Espada de reyes (49 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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El mago estiró el brazo y movió los labios en un escueto conjuro. Súbitamente, el miedo atravesó a Hammerfell como un rayo y lo llenó de terror.

—¡Hornfel!

Su advertencia llegó tarde. Sobrevino una noche negra, sin lunas ni estrellas, tan impenetrable como las tinieblas de la tumba. El belicoso alarido de un Dragón atronó las esferas y Stanach, despojado de sus fuerzas y del escaso ánimo que aún atesoraba, cayó sobre sus rodillas. Abrumado por el terror que dimanaba del reptil, cegado a consecuencia del sortilegio, no oyó sino vagamente el grito de Hauk y el iracundo bramido de Hornfel.

—¡Bastardo! —rugió Stanach—. ¡Bastardo traidor!

El desplazamiento de las corrientes que suscitó el aleteo del animal lo envolvió y lo arrastró hacia el risco, vaciando asimismo sus pulmones. Aturdido, desorientado y atontado por el miedo, el enano quedó indefenso y sin un amago de voluntad. Aprisionado en la telaraña de la oscuridad, en el pantano del horror, era incapaz de moverse. El valle seguía quemándose a sus pies; las llamas parecían crecer hacia lo alto para engullir al desvalido enano, y lo hacían con plena confianza de satisfacer su voracidad.

El viento perpetuo de las cumbres y el renovado embate del Dragón lo aproximaron tanto al borde del precipicio que comprendió que iba a caer.

Hauk vociferó su nombre. Con la energía inquebrantable de la desesperación, una mano agarro su muñeca derecha. El aprendiz no notó el contacto, pero sí el tirón que dieron de su hombro. Era el robusto humano, que tiró de él hacia atrás, alejándolo del precipicio.

Cual ecos en una pesadilla, el repiqueteo de dos metales al entrecruzarse rasgó el manto de negrura.

«¡El
thane!
¡Reorx, ampáralo!», oró Hammerfell.

—¡Está combatiendo a ciegas! —gritó Hauk.

El horror traspasó como un rayo al guerrero y sacudió a Stanach a través del contacto de su mano.

* * *

Tyorl se incorporó, apoyándose con esfuerzo en el hombro de Lavim. Había visto erguirse a algunos hombres en situaciones en que a duras penas podían respirar y se había preguntado si sufrían mucho y, en tal caso, cómo podía definirse su padecer. Ahora lo experimentaba en su carne: tenía la impresión de que la vida se escabullía lentamente, al mismo ritmo que la sangre brotaba de la herida zigzagueante de su vientre.

Todo había transcurrido muy deprisa, en una fracción de segundo. La rabia y el furor de la contienda habían llegado a su clímax cuando el tropel de uniformados daewar había irrumpido en los dos centros neurálgicos de la lucha. El elfo, desde su atalaya en lo alto del mecanismo, había divisado a Realgar cuando se disponía a atravesar con su espada la espalda desprotegida del hylar y, sin tiempo para recargar su ballesta, había saltado él mismo en un acto impulsivo.

El Vengador se había interpuesto entre los dos
thanes
cuando el nigromante lanzaba su estocada, de tal suerte que la espada lo había traspasado como un rayo hecho de carámbanos al entrar, y de fuego al sacarla el agresor. Ahora, el guerrero no sentía dolor. Fue esta circunstancia, más que el frío que lo invadía, lo que le hizo comprender que estaba muriendo.

¿Qué significaba el halo terrorífico de un Dragón para alguien que iba a morir?

—L... la ballesta —susurró.

—Tyorl, creo que no...

—Por favor, Lavim, ayúdame.

—¡Ni soñarlo! Tu aguardarás aquí a que Kem pueda atenderte. Él te curará y te pondrás bien, ya verás —porfió el kender, en un esfuerzo fallido de transmitir a su amigo moribundo una esperanza que él no abrigaba.

El elfo recostó la cabeza en la pared y apuntaló los pies. Estos insignificantes movimientos, así como su esfuerzo para hablar, aumentaron aún más su frío. Deslizó la palma sobre la flauta de Piper, todavía en su cinto, y recordó unos comentarios de Lavim respecto a la capacidad del hechicero de penetrar el intelecto de los mortales.

«Piper —pensó—, mándale que me ayude. Puedo matar a esa bestia si el kender me ayuda.»

Haz lo que te pide, Lavim. Vamos, obedécelo.

El kender continuó con sus frenéticas objeciones, hasta que Tyorl estrujó su hombro con tal firmeza que los nudillos se tornaron blancos.

—Por favor —persistió.

Lavim le entregó por fin el arma a su compañero, aunque no cejó en sus vehementes argumentaciones.

—Tyorl, tienes que reposar hasta que Kembal se haga cargo de ti. No se demorará, acudirá en cuanto termine con Kelida.

—¡Kelida! —repitió el luchador lleno de espanto—. ¿Cómo está?

—Se recuperará. Tu colega el curandero así lo ha diagnosticado —explicó Lavim, reforzando sus palabras mediante un vigoroso asentimiento—. Por favor, deja que te ayude a sentarte hasta que Kem venga.

