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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (46 page)

BOOK: Espada de reyes
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«No huelo las malolientes vaharadas que suelen expulsar esos animales —se dijo a sí mismo—, pero lo más probable es que tenga el olfato atrofiado debido al tufo a quemado que todo lo impregna.»

No lograba desechar su temor, la sensación de que un ser inmenso y mortífero, armado con zarpas y colmillos, lo vigilaba y esperaba paciente a que se pusiera a su alcance.

No obstante, las aprensiones que le inspiraba la bestia eran como los infundados miedos nocturnos de un niño comparadas con el pavor que sintió al abordar el tramo final de su excursión hacia las alturas.

El guerrero volvió la vista atrás. Lavim y él iban adelante, explorando el terreno. El kender se había ido restableciendo a medida que aumentaba su fascinación. Como les ocurría a todos sus congéneres, el grado de magnetismo que ejercían las situaciones sobre Springtoe era directamente proporcional a la magnitud del peligro. El elfo era el único que podía frenar su tendencia a merodear demasiado lejos de los compañeros, asomarse a la plataforma o escalar un poco más el vertical risco a fin de obtener una panorámica del espectacular incendio en el valle.

Flaqueantes sus rodillas a causa del agotamiento tanto físico como moral, el Vengador apoyó la espalda sobre un monolito escarchado que marcaba el emplazamiento de la antigua muralla norte de Thorbardin, y aguardó a Finn y Kem, que trepaban con fatiga y cautela entre los restos de los derrumbes. El golpeteo de las piedras que se deslizaban a su paso hallaba un perfecto eco en los latidos del corazón del luchador.

Más adelantado, Lavim se entretenía lanzando guijarros al vacío desde un resalto no más ancho que largo era su pie.

Víctima de un súbito acceso de vértigo, Tyorl cerró los ojos. Descubrió enseguida que la oscuridad empeoraba su estado, así que tragó saliva y se obligó a levantar de nuevo los párpados.

Aunque el poderío de los dioses, exacerbado durante el Cataclismo en forma de un terrible flagelo, había arrancado porciones respetables de las tapias de Northgate, sus empeños destructivos habían sido caprichosos. En algunos lugares, como éste donde se encontraba el elfo, la montaña presentaba fisuras semejantes a heridas descarnadas, mientras que en otros la superficie curvada y pulida de las paredes todavía resistía a la erosión. Los nichos y las grietas eran muy traicioneros, ya que muchos de ellos quedaban disimulados por los escombros desmenuzados en grava.

Había puntos en que la repisa se estrechaba tanto que no sobrepasaba los noventa centímetros. «Magra plataforma para que se depositen los escombros —pensó el guerrero—; ni un águila tendría aquí espacio donde aterrizar.»

El kender se aproximó a su amigo, con su faz sucia de hollín animada por la luz del éxtasis.

—¡Tyorl, todo esto es magnífico, estupendo! Desde nuestra atalaya podemos contemplar el mundo entero. He atisbado los pantanos y el Monte de la Calavera. Ya no arde... Me refiero a la ciénaga, claro; la loma mal podría prender siendo pétrea.

»
Apuesto a que si no se interpusiera la cordillera vislumbraría Long Ridge, el mar, Enstar y todo lo que haya más allá; en el caso, obviamente, de que haya algo, cosa que ignoro.

»
Mi padre afirmó una vez que existían países habitados en la orilla opuesta del mar, si bien él no los visitó ni conocía a nadie que lo hubiese hecho. Me figuro que es verdad, y que algunas personas arribaron a tales tierras y les gustaron tanto que no se molestaron en regresar.

El viento ululaba en su derredor y el hombrecillo, entusiasmado con su cháchara, alzó la voz para que el otro pudiera escucharlo.

—Cuando estábamos en las colinas, después de salir de las Llanuras, decidí abandonar mi vida viajera, Tyorl. Ahora he cambiado de parecer: es apasionante recorrer confines remotos. Cuando hayamos salvado a Hornfel y encontrado a tu colega Hauk, a Stanach y a Kelida, iré a explorar las tierras que se ocultan más allá de Enstar.

No concluyó aquí el discurso. El kender comenzó a conjeturar qué aspecto tendrían las imaginarías regiones incomunicadas por el océano, cómo serían las costumbres de sus moradores, lo que tardaría en realizar la travesía, la posibilidad de que hubiera congéneres suyos entre la población...

El elfo suspiró y lo dejó divagar, atento apenas a los sueños que tejía y a los planes que, ya confeccionados, mudaba por otros a cuál más extravagante. Habría sido inútil conminarlo al silencio, de modo que el Vengador se resignó, si bien no dejaba de preocuparlo el hecho de que, si había un Dragón oculto tal como les había advertido Piper, a esas horas ya debía de conocer su presencia en las inmediaciones del acceso.

Pero hubiera sido más sencillo detener una avalancha que la verborrea de Lavim. Éste no se había mostrado tan locuaz desde que se hundieron en los fangales y, cosa sorprendente, Tyorl se percató de que añoraba sus chácharas.

