Nunca, ni por una fracción de segundo, se permitió a sí mismo visualizar a la muchacha de las trenzas cobrizas y los ojos verdes como esmeraldas. Ahora no era un personaje real para él, sino un luminoso recuerdo en medio de la oscuridad. El recuerdo le pertenecía y se aferraba a él tal como un náufrago a punto de ahogarse se asiría a la última plancha flotante del navío hundido en la tempestad.
Nada más le quedaba.
Decisiones importantes
Antes de que las lunas se pusieran en el horizonte, Stanach empezó a construir el túmulo funerario de Piper. Tyorl, que había estado largas horas de guardia, observó trabajar al enano y pensó que lo hacía con la fría eficiencia del albañil que edifica una pared. Había profusión de cantos rodados en la cima de la colina, y Stanach los utilizó para formar la base de la tumba.
No solicitó ayuda en su empeño, mas tampoco protestó cuando el elfo pidió a Kelida que lo relevase en la vigilancia y, en lugar de entregarse al reposo, dobló el espinazo arrastrando piedras hacia la sepultura. No intercambiaron ninguna palabra; ambos estaban cansados y absortos en sus propias meditaciones. Cuando los primeros albores del día aclararon la negrura en un azul violáceo, el monumento estaba completo y a punto para acoger los despojos del mago.
Para ese entonces, Tyorl había tomado ciertas decisiones. Aceptó agradecido el odre que le ofrecía la muchacha, dio un ávido sorbo y se lo pasó a su compañero de labor.
—Aguarda, Kelida —le dijo a la moza antes de que ésta volviera a su puesto de centinela.
Hammerfell, acomodado en el respaldo que le proporcionaba el montículo, dio una ojeada en derredor con expresión indescifrable. Sus manos marcadas por la fragua se movían intranquilas sobre la roca plana que había elegido como lecho del difunto.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Hemos de discutir sin más dilación qué vamos a hacer —contestó Tyorl, cuidando de no usar términos inconvenientes.
—Yo, desde luego, me dirigiré a Thorbardin.
—Sabía que tal era tu intención.
El elfo buscó a Lavim con la mirada y lo halló sentado, con las piernas cruzadas, al lado del cadáver de Piper. No acertaba a comprender qué encontraba en él tan fascinador como para velarlo voluntariamente.
—Tyorl —declaró Stanach—, llevaré Vulcania a mi patria. —Sonrió, sin que en sus oscuros ojos se reflejara el menor amago de humor—. En el caso de que no me acompañes, transmitiré tus saludos a Hauk... si todavía vive.
—Comienzas a excederte con tanto repetir el mismo refrán, enano —replicó con brusquedad el elfo.
—Podría seguir con vida —insistió Stanach—. ¿Por qué no te arriesgas a averiguarlo? —Agitó la cabeza hacia donde el sepulcro vacío esperaba, sumido aún en sombras, a su morador, y añadió—: Eres bastante torpe levantando esas plataformas fúnebres; quizá si visitas mi ciudad adquieras la práctica de que careces.
—No hay razón para que aprenda mientras te tenga a ti —dijo fríamente Tyorl—, un verdadero experto. Tus amigos no parecen ingeniárselas muy bien para conservar la vida, Stanach. ¿A cuántos has enterrado desde que saliste de Thorbardin?
Kelida, que había estado callada hasta entonces, intervino:
—No, Tyorl, eso es una crueldad —reprochó al elfo, zarandeando su hombro.
—Son ya varios los que han muerto por la posesión de esa espada —contestó el enano, señalando el arma—, y otros muchos les sucederán si no la restituyo allí donde pertenece. ¿Vas a rebatirme eso también?
Transcurrieron largos minutos sin que nadie hablara, pues Stanach había pronunciado una sentencia a la que Tyorl nada podía oponer. El elfo miró a Kelida, que seguía plantada entre ambos. La renacida luminosidad diurna fluía como el oro a través de sus trenzas pelirrojas. Tyorl pensó que, ataviada con las pieles grises de cazador que él le había suministrado en Qualinost y con la espada colgando de su talle, Kelida ya no parecía la temerosa muchacha que conociera en Long Ridge. Con sus ropas enlodadas y la mano posada en la empuñadura del arma, no habría desentonado en la compañía de combatientes de Finn.
Pero la verdad era otra. La muchacha casi no sabía manejar una daga y apenas ayer había aprendido a caminar con Vulcania en su cadera sin trastabillar cada dos zancadas. Nada tenía en común con los fornidos aventureros de su equipo, ni con las legendarias amazonas. Era una granjera que trabajaba de camarera en una taberna.
Como para despejarse de sus ensoñaciones, Tyorl se puso en pie y abordó al enano.
—Seré franco contigo, Stanach: ignoro si Hauk ha sobrevivido o no, pero creo tu historia acerca del acero. Mi amigo no es el legítimo propietario de Vulcania y estoy de acuerdo contigo en que debe ser devuelta a Thorbardin.
Hizo una pausa. El suspiro de alivio de Kelida tuvo un visible espejo en los oscuros ojos del enano.
