépito de los metales cruzados y notar en su hoja las vibraciones de la Espada de Reyes. Concentró todo su peso en su espada y empujó con todas sus fuerzas.

No bastó su ya menguada fuerza. De forma tan inevitable como la rotación nocturna de las lunas, Vulcania se acercó más y más.

Hammerfell sintió los efluvios herrumbrosos de la sangre y vio que unos rojos riachuelos, densos residuos de otra existencia, se deslizaban a lo largo de la templada hoja.

En algún lugar de su mente nació la idea de que las piezas sueltas de un engranaje se ajustaban al patrón, que el círculo se cerraba: él sería inmolado bajo el filo del arma por la que había arriesgado su vida y las de sus amigos.

El nigromante siseó algo y la víctima, al captar unos temblores en los músculos de su brazo, los interpretó como sacudidas de risa.

Alguien lanzó un bramido y agarró a Stanach por las piernas. Vulcania atravesó un espacio vacío allí donde segundos antes estaba su cuello.

De resultas de aquel abrazo a sus extremidades inferiores, el enano aterrizó en las aserradas losetas y reptó sobre la resbaladiza superficie de roca. Intentando recuperar el aliento, Hammerfell buscó a tientas la espada.

—¡En pie! —aulló Lavim—. ¡Tienes que levantarte, Stanach, vienen más!

Jadeante, el enano se enderezó y dio un vistazo a su alrededor. Al instante lanzó una estentórea carcajada: ¡la mayoría de los enanos que veía llevaba el uniforme argénteo y escarlata, los colores de los daewar!

—¡Son de los nuestros, kender, los guerreros de Gneiss!

Stanach respiró profundamente
y
sólo entonces advirtió que había cesado el estruendo del combate. Únicamente en el vestíbulo se oía aún el entrechocar de algunos aceros, pero en la estancia comunitaria de los centinelas reinaba el silencio. Estupefacto, miró al compañero que, de nuevo, le había salvado la vida.

—¿Qué ha sido del
thane?

Una gran mácula carmesí, húmeda y viscosa, teñía las manos de Springtoe hasta los codos, y su capote parecía más andrajoso que nunca con los rasgones de las estocadas. Un moretón daba matices purpúreos a sus arrugadas mejillas, y la marca de una daga le surcaba la frente. Pese a todo, se mantenía en pie y conservaba el chispeante verdor de sus iris.

—No podría garantizar hacia dónde encaminó sus pasos —confesó el kender—, pero desde luego ha ido a reunirse con Tyorl, y el endemoniado que se obstinaba en decapitarte se ha lanzado tras él. Piper dice que ese enano es el que ha fraguado la celada contra tu monarca.

«Piper dice...» Stanach meneó la cabeza confundido. Pero no era ésta la ocasión apropiada para meditar sobre los prodigios de magos muertos: debía hallar a Hornfel.

—¿Qué bajas hay entre nosotros?

—Finn presenta un tajo en el muslo, Hauk está ileso y Kelida está herida, pero acabo de ver a Kem y dice que se restablecerá.

Después de decir esto, Springtoe guardó silencio y comenzó a enroscar en su dedo la canosa trenza.

—Lavim, desembucha —ordenó el aprendiz con una voz extrañamente calma—. ¿Quién más ha sido lastimado?

—No... no sé si Tyorl está bien...

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó con brusquedad el enano.

—Cuando tu congénere infernal perseguía al hylar, el elfo se plantó entre ambos y Vulcania...

Sordo en apariencia a las insinuaciones de su interlocutor, Hammerfell escudriñó su entorno con mayor detenimiento. Veintinueve theiwar yacían muertos o a punto de expirar; Realgar no estaba entre ellos, y Hornfel había desaparecido. Además, un interrogante se alzaba sobre la integridad de Tyorl.

—Tengo que encontrar al
thane -
-anunció Stanach, con voz ronca por el miedo y una prematura pesadumbre—. No me queda más remedio, Lavim. ¿Está Hauk con Kelida?

—Sí.

—Ve a buscarlo. Dile que yo sé dónde puede cobrar su deuda de venganza.

Springtoe lo observó mientras partía y, demasiado tarde, se percató de que con la excitación del encuentro con sus amigos y de la batalla, no se había acordado de mencionarle al Dragón.