Finn se acercó, con la frente perlada de sudor y los ojos llorosos por el humo. Tras él apareció Kembal, sorteando con sumo cuidado un montículo de ruinas que obstaculizaba su avance. El elfo aguardó hasta que ambos se hubieron serenado, e inquirió de Lavim:

—¿Cuánto falta para la entrada misma?

—Está detrás del próximo recodo —contestó el interpelado—. Acababa de distinguirla cuando me ordenaste retroceder. Estamos ya a un tiro de piedra de nuestro destino.

—Y el supuesto Dragón, ¿dónde se esconde?

La mirada de Springtoe se tornó vaga y desenfocada, pero a los pocos segundos se había vuelto a centrar. Sonriente, asintiendo a las inaudibles revelaciones del mago, señaló el punto culminante del despeñadero y anunció:

—Allí arriba. Se refugia en una amplia cueva y, según Piper, no está pletórico de júbilo. Se trata de un espécimen negro, los que más detestan la claridad, y su enfado se debe al exceso de filtraciones luminosas en su cubil.

—Quizá tengamos una oportunidad si opta por no volar bajo el sol.

—No contéis con eso —desengañó Lavim al grupo, en un tono desquiciantemente jovial—. Piper asevera que, al margen de sus aversiones personales, realizará la misión que le encomienden. Las circunstancias nos perjudican, ya que los rayos no hacen sino exasperarlo e incitarlo a invocar hechizos que penetran nuestra piel como espasmos de terror. De incrementarse su cólera y formular tales encantamientos en toda su potencia, no acertaríais ni a moveros. Mi fantasma agrega asimismo —terminó, inclinada la cabeza a la escucha de su apuntador— que está al corriente de nuestra presencia.

Finn enrojeció, tan irritado con el talante alegre del hombrecillo al transmitir las ingratas nuevas que se diría presto a asesinarlo. Mientras, Kembal extrajo la espada de su vaina en un gesto ágil y sigiloso, y se aplastó contra la pared de roca.

Tyorl se limitó a suspirar y proseguir con el interrogatorio.

—Vamos, pequeño kender, explica lo restante.

—¿Qué más quieres saber?

—¿Por qué no ha arremetido el Dragón contra nosotros? ¿Ha averiguado eso el hechicero?

—No se lo he preguntado.

—Pues hazlo, y ahora mismo.

—Bien. Lo... ¡Oh, ya veo! Piper dice que no nos ataca porque está a la expectativa. Sabe que estamos aquí y que puede aniquilarnos en cualquier momento que juzgue oportuno... —Finn lanzó un gruñido y el narrador se encogió de hombros en una actitud inocente y al mismo tiempo, ofendida—. No la emprendas contra mí; no soy más que un portavoz de lo que el mago asegura que cavila la fiera. Y no me preguntes qué aguarda, pues Piper no lo sabe —agregó—. Lo único que ha podido averiguar es que se mantiene alerta. Quizá —aventuró por su cuenta— ha de suceder algo antes de...

Se calló de manera abrupta y añadió con evidente consternación:

—Es demasiado tarde.

Tanto había palidecido Lavim que el elfo le agarró el brazo, temeroso de que las piernas le flaquearan.

—¿Qué pasa, amigo? —lo urgió.

—¡Tyorl, no podemos evitarlo! ¡Llegaremos demasiado tarde!

Escabullándose de la mano que lo sujetaba, Springtoe echó a andar a trompicones y con visible cojera por la accidentada plataforma.

—¿Dónde vas? ¡No hagas locuras!

Con un súbito impulso, Tyorl se abalanzó sobre él para detenerlo, pero fallo su intento. Perdido el equilibro, se le torció un tobillo y cayó sobre su rodilla. No notó más dolor que una leve descarga eléctrica en la rodilla y la pierna.

No era sensible a nada salvo al abismo que mediaba entre él y el flamígero valle. Imbuido de la vacua y aterradora certeza de su muerte, quiso pedir auxilio y no brotó de sus labios ningún sonido. Sus pulmones no albergaban aire suficiente.

Fue Kem quien, tras emitir un áspero bramido, asió su brazo. Tirando con todas sus fuerzas, el guerrero consiguió alzarlo y ponerlo a resguardo contra la pared de roca antes de que Finn reaccionara.

—¡Maldito kender! —blasfemó éste—. ¡Que Takhisis lo confunda!

Los fragmentos rotos del extremo del resalto llovieron sobre la planicie situada a varios centenares de metros. El furioso viento fustigó el rostro y el cabello de Tyorl, aunque poca cuenta se dio éste, ensordecido por el pulsar de su sangre y los atronadores palpitaciones del corazón. La náusea revolvía sus tripas y la bilis caliente se agolpaba en su garganta; deseaba vomitar pero no tenía fuerzas para ello.

Tales eran los temblores de su mano, que hubo de hacer dos tentativas antes de aferrarse al brazo de Kem. Respiró profundamente y murmuró:

—Olvida al kender. —Lanzó una carcajada al oír el graznido en que se había convertido su voz, y terminó—: La puerta se halla detrás de la curva. ¿Podrás ayudarme a caminar?