—Sin embargo, antes deberá ir a otro sitio —continuó el elfo, y atajó con un imperioso gesto las protestas del enano—. Mis colegas no andan lejos de estos parajes. Ya ves que no eras tú el único que acudía al encuentro de sus allegados, Stanach. Debo informar a Finn, mi cabecilla, de lo acaecido a Hauk y también del resultado de la misión que nos llevó a Long Ridge.
Abreviando, sin dilatarse en detalles que nada aportaban al asunto, el elfo dio cuenta a su oyente de los descubrimientos hechos en la ciudad respecto a los planes de Verminaard de organizar centros de suministro en la falda de la cordillera. Al oír esto, las facciones de Stanach se contrajeron en un doloroso espasmo.
—¿El Señor del Dragón proyecta atacar Thorbardin?
—Así es —confirmó Tyorl con sequedad—. ¿Acaso creías que tu amado reducto subterráneo preservaría la inmunidad en el conflicto? ¿Te figurabas que la guerra se escindiría en dos para flanquearlo como el mar hace ante un islote? Las primeras caravanas de abastos deben de bordear ya la frontera de Qualinesti, dado que la estación avanza y Verminaard pretende tener listas las bases antes del invierno. ¿No opinas, al igual que yo, que constituiría una excelente idea llegar a las montañas antes que las hordas de draconianos? Y, asimismo, antes de que nos localice quienquiera que asesinara a Piper.
El sol, que en el ínterin ya había asomado entre las copas de los árboles, derramó sus haces sobre el lugar y confirió áureos contornos a las rocas destinadas a cubrir al mago. El enano se incorporó despacio y comenzó a descender la colina en silencio.
Kelida, con los ojos llenos de tristeza y compasión, observó cómo el kender se enderezaba para reunirse con Stanach. Luego se volvió hacia Tyorl y éste advirtió que la tristeza desaparecía de su mirada, pero no así la compasión. Con cierto malestar intuyó que él era el causante de tal sentimiento.
—Fuiste muy cruel, Tyorl.
—¿A qué te refieres?
—A la pulla que le has lanzado sobre la pérdida de los suyos.
La joven se retiró abruptamente e inició el descenso en pos de los otros. Solo en el promontorio, el elfo tuvo un violento temblor.
Las notas desafinadas y estridentes de una flauta se elevaron desde el pie de la loma. Enseguida se oyó un aullido de Lavim, cuando Stanach arrancó de sus manos el instrumento de Piper.
Tyorl bajó deprisa la ladera. Había olvidado sus dudas y resquemores. Los reptiles y los desalmados perseguidores de espadas con hálito divino palidecían al equipararlos a la pesadilla que suponía un kender tratando de ejecutar una flauta encantada.
* * *
El enano Brek paseó sus dedos rechonchos por el óvalo de la faz. El tic de su ojo derecho titiló con fuerza en el párpado.
—¿Dónde está Mica?
—Distinguí sus huellas en esta orilla de la senda. —Chert se balanceo incómodo sobre sus piernas, y expuso el único dato del que tenía conocimiento—. El mago ha muerto.
El sol del mediodía, tan agobiantemente nauseabundo como el tufo de un cadáver en fase de putrefacción, rebotaba en dorados dardos luminosos sobre el yelmo y la cota de malla de Chert y perturbaba la mansedumbre de los montes. La calzada sur de Long Ridge no era sino una delgada cinta vista desde la ondulante región, y la espesura, un límite humeante que proyectaba su sombra sobre el desprendimiento de rocas y tierra que semejaba un panteón de gigantes. La tumba real, la más pequeña, no se vislumbraba a causa de la distancia. Tras ellos, hacia levante, las cumbres azuladas de las Kharolis se erguían desafiantes hacia el cielo. En su seno estaban los Pozos Oscuros, el hogar.
Brek escupió y se preguntó si la cegadora iluminación o la daga del Heraldo no acabarían con él antes de que volviera a ver una vez más su cavernoso refugio. Miró de reojo a Agus, el enano carente de clan en cuya única y fulgurante pupila había leído una advertencia de muerte desde que, la víspera, el hechicero «doméstico» de Hornfel se había disuelto en el aire.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que ha sucumbido?
—Porque en el bosque hay un túmulo de factura reciente —contestó Chert.
«Yo no tendré ni siquiera ese homenaje —recapacitó Brek—. Mis huesos se desmenuzarán bajo el ardiente astro del día a menos que recupere la espada.»
Atisbo de nuevo al Heraldo. Realgar no toleraba a los incompetentes y no se molestaría en tener en consideración sus leales servicios al
thane
durante veinte años.
—¡Y a quién le interesan los túmulos! —dijo con aspereza.
—Bueno, alguien debe de haberlo levantado, y tan sólo un amigo se entretendría en hacerlo. Descubrí el rastro de tres, quizá cuatro personas: una de ellas es sin duda un enano.