—Ayúdame a llegar a la plataforma.

—¡No, Tyorl!

El dolor que debería haberlo azuzado gruñó en su interior, sin ensañarse todavía pero acechándole como el lobo ansioso de dar la dentellada.

«Piper, convéncelo tú.» El elfo contempló a Springtoe, con la cabeza inclinada en actitud de alerta como si captara el discurso insonoro del mago.

Lavim, ¿te acuerdas del día en que tuviste que participar en la cura de urgencia de Stanach? No te seducía nada la idea de ver a Kelida manipular sus falanges, del mismo modo que ahora no te apetece acelerar el fatal desenlace de tu amigo. Entonces hubiste de hacerlo, y hoy también. No hay tiempo para discutir: haz todo lo que te indique.

—Pero, ¿qué puede hacer él solo? ¡Tiene que quedarse aquí esperando a Kem! Piper...

Su voz se desvaneció y se confundió con el ulular del viento. La piedra en la que ahora descansaba la espalda de Tyorl era la de la montaña, sin que él tuviera noción alguna de cómo se había trasladado al otro lado de la puerta de Northgate. Lavim aún lo sujetaba con mano trémula. El Vengador encontró casi cálido el gélido aire, comparado con el vacío que iba llenando su ser.

Muy cerca, y a la vez en lontananza, dos metales se entrechocaban. La cortina de bruma ensombrecía el paraje mientras que, muy distante, como una memoria lejana, el vértigo susurraba en su corazón. Pero no era más que un susurro. Tal como no lo afectaba la aureola de miedo del Dragón, la fascinación del vacío había cesado de afectarlo.

—Lavim, carga la ballesta.

El hombrecillo se aseguró de que la cuerda estaba fija en las muescas y la tensó, gimiendo debido a la fuerza que se requería. Entre rugidos más ensordecedores que los del viento, el Dragón Negro alzó vuelo e hizo una pirueta a fin de dar una nueva pasada sobre el resalto.

La voz de Hauk, desfigurada por el horror, clamó:

—¡Stanach, está combatiendo a ciegas!

Los aceros y las botas arañaban la piedra.

Cuando el kender le devolvió su arma, el elfo abrió los ojos y se lamentó:

—¡No puedo ver al Dragón en esta oscuridad!

—Piper puede —susurró Lavim—. Él te guiará.

—¿Has metido el bodoque correctamente?

—Por supuesto, Tyorl.

Tyorl tragó saliva y sintió que todo su cuerpo se ponía rígido con la llegada del dolor y el sufrimiento que le rondaba desde hacía rato. Una feroz ráfaga de viento atronó en la oscuridad: el Dragón embestía con un chillido que destilaba un júbilo salvaje y brutal. El Vengador advirtió que los brazos que tanto le pesaban adquirían de pronto una ligereza inusitada y alzaban la ballesta. Abandonado a las directrices de Piper, el elfo se dispuso a disparar contra una criatura a la que no podía ver.

* * *

El sortilegio inductor al pánico que desencadenaba la simple presencia de Negranoche se aposentó como un mortífero peso en el corazón de Stanach. Hornfel, ciego en el océano azabache de la magia, había reunido una amplia dosis de coraje para hacer frente al pavor y a un enemigo implacable. Ciego frente a Vulcania y al asesino que la esgrimía, ciego junto a un despeñadero muy profundo, el
thane
seguía luchando.

Sin detenerse a reflexionar, sin recordar que le constreñían los efectos paralizadores de un encantamiento, Stanach se soltó de la garra de Hauk.

Desorientado, vacilante, con una jaqueca derivada de su empeño en ver cuando todo amago de visión era imposible, el enano se detuvo.

A pesar de su innata facultad de ver en la oscuridad, estaba ciego.

Hizo una larga inhalación con objeto de ahuyentar la agobiante náusea, y lo consiguió. Más sereno, aguzó el oído y constató que podía localizar a los combatientes gracias a sus jadeos y al estruendo de las espadas.

En algún lugar del cielo, la bestia alada evolucionaba. Las olas de terror, en su flujo y reflujo, envenenaban la atmósfera en la estrecha repisa. Concentrándose en atender sólo el ruido de la lucha, Hammerfell echó a andar con el único respaldo de una plegaria a su dios para que le permitiese identificar a cada uno de los rivales.

Él choque de dos espadas resonó en la oscuridad. Una piedra se deslizó, y enseguida Stanach oyó el arañazo del metálico calzado en la pétrea superficie, junto a un resuello entrecortado.

De pronto, el vibrante zumbido de un bodoque en pleno vuelo rasgó la oscuridad.

* * *

El elfo y el kender no eran más que motas de polvo en el paisaje, hormigas que mal habían de estimular el apetito. En todo caso, no podían suponer para Negranoche sino un aperitivo o la espoleta que avivase su crueldad. Este sentimiento se transformó en simple rabia al reparar el animal en la ballesta de Tyorl.

¿De verdad creía aquel gusano que le dañarían los proyectiles de semejante juguete?