—No —replicó Finn—. No, Tyorl, quédate ahí sentado hasta que te repongas. Aunque te auxilien, tus piernas no te sostendrían.

El elfo se puso trabajosamente de pie sin despegar la espalda de la pared, como si el paso del más mínimo soplo de viento fuera a hacerlo resbalar hacia el abismo.

—No es ésta ocasión propicia para descansar, Finn. Algo grave acontece.

—De acuerdo con la versión de un mago muerto que habla en la mente de ese maldito kender.

—Sí —jadeó Tyorl—, de acuerdo con lo que nos ha relatado Piper. Confíes o no en él, no puedes negar que el hechicero —o Lavim, si prefieres— ha atinado en todos sus vaticinios.

El jefe no trató de contradecir a su segundo, aunque tampoco capituló abiertamente. Exhaló un suspiro de resignación algo teatral y examinó el espectáculo dantesco del valle, menos espeluznante que las chispas de horror que despedían los ojos de Tyorl.

—Ponte en cabeza —ordenó a Kembal.

El interpelado se adelantó con suma prudencia. Cuando pasó junto al elfo, éste lo siguió, pálido como un cadáver. Finn iba en último lugar, con los ojos clavados en la espalda de Tyorl.

«Me vigila para que no dé otro traspié —pensó éste—, pero por los dioses que no soporto el peso de su vigilancia.»

* * *

El sol declinaba, grisácea su luz en el tamiz de las artificiales brumas que se elevaban de la hondonada. Lavim, con la daga empuñada, avanzó hacia la puerta de Northgate, amparándose en la sombra de la montaña, mientras platicaba silenciosamente con Piper:

—¡Debió de ser una puerta gigantesca!

Piper no respondió.

—He dicho —repitió el kender, ahora en un susurro— que debió...

Te he oído, Lavim. ¡Chitón! No es momento de charlas insustanciales. Has de entrar en el acto: sólo les quedan unos minutos.

—¿A quiénes?

A Hornfel, Stanach, Kelida y...

—¡Stanach, Kelida! Y el tal Hauk, ¿también se encuentra en esas dependencias? Han hablado tanto de él que siento una gran curiosidad por conocerlo. Piper...

No fue el hechicero quien lo silenció, sino el crujido de unas pisadas detrás de la puerta. Conteniendo la respiración, Lavim se asomó intentando vislumbrar el interior.

Un enano de anchos hombros, con una poblada barba castaña surcada por hilos de plata, daba vueltas por la estancia en un estado de patente nerviosismo. Blandía en la mano derecha una espada, en la otra una daga, y su atavío exhibía manchas de sangre y algunos desgarrones.

Ese es Hornfel, el
thane
de los hylar.

—¿De veras? —se asombró Lavim—. Nunca se me habría ocurrido que un rey pudiera tener semejante apariencia. Necesita un sueñecito y un aseo.

El monarca se detuvo frente a la puerta entreabierta de una habitación vecina y se recostó en un flanco. Enseguida, como si se reprochara aquel instante de reposo, se puso rígido, tanteó la tizona y volvió hacia el corredor. Al cabo de un instante regresó veloz junto a la puerta y llamó:

—Stanach, ya se acercan. Y son muchos.

De la sala vecina salió el aprendiz de forjador, y tras él un fornido humano que, según las apreciaciones del kender, precisaba de unas buenas comidas además de una larga siesta.

Abandonando toda medida de seguridad como un equipaje inservible, Springtoe irrumpió en la sala comunitaria de los centinelas rebosante de dicha.

—¡Hola, Stanach!

El humano se volvió y, con el arma en ristre, embistió al kender.

—¡No, Hauk! —gritó Stanach.

Con un aullido de protesta, Springtoe se agachó justo a tiempo para no ser ensartado. Sin apartar los ojos de la espada, se incorporó despacio y titubeante.

—Stanach —susurró—, ¿no podrías convencerlo de que somos amigos? —Se dirigió entonces a Hauk con lo que él suponía una expresión convincente—. Es del todo cierto el compañerismo que nos une. No hace mucho, en Long Ridge, cuando lo acosaban veinticinco draconianos, aparecí yo en escena y lo rescaté. De lo contrarío lo habrían capturado. Luego lo atraparon unos tipos repulsivos en las cuevas del rio, y Tyorl, Kelida y yo acudimos y lo liberamos.

»
Y hay algo más, que ni el mismo Hammerfell sabe pero que no por ello es menos verídico. El elfo lo corroborará en cuanto llegue. Entoné una balada en la flauta de Piper, y la magia nos teleportó a las montañas. De otro modo no habríamos podido llegar aquí. Bueno, no nos trajo exactamente a las montañas. Ya sabes que el sortilegio produce náuseas en el estómago y, como hallé incorrecto presentarme en una casa extraña o en medio de la ciudad, alteré la trayectoria y organicé un pequeño lío. En definitiva, que fuimos a parar a los pantanos. ¡Dioses, qué fuego se había desatado en la zona!

Estrujado casi hasta el ahogo en el abrazo de Stanach, Lavim Springtoe no pudo enumerar el resto de sus credenciales.

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