Espada de reyes (50 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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La muchacha estaba arrodillada en el portal de Northgate, con la cabeza de Tyorl en el regazo. Su camisa aparecía deshilachada donde la habían herido y en el forro de su capa verde se apreciaban unos cortes limpios, efectuados por Kembal para usar las tiras a modo de vendaje. Cuchicheó algo al kender y éste, con su apergaminada tez más pálida que la cera, entró en el edificio como alma que lleva el diablo, llamando a Kem.

El semblante de Kelida era la viva estampa de la consternación y su mano temblaba al auscultar el latir del elfo en su pecho. Stanach comprendió que, de anidar aún vida en el elfo, sólo debía de ser un hábito. La sangre manchaba profusamente sus ropas.

Un crujir de pisadas incitó al aprendiz a girarse. Eran Hauk y Hornfel, quien llevaba a Vulcania en su mano.

En actitud reverencial, el hylar depositó la tizona al lado de Tyorl. El resplandor de aversión que enturbió por un leve instante los ojos del monarca al posarlos en la espada, heló el corazón de Stanach. Los zafiros de la empuñadura monopolizaban las postreras irradiaciones del astro del día, mientras que el fuego de la fragua de Reorx pulsaba en la parte plana de la hoja.

Incapaz de pronunciar palabra, Hauk se arrodilló junto al elfo y apoyó una mano temblorosa en su brazo. Sus labios se movían en silencio, repitiendo el nombre de aquel amigo que había viajado hasta tan lejos a fin de rescatarlo de los suplicios de Realgar. Los ojos del humano delataban la mayor desolación que Stanach había visto en su vida.


Lyt chwaer -
-murmuró el enano, tocando suavemente el hombro de Kelida y acuclillándose a su lado.

—He enviado a Lavim en busca de Kembal —dijo ella con la voz quebrada por el dolor—. Pero de nada servirá: Tyorl se está muriendo.

—Lo lamento —susurró Stanach, rodeándola con su brazo y sosteniéndola contra sí mientras ella cobijaba al elfo.

La moza se refugió en el hombro de su pequeño amigo y enterró el rostro bajo su hirsuta barba negra. El tullido herrero, sin cesar de prodigarle caricias, observó a Hauk. Atontado por los hechos, incapaz de aceptar la pérdida de su compañero, el guerrero había adquirido de pronto el aire de un adolescente.

Tyorl rebulló y, balbuceante, entreabrió la boca como si fuera a hablar. Su mano se agitó dentro de la de Kelida, y ésta volvió hacia él su rostro anegado en lágrimas. Con mucha suavidad a fin de no causarle sobresalto, la muchacha se inclinó y lo besó con dulzura.

—Una vez me besaste para desearme suerte —susurró el elfo— ... en Long Ridge. —Alzó la mano y tocó el rostro y los cabellos de la muchacha—. Kelida...

La mano se desplomó, inerte, y la joven humana prorrumpió en sollozos. Stanach, conmovido, sintió que la pena lo ahogaba.

Tyorl había muerto bajo el acero de Vulcania.

32

Hornfel, rey regente de los enanos

Vulcania. Una Espada de Reyes forjada con retazos del crepúsculo y una estrella de las constelaciones divinas.

Aunque era suya, Hornfel todavía no había ceñido la correa de la tizona a su talle, no había aquilatado el peso del metal sobre su cadera, tres días después del atentado de Northgate. Y, aunque los enanos de Thorbardin lo habían reconocido como monarca regente, vitoreándolo unos y otros más reacios, su investidura no se celebraría hasta dentro de siete noches. No era apropiado lucir antes el emblema de su poderío.

El gobernante levantó la tapa del arca donde estaba guardada el arma. Forrado con terciopelo de tonos ahumados y ribeteado de unas listas satinadas rojas como el corazón del acero, aquel cofre había contenido las Espadas Reales de incontables generaciones de soberanos.

«Ahora guarda la que consagrará a un regente, no un soberano supremo como antaño —caviló el hylar—. Y está expuesta en el salón del consejo, bajo perenne custodia, de tal modo que todos puedan admirarla y maravillarse de sus dotes.»

Los súbditos del reino habían acudido en procesión, como en un peregrinaje destinado a ganarse las bendiciones de una reliquia. Nunca la estancia tuvo tan estrecha vigilancia; los centinelas honorarios de cada uno de los seis clanes montaban turnos estrictos a lo largo de veinticuatro horas diarias.

Hornfel se apartó del ornamentado cofre, de la enorme caja descubierta que a cada instante que pasaba asociaba más en su mente con un féretro. Se preguntó si alguna otra Espada Real habría costado tanto en vidas y desdichas como Vulcania.

Cuando a los theiwar que guerreaban en la ciudad de los klar les habían comunicado la noticia de que su
thane
había muerto, cundió entre ellos un caótico desconcierto y huyeron en desbandada a sus lóbregas cavernas.

Tardarían en reaparecer. Su reclusión, el dignatario bien lo sabía, no terminaría hasta que aprendieran a navegar en las turbulentas aguas de su política interna y eligiesen a alguien entre los sobrevivientes de la derrota capaz de acaudillarlos.