El Dragón plegó las alas hacia atrás y abrió las zarpas para despellejar al insensato que lo amenazaba, carcajeándose mientras se lanzaba en picado.

La vibración de la cuerda de la ballesta le llegó como una leve sacudida del aire. La bola cruzó el cielo como un relámpago plateado y se incrustó en su ojo izquierdo. Su grito de júbilo mudó en un chillido de agonía. La sorpresa dio paso al horror cuando chocó con violencia con una corriente de aire ascendente y el fuego se extendió por su espina dorsal. Antes de que tuviera tiempo de reconocer el dolor, toda sensación comenzó a desvanecerse.

No le quedaba más que una mínima porción del cerebro, y aun en ésta sólo hubo sitio para la perplejidad durante los últimos segundos de su vida.

Con un último grito de agonía, Negranoche se hundió en el valle en llamas.

* * *

Los estertores del reptil iluminaron como una antorcha la invidencia de Stanach, y resonaron como un interminable quejido a lo largo de la ladera.

Despacio, a la manera del hielo que se derrite bajo el sol, los temores y la oscuridad hechizada se desintegraron al perecer el hijo bestial de Takhisis.

Jadeante, el artesano intentó distinguir a Hornfel. El tumultuoso rodar de unas piedras lo impulsó a volverse y sus ojos toparon con el hylar, desarmado y de espaldas al abismo. Realgar empuñaba a Vulcania, ondeante la capa en torno a su figura e inflamados sus locos ojos de
derro.

—¿Qué prefieres, el fuego o la espada, la caída o el acero?

—Escojo el acero —respondió Hornfel con tal mortal serenidad en su rostro que Stanach se detuvo, al tiempo que curvaba su dedo en un burlón gesto de «vamos, adelante»—. Veamos si te atreves.

Realgar tanteó la empuñadura de la Espada Real y, so pretexto de cambiar de postura, se abalanzó contra la garganta de su adversario.

Stanach se lanzó sobre Realgar en el mismo instante en que Hornfel se agachaba y arremetía bajo la guardia del nigromante. Los dos golpearon al theiwar al unísono, uno tratando de inmovilizar su muñeca y el otro derribándolo.

Hammerfell salió proyectado al recibir un codazo en la barbilla. Atontado, el aprendiz no logró enderezarse. El
derro,
sin soltar la tizona, forcejeó para desembarazarse del otro mandatario mediante feroces puntapiés, uno de los cuales golpeó brutalmente el cráneo del postrado Stanach. Casi al mismo instante, dos férreas manazas lo aferraron y lo pusieron en pie. Incluso en medio de su flaqueza, el enano quiso deshacerse de Hauk y sumarse de nuevo a la lucha.

—No hay espacio ni tiempo —repuso el guerrero, sin dejar de sujetarlo.

Realgar se había liberado de Hornfel. Con Vulcania enarbolada, se arrojó sobre el hylar balanceando el arma como si fuera un hacha. El agredido rodó hacia la montaña y eludió el estoque inclinándose hacia la izquierda, de tal suerte que la hoja rebotó con un chirrido contra la roca. El nigromante, tambaleante por el golpe, volvió a cargar antes de lo debido y al fallar su acometida, trastabilló hacia el borde de la repisa. Hornfel bramó una maldición y consiguió ponerse en pie antes de que se extinguiesen los ecos de su grito.

El theiwar se bamboleaba en el linde del camellón, apretujando obsesivamente la empuñadura de Vulcania. Stanach leyó en sus ojos una amalgama de pánico y asombro cuando el
derro
pisó una roca que se desprendió rodando hacia abajo.

En un arranque furibundo, el monarca hylar atenazó con ambos manos el brazo derecho del mago y cayó sobre las rodillas, empujado por el peso del tambaleante theiwar.

—¡Suéltalo! —gritó Hauk.

Con los dientes apretados, Hornfel luchó por sujetar al hechicero.

—¡Suéltalo! —masculló Stanach.

Los dedos del hylar se aflojaron y su mano resbaló por el brazo de Realgar hasta la muñeca, rozando la empuñadura de Vulcania. En ese mismo instante, el nigromante cayó hacia atrás con un aullido y Hornfel se abalanzó para retener la espada.

Centelleó el acero, cautiva en su esencia volcánica la gris luminosidad, al tiempo que el hylar arrebataba el acero al precipicio.

Stanach entornó los párpados, con el llanto atenazándole la garganta. Durante un lapso indefinido no supo si era la congoja o la alegría lo que oprimía su corazón.

No eran las manos de Hauk las que lo aferraban, sino las de Lavim. El Vengador había corrido en auxilio del
thane.
Todavía trastocado por el puntapié, el herrero miró confusamente a su alrededor, sin entender una palabra de lo que el kender parloteaba.

—Despacio, Lavim, no me aturrulles —murmuró.

—Acompáñame, mi buen amigo. Debes venir conmigo —lo urgió, jalándolo del brazo.

El enano no despegó los labios. En su estado, lo mejor que podía hacer era someterse a Springtoe sin rechistar. Oyó el familiar acento de Kelida y ladeó la cabeza hacia ella, con la visión aún algo nublada.

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