Le fue venciendo el cansancio en aquel interminable vagar. Los arrimos a las reatas de arrieros. La olla compartida alrededor de la hoguera. Los jergones astrosos de las posadas. El dormir sobre la paja de los corrales entre desconocidos que se acechaban, dudando de si podrían cerrar los párpados sin morir degollados en medio del sueño.
Así, hasta llegar a Madrid, aquella ciudad que no cesaba de crecer desde que la Corte fijara allí su sede. Patria común, larga de gentes, donde sus habitantes trataban de dejar atrás el pasado con ánimo de emprender nuevas vidas, reinventándose. De igual modo había llegado él, baldado por los escalofríos de unas fiebres mal curadas. Como rezaba el refrán: «Dios te libre de enfermedad que baja de Castilla y de hambre que sube de Andalucía».
Mejor ahorrarle aquellos detalles a don Alonso, siempre tan ocupado. De modo que le comunicó muy por sumario los trabajos y fatigas que la fortuna había usado con su persona, concluyendo:
—Acá me vine, tratando de encontrar alguna merced, legalizando mis papeles en la milicia. ¿Y vos?
Castillo le mostró el cartapacio que llevaba en la mano mientras sacudía la cabeza con escepticismo:
—Aún no he logrado cobrar esto, por si os sirve de consuelo. Son las cartas y documentos que hube de traducir durante la guerra.
Pensó Céspedes que poco podría esperar él, un simple ex soldado, si un intérprete del propio Rey debía recurrir a aquel expediente para recordar sus servicios a la Corona.
—Hay muchas suspicacias sobre este asunto —añadió Castillo—. Contra los moriscos y todo lo que tiene que ver con ellos, quiero decir.
Asintió. Se los había ido encontrando por todos lados, el rostro vencido, la mirada huidiza. Pero con un brillo de reconocimiento en las pupilas cuando recibían un socorro o se les tendía la mano.
—A menudo he de traducir los papeles escritos en árabe que se les interceptan —continuó el intérprete, más locuaz de lo habitual—. Y me encuentro de todo. Muchos hablan de los tesoros que escondieron antes del destierro para que no los saquearan por el camino.
—¿Existen tales tesoros?
Don Alonso se encogió de hombros:
—No se trata de lo que yo crea, sino de las sospechas que corren de boca en boca. Dicen que hay cuevas subterráneas que discurren por todo nuestro territorio, socavándolo. Acordaos de lo que apareció en las Alpujarras.
Céspedes había visto con sus propios ojos grutas abarrotadas de armas; otras, de víveres; o de sedas, aljófares y las riquezas más diversas; o bien forradas de corcho para vivir en ellas largo tiempo. También galerías que arrancaban de la pared de un pozo situado en el patio y que, pasando por debajo de las poblaciones, conducían hasta aquellas guaridas.
—En cualquier caso —prosiguió Castillo—, con estos y otros pretextos ha aumentado la prevención contra los moriscos. ¿Venís aquí a menudo, al Alcázar?
—Llevo esperando meses a que se me reciba.
—¿Cuántos años tenéis ahora?
—Voy a cumplir los treinta y dos.
—No malgastéis vuestra vida haciendo antesala en este lugar.
Y como viera que Céspedes no parecía entenderle, el médico y traductor hizo algo insólito en él, tan distante de suyo. Lo tomó por el brazo para llevarlo aparte, donde nadie pudiera oírlos.
—No creo que atiendan vuestras demandas. Y es peligroso que insistáis… —le susurró don Alonso al oído.
—¿A qué os referís?
Castillo le hizo un gesto para que bajara la voz y no mostrara tan a las claras sus reacciones antes de continuar:
—Al revolver los archivos para organizar estos papeles sobre la guerra he tenido acceso a algunos informes sobre vos. Alguien no os quiere bien y anda tras vuestros pasos. Todo se está llenando de chupatintas que llenan papel como las arañas largan hilo y fabrican sus telas. Es difícil echar a andar un expediente, pero mucho más detenerlo cuando se ha puesto en marcha. Si empezáis a remover, nunca sabréis lo que saldrá de su letargo. Conozco gente que, tras años de discreción, se había hecho con una nueva vida. Y todo se les ha venido abajo por un trámite que requería identificación y antecedentes.
Lo miró Céspedes, tratando de controlar sus impulsos para asaetearlo a preguntas. Don Alonso no solía ser tan largo de palabras. Menos aún, tan directo. Quizá porque su oficio y condición lo obligaban a moverse entre dos aguas.
¿Qué pretendía decirle en realidad? ¿Había llegado a creerse que era el hermano de Elena? ¿O no se tragó aquella patraña? Y sí así fue, ¿por qué no se lo dijo a las claras? Ahora, Castillo no quería verse comprometido por las ambiciones que le adivinaba. Tenía las suyas propias.
Cuando buscaba el modo de abordar tan graves asuntos sin ofenderle, el intérprete lo atajó con un gesto:
—Ya os he dicho demasiado. Y éste no es lugar para hablar de tales cosas.