Ranee jamás admitiría los resultados de un recuento de bajas, lo que no obstaba para que las cifras hablasen por sí solas de la ferocidad con que los daergar habían atacado a los refugiados en los confines de los distritos campesinos. Sturm les había obstruido el acceso en la frontera meridional y Caramon había efectuado su bloqueo en el norte. Tanis y sus capitanes habían sido fieles al pacto.

Era el fin de la revolución. Ranee se aferró a sus declaraciones de que sólo había defendido sus territorios al creerse sitiado por unos extranjeros que, conocedores del levantamiento de Realgar, querían que redundase en su provecho practicando el pillaje. Nadie podía aportar pruebas de su alianza con el theiwar.

El hylar se estremeció. Se sentía irremisiblemente atraído hacia la espada, hipnotizado por la cazoleta de plata, la dorada empuñadura engarzada de translúcidos zafiros y la hoja llameante de templado acero. Era el precio de un excesivo derramamiento de sangre y, sin embargo, le fascinaba.

Lo acaecido había calado hondo en su ánimo. ¿Cómo compensaría su regencia el sacrificio de los parientes, amigos y forasteros que habían dado su vida por él?

Oyó unos pasos a su espalda y se volvió, pensando involuntariamente en Piper. Casi pronunció el nombre del mago en voz alta, si bien se contuvo al asomar Lavim detrás de una columna alta y voluminosa.

Hornfel observó al kender. Éste se había deslizado entre veinticuatro guerreros armados y ninguno de ellos había percibido ni siquiera una sombra.

El recién llegado, jovialmente despreocupado, saludó al enano sin protocolo.

—Verás, señor, te están buscando por toda la metrópoli. Pronto anochecerá, y el cortejo te aguarda en el Valle de los
Thanes.
Yo imaginé que era a esta sala donde te habías retirado, así que tomé la iniciativa de venir. Además, me apetecía dar otra ojeada a Vulcania. La estuve viendo continuamente durante un par de semanas, y he de decirte que ahí dentro no parece la misma que en los caminos.

—¿Qué parece entonces? —inquirió Hornfel con una sonrisa.

—Bueno, supongo que más grande.

Lavim se acercó al arcón para examinar el objeto con mayor detenimiento, y el
thane
se mantuvo en su vecindad. Por más divertido e ingenioso que fuera, Springtoe no dejaba de ser un kender.

—No —rectificó Lavim su opinión—, no es una cuestión de tamaño. Por algún motivo que no consigo determinar, no parece la espada de Kelida, ni la de Hauk, ni la de quien sea su dueño. —Se encogió de hombros y fijó la vista en un oscuro rincón del techo, envuelto en penumbras—. De acuerdo, él es su dueño.

Un temblor, en el que había un componente de miedo y otro de presagio, erizó el vello de los brazos del hylar.

—Lavim —dijo con mucha cautela—, ¿con quién conversas?

La faz del visitante, sembrada de arrugas, se iluminó.

—Con Piper, por supuesto.

Piper. Hornfel habían oído la historia en las dependencias de la guardia, cuando Lavim había explicado en un atropellado relato cómo había logrado su grupo atravesar la puerta de Northgate tras salvar un desnivel de unos trescientos metros sobre el incendiado valle y coronar la angosta repisa. Según su versión, los había guiado el fantasma del mago. Y Finn había respaldado sus palabras, aunque de mala gana. Hornfel no sabía qué pensar.

Springtoe, con su peculiar expresión traviesa, meneó la cabeza mientras escuchaba una voz que al
thane
le estaba vedado oír.

—¡Oh! —exclamó, como si recordara algo—. Perdona, lo olvidé.

Con la acostumbrada rapidez de los kender, introdujo la mano en un bolsillo interior de su harapiento capote y lo revolvió sólo un poco. Lo que extrajo suscitó una sonrisa de complacencia en el hylar. De madera de cerezo, pulida hasta emular la suavidad de la seda, la familiar flauta de Jordy relumbró bajo las teas.

—La conoces, ¿no es verdad? Es la flauta de Piper. Es mágica. Lo sé porque la utilicé en dos ocasiones. Una para salvar a Stanach de los... de los...

—Theiwar.

—Exacto. La segunda vez fue para transportarnos a Finn, a Kem, a mí y a... —vaciló levemente, entristecido su semblante— y a Tyorl, desde las Colinas Sangrientas. Stanach se proponía restituírtela porque afirmaba que tú tenías cierta predilección por el humano.

—Predilección, ¿eh? ¿Éso dijo Stanach?

—Bueno, no exactamente; pero tan sólo porque a él no se le ocurrió.

Hornfel extendió el índice y lo pasó por la flauta.

—¿Es verdad que habla contigo, Lavim?

El kender asintió con vigoroso ademán, sacudiendo la canosa trenza.

