Esclava de nadie (17 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—¿Cómo decís? Yo pienso ir con vos.

—No. Escúchame. Esta misión es muy peligrosa. Tú no manejas bien las armas. He visto tus progresos con la pica, pero no es suficiente. Y aún debes dominar la espada.

—Me he criado en estas sierras.

—Eres demasiado joven e inexperto, mientras que yo he elegido a los más fogueados.

Esa noche, revolviéndose desvelado en el petate, cavilaba Céspedes sobre aquella actitud de Tizón hacia él. Se preguntó qué le habría contado Alonso del Castillo. Ignoraba si era un cambio súbito o una prevención que venía de más atrás, alimentando sus dudas respecto a la conveniencia de haberlo alistado. Si pretendía ser un verdadero soldado, tenía que demostrar ser tan hombre como el que más.

T
ABLATE

J
uan Tizón no pudo ocultar su contrariedad cuando se topó con Céspedes esperando en medio de los bagajes. Estaba la mañana fría y entumecida de nieblas. Y mientras la tropa iba cargando sus mochilas, el alférez le advirtió, severo, al borde de uno de sus temibles accesos de cólera:

—Tú te quedas aquí.

Pero no fue eso lo que hizo. Tan pronto se puso el oficial al frente, empezó a seguirlos hasta entremeterse en la cola del pelotón, cargado con otro macuto que había preparado para sí.

Sólo al cabo de varias leguas reparó el alférez en que se les había sumado. Su reacción fue tan iracunda que estuvo a punto de despeñarlo por un barranco. Pudo sujetarlo a tiempo un sargento, que hizo gestos a Céspedes para que se apartara de la vista hasta que a Tizón se le fuese pasando.

Cuando llegaron a las cercanías del paso de Tablate caía una ligera agua nieve, dificultando la bajada por una cuesta muy súbita, pegada a la falda de la montaña. Se angostaba allí el terreno hasta dar en una sombría garganta, tan honda que ponía espanto. Sólo la salvaba un puente de piedra, cuyo ojo se tendía sobre un torrente precipitado e impetuoso.

Fue al concluir su descenso hasta el barranco cuando descubrieron a los moriscos. Una cuadrilla armada con picos estaba desbaratando la mampostería. Los respaldaba un retén, que no tardó en dar la voz de alarma al verlos bajar.

Los cristianos se hallaban a la vista, en una senda donde apenas podían bandearse de uno en uno. Imposible retroceder. Y en cuanto a avanzar, no lo tendrían fácil por aquel puente, ya maltrecho y sin pretiles.

Era en tales casos cuando se manifestaba la diferencia entre tener al mando a un oficial medroso o a alguien como Juan Tizón, pues los moriscos estaban confiados en que sus enemigos no podrían cruzar y nadie se atrevería a entrar en aquel paso tan estragado.

Con no menos asombro que el resto de sus hombres, Céspedes vio cómo el alférez aparejaba una escopeta ligera que tenía, cargándola de pólvora, aprestándola a punto de fuego. Y con ella en la mano izquierda y una espada en la derecha, bajó hasta el puente internándose en él. Quedaba así sumamente expuesto.

Le siguieron dos soldados animosos: el uno no llegó a entrar en la pasarela, fue alcanzado de un arcabuzazo. El otro sí, con tan mala suerte que al esquivar un dardo de ballesta se desequilibró y cayó dando vueltas por el aire, estrellándose en las paredes del precipicio. Cuando llegó a lo más hondo ya iba hecho pedazos.

Volvió a quedar solo Tizón. Y fuese por su veteranía, o suerte, o la distracción que procuraron a sus enemigos aquellos dos hombres, logró llegar hasta el extremo opuesto. Sin embargo, cuando ya pisaba la tierra firme del lado morisco, dio de bruces contra el suelo. Habían descargado sobre él una nutrida furia de hondas y una pedrada lo tumbó, dejándole el casco muy abollado. Un enemigo señalaba su cuerpo tendido y se disponía a abandonar el parapeto para rematarlo.

En el bando cristiano, comenzó uno de los sargentos a organizar a los arcabuceros, tratando de cubrir al alférez. Pero se le adelantó Céspedes a la desesperada, viendo que iban a acabar con Tizón. Aprovechando una pausa en las descargas del fuego enemigo, se terció un escudo ligero a la espalda, tomó consigo la bandera, empuñándola en la mano izquierda, y con la espada desnuda en la derecha se llegó hasta el puente. Sin dudar ni un instante, se metió por él con toda determinación.

El paso andaba tan descavado y el barranco era tan hondo que al mirar desde arriba se le desvanecía la cabeza. Con grandísimo trabajo y peligro atravesó a la parte enemiga, estribando en las puntas de las piedras que se le desmoronaban bajo los pies. Y lo hizo con tal premura que no acertaron a alcanzarle.

Cuando consiguió llegar hasta el alférez, se les venía encima aquel morisco salido de su parapeto. Los habría acometido de no reparar Céspedes en la escopeta ligera que llevaba Tizón, ya cebada, con la mecha encendida y a punto. Tomándola en sus manos, esperó a que su atacante se acercara lo suficiente. Y disparó cuando lo tuvo a tiro, derribándolo de un balazo.