Chert esbozó una grotesca mueca mientras hablaba, amén de rascarse la barba con una mano infestada de cicatrices de combate. Si de verdad tales costurones fueran la «plata del combatiente», como las denominaban los theiwar, el hombrecillo habría poseído a esas alturas una de las mayores fortunas de Thorbardin.
Wulren, apartado del grupo, emitió una risa gutural afín al gruñido de un lobo.
—¡Un amigo! El aprendiz de Hammerfell... —comentó Brek—. ¿Pudiste comprobar hacia dónde se encaminan?
—Hacia las montañas orientales.
«Así pues —se alegró Brek—, ese desdichado artesano se propone llegar a casa a pie y sin los hechizos del encantador para protegerle. Mejoran mis expectativas de vida.»
La mano del enano que había comunicado las nuevas se deslizó hacia la ballesta mientras consultaba:
—¿Los seguimos?
—No, les cortaremos el paso —resolvió Brek—. ¡Wulfen, en marcha!
«Está mal de la cabeza», se dijo Brek para sus adentros mientras observaba cómo el delgado Wulfen se encaramaba a la vertiente. De pronto éste se detuvo, alzó los ojos, túrbidos y vidriosos como témpanos de hielo, y lanzó un extraño aullido: había olfateado a su presa.
Como si el fantasmal grito de Wulfen hubiera sido una señal, Mica apareció en la cima de la colina. Brek lo llamó y le ordenó que se reuniera con sus compañeros.
Agus, el Heraldo tuerto, emprendió silenciosamente tras ellos la marcha hacia el norte.
* * *
Tyorl agradeció volver a internarse en el bosque. En la colina se había sentido expuesto y vulnerable. Respiraba más desahogado bajo el cobijo de la espesura. Los peñascos que habían visto el día anterior, rebajada su escabrosidad por finas capas terrosas y de hojarasca, eran ahora proyecciones desnudas de roca gris que emergían del suelo y a menudo alcanzaban en altura un tercio de los troncos de los pinos más vetustos. El camino era poco más que una accidentada y tortuosa senda que se abría paso entre piedras y nudosas raíces.
El frondoso paisaje, aunque un neófito lo habría definido como parte de la franja fronteriza de Qualinesti, era el principio de lo que Finn consideraba su territorio. Este personaje, que acaudillaba a una treintena de elfos y humanos, consagraba su tiempo a la caza en un estrecho tramo que se extendía entre el país de Tyorl y las Montañas Kharolis. Las piezas que cobraba su compañía eran, mayoritariamente, patrullas de draconianos.
Los Vengadores se habían erigido en una partida de incansables y mortíferos justicieros desde que los bosques habían sido mancillados con la presencia de los hombres-dragón. «Guardianes de las comarcas limítrofes», los llamaban en los recónditos poblados y caseríos de las inmediaciones. Los campesinos colaboraban siempre que podían; unas veces proveyéndolos de una simple hogaza o permitiendo que saciaran su sed en el pozo y, otras, previniéndolos de peligros u oportunidades o bien encerrándose en un sepulcral mutismo cuando los escuadrones de criaturas reptilianas registraban los aledaños e inquirían acerca de los salvajes que habían eliminado a los «desvalidos» soldados de Verminaard.
Acostumbrado como estaba al Bosque de Elven, Tyorl se sentía a sus anchas en este pedregoso bosque. No tardaría más de un par de jornadas en dar con Finn.
«O a la inversa —caviló—, será él quien aparecerá en el instante menos pensado.»
El elfo encabezaba el cortejo, con una flecha presta en el arco tensado. Dio un vistazo por encima del hombro y captó un destello solar en el zarcillo de Stanach, que marchaba en última posición. Aunque el arma del enano reposaba embutida en la vaina de su espalda, no tenía más que alargar el brazo para blandirla. El enano no había hecho comentario alguno a su propuesta de visitar a la compañía, pero su presencia allí era suficiente respuesta. El iría donde fuera la espada y, pese a haberle censurado su actitud poco humanitaria frente al enano, también Kelida aprobaba su decisión.
Tyorl resopló disgustado. La flauta de Piper colgaba, ensartada en un bramante, del cinto de Stanach. Había intentado convencerlo de que enterrase el instrumento junto a su dueño pero el enano se había negado a hacerlo.
—He inhumado su cuerpo; no me exijas que haga lo mismo con su música —había dicho tercamente—. El mago era consejero personal de Hornfel, y sólo al
thane
haré entrega de tal reliquia.
En apariencia, la súbita y discorde inspiración de Lavim no les había acarreado consecuencias. Mas el potencial de peligro era enorme, ya que, según Stanach, el hechicero había investido de facultades arcanas al objeto además de las que éste ya contenía de manera intrínseca.
—Piper solía decir —les había contado el enano— que tenía una mente propia. En ocasiones interpretaba sus propias melodías, a su gusto y capricho, sin que él consiguiera extraerle otras.
Cerrándose a toda conversación ulterior sobre el particular, el habitante de Thorbardin se había anudado el fino cordel al talle a la vez que, con fervor, acariciaba la pulida madera.