—¡Desde luego! Me contó cómo lo habías liberado de los calabozos, y también los métodos de los que os valéis para que la luz del exterior dé calor a vuestros jardines y granjas, y alumbre a los habitantes de las ciudades. —Springtoe pestañeó y, tras un corto intervalo, agregó—: Y me confió un secreto, que por ahora no estoy autorizado a participarte pero que pronto se hará público. Hay algo, en cambio, que sí debo transmitirte.

—¿De qué se trata? —indagó el soberano.

El kender guardó de nuevo la flauta en el bolsillo y habló con tono súbitamente solemne:

—Piper te recomienda que lleves a Vulcania al Valle de los
Thanes
cuando vayas a...

«A presidir el funeral de Tyorl», fue lo que no tuvo ánimos para repetir. Se habían oficiado demasiadas exequias en los últimos días, tantas que el futuro regente no había podido asistir a todas. Esta ceremonia sería diferente, más íntima y privada. El mandatario rendiría postrer homenaje al elfo, y en él condensaría su aflicción por la muerte de Piper y Kyan. El elfo, el enano y el humano habían dado la vida por la espada. Y por él.

Aunque era más que adecuado que la Espada Real estuviera presente, Hornfel no podía blandiría antes de su coronación. Ni siquiera a requerimiento del querido mago.

—No puedo hacer eso, Lavim. Sería una grave trasgresión empuñarla.

—¿Por qué no puedes? ¿Sería una descortesía o hay alguna ley que lo prohíba?

—Ambas cosas.

Springtoe reflexionó, o atendió a sugerencias inaudibles, durante unos momentos.

—No hagas ostentaciones. En lugar de exhibirla al cinto, limítate a transportarla como una carga.

—Lavim, no quiero ni pensar...

—¡Ahí está el problema! —lo interrumpió el kender en tono reprobatorio, al mismo tiempo que se aproximaba aún más al cofre—. Siempre que alguien dice que «no quiere ni pensar» lo que está haciendo, precisamente, es reflexionar más de la cuenta. No es bueno devanarse los sesos: se mete uno en complicaciones.

Veloz como una trucha al saltar contra la corriente, Lavim cogió la tizona y se la arrojó al
thane,
quien la cazó al vuelo.

—¡Ahí tienes la respuesta! —se regocijó el kender—. Ahora Vulcania se encuentra en tus manos. Si has contravenido alguna ley o has cometido una descortesía —aunque yo, por cierto, no he hallado tacha en tu proceder—, da igual incurrir en ese desacato durante diez segundos o una hora, ¿no crees?

El hylar sopesó la espada en su mano. Confeccionada ex profeso para él, la empuñadura se ajustaba espléndidamente a su extremidad.

—¿Piper insiste en sus instrucciones? —preguntó.

—Sí —repuso el kender con seriedad.

—En tal caso, haré lo que me pide. Y la flauta, ¿no habías de entregármela?

—¡Ah, la flauta! —dijo Lavim, palmeando su bolsillo—. Pero ahora debes arrastrar esa arma tan pesada, de modo que será mejor que no te preocupes por ella. Yo te la guardaré temporalmente.

33

Un funeral, una Espada... ¿y un Mazo

«El hogar —se regocijó Stanach en su soledad—, ¡he vuelto al hogar!»

Utilizando la mano izquierda y el hombro, empujó otro canto rodado hacia la creciente pila del túmulo. Desde la aurora se recordaba a sí mismo que estaba, realmente, de regreso en la patria. Ahora, con la rojiza luz crepuscular realzando las rocosas paredes del Valle de los
Thanes,
todavía había de repetírselo. No se trataba de que Thorbardin hubiera cambiado: la piedra y el acero pervivían inmutables, pero él sí había cambiado.

No quería pensar en el reencuentro con sus familiares y amigos. No era grato evocar la impresión que unos y otros habían recibido al ver su mano destrozada, ni el modo en que lo habían mirado al notar que ya no era el apacible y cordial aprendiz de herrero de tan sólo unas semanas antes.

Había visitado el extranjero, y ya no era el mismo. La diferencia no estribaba tanto en su desgracia física como en la persona desconocida que los demás veían reflejada en su mirada. Sus ojos oscuros, sombríamente destacados por la cicatriz que le cruzaba el rostro, habían cambiado por la contemplación de horizontes, más distantes que los que esos otros enanos hubieran visto jamás.

Un viento frío y cortante soplaba en el Valle de los
Thanes.
El valle era la única zona del reino abierta a la intemperie. En una época remota había sido una cueva pero, al derrumbarse el techo, había dejado un vasto hueco en el que ahora había lagunas y parques, primorosamente cuidados, en su orilla. Las tumbas de los ciudadanos de casta inferior se alineaban en el perímetro de la hondonada, mientras que las de los
thane
y reyes supremos se elevaban en la porción ajardinada.

Si aquél era el paraje donde los enanos inhumaban a sus muertos, también era el lugar donde los enanos, por lo general llenos de desconfianza hacia lo esotérico, se regocijaban en la contemplación de un encantamiento. Encima del lago, como perpetuo vigía de las aguas y el valle, se hallaba suspendido el sepulcro de Duncan. Lo único que lo sostenía era el sortilegio de un mago desaparecido centurias atrás.

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