Antes de que los enemigos reaccionaran pudo arrastrar al alférez detrás de un peñasco, donde quedaron ambos más a salvo.

Comenzaron los cristianos a dar voces de contento al ver el arrojo del bisoño. Otros cinco lograron pasar y cubrirse, no lejos de ellos. Luego, una docena. Después, el grueso de la avanzadilla.

Fueron así trabando una cruda batalla de arcabucería. La humareda de la pólvora era tanta que apenas se divisaban los unos a los otros. Caían muchos soldados de las dos partes. Aunque, a decir verdad, no tenían los moriscos tan buenas armas como los cristianos. Sin embargo, eran muy fuertes con las hondas. Resonaban sus chasquidos como trallazos y las piedras llegaban con tanta furia que una de ellas atravesó aquella rodela que Céspedes tenía embrazada como escudo ligero, quedando atravesada por la mitad una guija del tamaño de un puño.

Fue volviendo el alférez Tizón en su capacidad para ordenar a la tropa. Entendió que los moriscos no ganarían la batalla atrincherados como estaban, sino que se verían obligados a salir al descubierto y medirse con ellos si querían defender el paso. Y así llovía mucha piedra, venablo y bala. Tantos arcabuzazos dieron, cuchilladas y lanzadas, hiriendo y matando, que la contienda anduvo igualada gran rato. Hasta que poco a poco fueron venciendo los cristianos, que ya empezaban a recibir refuerzos.

En aquel entrecruzar de armas no pudo evitar Céspedes sentir un golpe en el muslo, con el súbito brotar de sangre. Y cuando miró allí abajo vio que lo habían herido con una saeta de ballesta.

Trató de arrancársela. Pero Tizón, tras examinar la herida, le previno:

—No hagas tal, muchacho, que a veces estas flechas están envenenadas con hierba matalobos. Si se revuelve con la sangre y llega al corazón ya no tiene remedio, causa de inmediato la muerte. Hay que atajarla antes de que se extienda. Quítate los calzones y déjame hacer a mí.

No sabía Céspedes qué era más grave, si la batalla que los rodeaba, aquella ponzoña o que descubriesen su sexo de mujer al bajarle los calzones. Apenas si tuvo tiempo de encubrir sus partes antes de que Tizón le hiciese un torniquete para prevenir el paso del veneno. Después, le chupó la herida para echarlo afuera. Algo a lo que pocos se atrevían, por bastar cualquier rasguño en la boca para infectar a quien lo intentase.

Luego, y a falta de zumo de membrillo, el mejor antídoto, le puso un emplasto de retama, que haría parecido efecto.

Para entonces ya cargaban los cristianos, haciendo retroceder al enemigo. Ganado el puente, lo repararon los ingenieros de modo que pudiese pasar el ejército del marqués de Mondéjar, cuya vanguardia hizo campo al otro lado, por mantenerlo defendido.

Cuando Céspedes se despertó a la mañana siguiente, halló a Tizón a su cabecera. Y una vez que el médico le hubo confirmado que estaba fuera de peligro, le dijo el alférez:

—¿Ves esta mota con señales de pólvora que tengo en el ojo derecho? No me permite apuntar bien, y por eso dejé de arcabucear. Pero a veces llevo conmigo esta escopeta que le tomé a un turco en Italia. Es digna de un rey. Tira onza y cuarta de bala, es muy precisa y, sin embargo, de gran ligereza para el servicio que hace. Tú mismo lo pudiste comprobar cuando me salvaste la vida. Tuya es.

Mientras convalecía, le enseñó a disparar aguantando el culatazo, a cargarla con rapidez por la boca, baqueteando la pólvora y metiendo bala. También los fogueos del serpentín y mecha. Luego le entregó su bandolera, de la que colgaban los «doce apóstoles», la docena de cartuchos con la proporción justa para un disparo. Finalmente, la bolsa con mechas, eslabón y pedernal para encenderla, el plomo y el molde para fabricar las balas, con el calibre ajustado al cañón.

—Tienes pulso, muchacho, eres templado y afinas como pocos. Creo que has encontrado tu arma.

Y con aquel reconocimiento supo Céspedes que se había ganado el respeto de los compañeros que antes podían maliciarlo.

P
AZ EN LA GUERRA

P
areció quedar expedito el camino a las Alpujarras y al aplastamiento de la sublevación. Todo ello bajo el mando del virrey Mondéjar, salido de Granada, y del marqués de los Vélez, que se le agregó desde Murcia. Pero no tardó en saberse la enemistad que se profesaban ambos generales cristianos. Aquellos hombres a los que de suyo cabía suponer valor, consejo, paciencia de trabajos y otras virtudes se enzarzaron por competencia de jurisdicciones, preeminencia de mandos y altivez en el trato. Así, mientras se deshacían entuertos por un lado, se alentaban por otro. Era como mecha prendida por los dos cabos, muy mala de apagar.