Llamaron en ese instante a Castillo a presencia del secretario de Su Majestad. Se dio cuenta Céspedes de que no tendría otra ocasión para averiguar quién podía comprometerle con sus testimonios. Haciendo acopio de valor, le rogó:
—Decidme, por Dios, ¿tan atrás como Granada se remonta ese expediente contra mi persona?
—Yo sólo digo que no conviene despertar a perro que duerme. Y menos si está rabioso.
Nada más añadió Castillo. Lo reclamaban por segunda vez.
Céspedes alzó la voz para insistir:
—Don Alonso, ¿dónde puedo volver a veros?
El movimiento de cabeza y la mirada llena de intención del traductor le enviaron un mensaje claro: su reencuentro no era ni deseable ni conveniente. Debía irse de palacio de inmediato y no remover un pasado que se volvería en contra suya.
E
l taller, más que de sastre, lo era de desastres. Habría podido ir bien si contase con dinero para alquilar un lugar decente. Pero Céspedes no lo tenía. En la capital todo iba caro. Dormía y vivía en la propia trastienda, muy apretado. A su soledad se añadían los prolongados insomnios y duermevelas, aquel descansar a media rienda. A la caída de la noche era como si en torno se le cerrase el mundo, se le apretasen las angustias y le embistieran los recuerdos.
Salido de la guerra de armas tiempo atrás, parecía trabar ahora otra de pensamientos y zozobras, muy desjarretado de esperanzas. Se sentía a la deriva, navegando entre borrascas y sobresaltos. Lo sacaba del reposo cualquier escaramuza de gatos en el callejón. Y, despierto en lo más profundo de la noche, lo visitaban los recuerdos en confuso tropel de espectros, sin alcanzar sosiego ni cuajar sueño.
Al no lograr conciliarlo, trataba de remontar su vida más atrás, hasta su niñez en Alhama. Tanto daba. Tarde o temprano venían al asalto las imágenes de su madre tan indignamente muerta, el albañil que le dieron por marido, el hijo abandonado. Huyendo de aquello, pasaba a evocar los luminosos recuerdos de Sanlúcar, las horas junto a la hermosa Ana de Albánchez. Y a veces conseguía dormir, rendido, cuando ya le entraba la luz por los postigos. Pero se sabía en desguace, la memoria herida.
La advertencia de Alonso del Castillo había creado en él un estado inicial de alerta, luego diluido en la ansiedad de la supervivencia día a día. Hasta suceder algo que lo puso de nuevo en guardia.
Estaba Céspedes en un mesón atiborrado de gentes que entraban para reponer fuerzas antes de bajar a las orillas del río Manzanares y sumarse a la fiesta de San Juan. Iba ya tibia la estación, abundante el vino, el gentío suelto.
Quiso comer algo. El tabernero le advirtió:
—Tendrá que esperar vuestra merced, no queda sitio libre.
Había cerca de él un hombrecillo con el pelo escaso y la barba encanecida, sentado a una mesa en el rincón más en penumbra. Su pequeña estatura, junto al perfil afilado y frágil, un poco encorvado, le confería el aspecto de un pájaro. Picoteaba la comida como pudiese hacerlo un gorrión. Y al oír la respuesta del mesonero, se le ofreció:
—Tomad asiento, hay espacio sobrado para ambos.
Acompañó estas palabras de la acción, dando de lado una bolsa de lana puesta sobre el tablero.
Poco después entró un sujeto acompañado de una mujercilla alborotada y pendenciera. Primero le llamaron la atención por las voces que ella daba. Luego por ser él alto y fuerte y tener en su rostro algo que no acertaba a identificar.
Los recién llegados iban dando tumbos en sus escarceos. Y al pasar junto a la mesa tropezaron contra la bolsa de lana que había apartado el hombrecillo. Cayó al suelo. Se destapó su contenido. Resultó ser un libro de buen tamaño.
Su propietario se precipitó hacia él tratando de rescatarlo. Por el afán que puso en ello, parecía tenerlo en gran estima.
Sin embargo, se le anticipó el recién llegado. Cogió aquel volumen, que había quedado abierto por una de sus páginas. Y se lo mostró a la mujer.
—¡Qué asquerosidad! —exclamó ella.
—Ni los que tiene mi amo son tan indecentes —remachó él.
—Devolvédmelo, por favor —le pidió su propietario muy azorado.
—Yo os conozco de algo.
—Creo que no.
—¿Qué pasaría si llevase esto ante la autoridad? —le respondió el recién llegado sin soltar el libro.
—Os lo ruego… —insistió el hombrecillo.
Su interlocutor no le hizo ningún caso. Antes bien, iba pasando otras páginas para enseñárselas a su acompañante, que cada vez parecía más indignada con lo que allí se mostraba.
Debía de ser muy importante para su propietario. A pesar de su menguada estatura y la desproporción con aquel sujeto, empezó a forcejear con él, tratando de recuperarlo. Tanto empeño puso en ello que lo logró. Pero al arrebatárselo le golpeó en el rostro sin querer. Y entonces pasó algo inesperado: la nariz de su contendiente pareció volar por los aires.