31

Victoria con dolor

Hornfel no tenía espada ni daga. No le restaba sino la vida, y presentía que no la conservaría largo tiempo. Enhiesto el porte, abordó a su adversario con austera dignidad.

—Mátame ahora, theiwar, y pasarás a la historia como el Rey Maldito —dijo con ojos centelleantes—. Sabes bien que no hay peor maldición que la de un hombre asesinado a traición, así que más te vale aceptar mi desafío. Zanjemos nuestras diferencias aquí mismo, sobre el reino que ambicionas gobernar. ¿Posees la suficiente bravura para enfrentarte a mí sin tus guerreros?

Estaban cara a cara en el resalto, verdaderas semblanzas de estatuas esculpidas en la roca viva de la montaña. Aunque la ventolera los castigaba, alborotando salvajemente sus cabellos y sus ropas, Stanach veía en los
thane
el monumento a la guerra de un diestro tallador de piedra.

La ensangrentada espada de Realgar recogía apenas los reflejos del fantasmagórico crepúsculo. Pese a que debían de haber oído acercarse a Stanach, y a Hauk unos segundos después, ninguno de los dignatarios volvió la vista.

El aprendiz escuchó su propia voz, sus propias palabras, antes de tomar conciencia de que estaba hablando.

—Podemos arrestarlo,
thane
Hornfel.

Hornfel no desvió los ojos del nigromante mientras asía la espada que éste le tendía. Cuando rompió el silencio, fue para dirigirse a Stanach.

—Sí, nada te costaría. Sin embargo, le he retado a duelo y él ha aceptado.

«Es muy noble por tu parte —protestó Stanach mentalmente—, pero ¿serás tú quien venza? Thorbardin necesita un regente, no ser sojuzgada por los maléficos caprichos de un
derro.
¡Señor, no sigas adelante!»

Como el suspiro de un fantasma, los postreros pronósticos de Isarn revivieron en el corazón de su pariente: «Yo diseñé y templé la espada para un
thane.
Realgar la usará para asesinar a un rey supremo».

En los Pozos Oscuros, el pupilo se había mostrado remiso a creer la sentencia de su viejo maestro, se había negado a analizar la profecía que entrañaba. Ahora, de pie sobre una plataforma a varios centenares de metros sobre un valle incendiado, ante el refulgente acero con su corazón carmesí iluminado por la fragua de Reorx, no le parecía tan inverosímil.

El raciocinio puro lo disuadía. ¿Dónde estaba el Mazo de Kharas, el objeto legendario que había de refrendar la ascensión al trono de un monarca absoluto? Era un enigma que a nadie interesaba, un mito relegado al olvido. No obstante, Isarn Hammerfell, creador de un arma insuflada por su dios de un hálito irrepetible, se había referido a Hornfel y lo había llamado «rey supremo» como si, en los últimos momentos de su vida, hubiera visto que las leyendas se hacían realidad.

Detrás de él, Hauk se movía inquieto. El enano lo conminó a la calma con un gesto.

—Podemos atraparlo —murmuró el Vengador—. Stanach, acabemos con esto.

—No, es un asunto que sólo el
thane
puede resolver. Habrá que esperar, amigo mío.

Para el guerrero, estas palabras equivalían a la sentencia de muerte de un valeroso luchador. Su mano apretó con fuerza la empuñadura de su arma.

—¿Qué es lo que esperaremos? —replicó—. ¿Que Hornfel perezca?

—Es un espléndido espadachín. No dejará que lo derroten.

La sonrisa de Realgar era glacial como el mismo hielo. Alzó un poco la cabeza, acaso husmeando los aromas del triunfo. En el gris crepúsculo los ojos del theiwar se asemejaban a los de una serpiente, comprimidas las pupilas para escudar sus retinas de lo que él debía de juzgar un resplandor deslumbrante.

Bajo el azote del viento, Stanach se estremeció más de temor que de frío.

Eran, precisamente, aquellos ojos los que despertaban sus recelos. Ningún theiwar, inveterados enemigos de la claridad, se batiría ni siquiera en el ocaso de poder evitarlo. ¿Por qué había accedido el hechicero? ¿Qué hacía al aire libre en vez de maniobrar de forma que Hornfel se hubiera internado en la penumbra de la sala anexa al portal?

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