Al principio, no entendió muy bien Céspedes lo sucedido, ni el grito lanzado por la mujer al ver a su cortejo con un hueco en medio de la cara. Semejaba el de una calavera, como si por allí le asomase ya el esqueleto.
Comprendió entonces que era un desnarigado, a quien en una pelea o castigo público le habían rebanado la nariz. Y la sustituía por un postizo, hecho con tal arte que casi parecía la suya natural.
Ahora, aquel sujeto estaba tan furioso que arremetió contra el hombrecillo. Lo estampó contra la pared, como un despojo.
Céspedes no pudo contenerse. Quizá una secuela más de la guerra. Y se interpuso. Debería haber recordado las nefastas consecuencias que le trajeron otras peleas. En aquel momento, después de la advertencia de Alonso del Castillo durante su encuentro en el Alcázar, era la peor temeridad.
El caso es que se oyó a sí mismo diciendo:
—Probad conmigo, si sois tan bravo.
El desnarigado se volvió hacia él, despectivo:
—Tú, ¿de qué casta eres? Con razón dicen que andan por aquí sueltos perros de todas las razas.
No le bastó con ofender de palabra. Había sacado una daga y le apuntaba con ella a la altura de la garganta.
Se apartaron los parroquianos alrededor. Reparó Céspedes en que estaba sin armas y que la de su adversario era filosa, bien amolada.
Le tiró un tajo el desnarigado y el mulato logró esquivarlo.
No podía arriesgarse a muchas más acometidas.
Bordeó la mesa para rehuir la segunda. Vio que, tal y como había calculado, el matón le seguía, fiado en su superioridad.
Se escudriñaban, encendidos con la mucha cólera. Todo valía en aquella pendencia.
Esperó Céspedes hasta tenerlo cuadrado, en el sitio justo. Y cuando le lanzó la tercera cuchillada, no se limitó a soslayarla. Usando de gran violencia, empujó con el pie uno de los taburetes corridos que servían de asiento. Dio el madero contra las espinillas de su adversario, haciéndolo tambalear y soltar la daga.
Se apoderó el mulato de ella, creyendo que el desnarigado se daría por vencido. Fue un fatal error de cálculo. Se le revolvió aquel sujeto, propinándole tan fuerte patada en sus partes que lo arrojó contra el suelo.
Pero no soltó la daga. Venciendo el gran dolor que sentía, se puso en pie de un salto y, esgrimiéndola contra aquel bravucón, lo hizo recular hasta la puerta junto con su acompañante.
Cuando hubo vuelto la calma, el hombrecillo se le acercó para darle las gracias. Fue entonces cuando su defendido advirtió la herida:
—Tenéis sangre a la altura de las ingles, donde os ha pateado ese individuo. Pasad atrás, al almacén, y dejad que os vea.
—Aquí no, por Dios —le rogó Céspedes.
—Calmaos, soy cirujano.
Temía el mulato que viese su sexo al desvestirse.
—Os estáis desangrando, he de taponar esa herida —le insistió el hombrecillo.
—Llevadme a otro lugar. Ese sujeto puede volver con más gente o mejores armas.
—Vivo cerca. Pediré ayuda para llevaros hasta allí. No debéis andar.
El mesonero dio instrucciones a uno de sus hijos para que los acompañara hasta el patio trasero, donde lo tendieron sobre un carretón de manos.
Mientras sus dos samaritanos trotaban por las calles, Céspedes perdió el sentido, que se le fue apagando como lámpara sin aceite.
C
uando volvió en sí se encontró bajo techo. Junto a él estaba el hombrecillo del mesón. Visto más de cerca, se olvidaba uno de su corta estatura para reparar en el rostro: los ojos llenos de perspicacia, empañados por el ya largo vivir. La nariz aguileña, algo torcida; los labios, finos y firmes. Un hombre alerta, escrutador aunque no malicioso. Aún destellaba la curiosidad en su cansado mirar.
—¿Qué tal os encontráis? ¿Os duele? —le preguntó.
Con sus manos huesudas y roídas por los ácidos, ennegrecidas por las destilaciones, señalaba la venda ensangrentada que le cubría las ingles. Debido a la fuerte patada recibida, se le había abierto una herida mal cicatrizada.
—¿Cómo os hicisteis eso?
Al ver que no contestaba su pregunta, aquel hombre lo abordó por otro flanco:
—Parece una herida de guerra. Yo diría que un dardo, de los que usan los moriscos en sus ballestas.
Se quedó perplejo Céspedes. ¿Cómo podía saberlo? En efecto, eran las secuelas de la flecha que le dañara el muslo en el puente de Tablate. ¿Qué pensaría aquel hombre? Inevitablemente, habría reparado en el color de su piel y en las marcas del rostro. Si lo tomaba por moro converso, ¿cómo juzgaría su participación en una guerra contra sus hermanos de casta? Y, más importante: ¿había visto su sexo? ¿Conocía ahora su secreto?