Entretanto, la compañía de Ponce de León en la que militaba Céspedes se internó en aquellas breñas por los lugares que le fueron cayendo en suerte. Y un buen día vino a hacer campamento junto a un arroyo de aguas claras, en espera de las provisiones que comenzaban a faltar. Tizón le propuso ir a pescar aguas arriba por ser aquel terreno seguro, sin enemigos.

Marchaban desprevenidos, entre los álamos y negrillos a medio vestir por la primavera, cuando oyeron el relincho de un caballo. Al mirar hacia el prado de donde venía, vieron pastar a uno de muy buena planta. Buscaron al jinete. Y fueron a encontrarlo bajo un castaño, tan grande que él solo bastara para resguardar media compañía.

Estaba aquel hombre en tal quietud que, visto desde lejos, más parecía estatua o estafermo, o que allí contra el tronco lo hubiesen disecado. Ni siquiera se movió cuando, alarmada por su presencia, una urraca lo sobrevoló y graznó junto al arroyo, galleando la larga cola.

Al aproximarse, les llamaron la atención los rasgos del rostro, impropios de cristiano: la piel, oscura, tirando a cobriza; los labios, gruesos; las narices, muy recias y bien armadas. Rondaría los treinta años. Y seguía sin moverse.

Se acercaron sigilosos. Cuando estuvieron cerca y a cubierto pidió Tizón a Céspedes la escopeta que llevaba terciada. Comenzó el alférez a cebarla procurando no hacer ruido mientras le susurraba:

—Creí que no había moriscos por aquí. Y menos con tan buena montura. Por fuerza se la ha robado a alguno de los nuestros.

Observó el mulato que aquel hombre estaba en quietud por andar enfrascado en la lectura. Y se preguntó: «¿Qué libro es ese que tan olvidado lo tiene del peligro?».

Con esta desazón siguió haciéndose preguntas. Entre ellas, dónde se había encontrado él gente de tales trazas: oscuros de piel pero no moriscos.

Fue a hallar la respuesta al acordarse de Sanlúcar de Barrameda, de la casa de Ana de Albánchez y el palacio de los duques de Medina Sidonia, donde vio indios traídos de América.

—Bajad la escopeta —pidió al alférez—. Ese hombre no es nuestro enemigo.

—¿Qué es entonces?

—Venid y se lo preguntaremos.

No se apercibió de la presencia de ambos hasta que estuvieron junto a él. Interrumpió la lectura para saludarlos en un perfecto castellano. Y a sus preguntas respondió:

—Soy el capitán Garcilaso de la Vega.

Lo miró Tizón de hito en hito, al conocer el alto linaje de aquel apellido. A punto estaba de advertirle que no era momento para bromas cuando su interlocutor, sin duda acostumbrado a aquella reacción o peores, añadió:

—Mi padre fue corregidor en el Perú, y mi madre, una princesa inca.

—Dad las gracias aquí a Céspedes, que yo a punto estuve de dispararos, confundiéndoos con un morisco —se disculpó Tizón.

—En Perú nunca caerían en ese error. Allá bien saben distinguirlos.

—¿Moriscos hay en América? ¿No les está vedado?

—Muchos incumplen esta ley en busca de libertad o fortuna. Sus trazas abundan tanto que en Lima se habla de balconadas, yeserías, guisos, danzas, vestidos y otros primores a la morisca.

—¿Cómo habéis venido a parar aquí? —insistió Tizón sin deponer su desconfianza.

—Es cuento largo.

—Os escuchamos.

No gustó Garcilaso del leve apremio que percibió en las palabras del alférez. Seguramente las habría ignorado de no ser por la cortesía y el genuino interés que creyó advertir en Céspedes. Así, les hizo saber su nacimiento en el Cuzco, la antigua capital del Imperio inca, donde su padre era corregidor. Y cómo, al morir éste y observar el maltrato que daban a su madre, decidió venir a España. Lo hizo para rescatar las posesiones maternas y las mercedes que correspondían a su padre por los servicios prestados a la Corona. Pero nada había conseguido, con lo que hubo de alistarse en los ejércitos que luchaban en Navarra e Italia hasta alcanzar el grado de capitán.

—¿Seguís sin ver reconocidas vuestras peticiones?

—Si os referís a los servicios prestados por mi padre, os diré que los españoles son prontos y diligentes en los hechos de armas que les competen, pero descuidados al asentarlos sobre el papel. Y en cuanto a los bienes de mi madre, no tenían los incas escritura, con lo que sus registros no se mantienen. Por eso ahora voy arrimándome más a las letras y emborrono páginas con las crónicas de los reyes del Perú que gobernaron aquellas tierras antes de que se las arrebataran.

No agradaron a Tizón tales palabras. Se produjo un embarazoso silencio que rompió el alférez para preguntar al capitán:

—¿Es vuestro país tan rico como se dice?

—Una vez, siendo muy niño, en Cuzco, pude escuchar a mi padre hablando al calor del fuego con otro de los veteranos españoles que había participado en la conquista del Perú. Y aún les duraba el asombro. Ellos venían de pueblos hechos de adobe. No podían imaginarse que al doblar un recodo del camino se encontrarían con semejantes muros, tan bien labrados, algunos cubiertos por planchas de oro. Aquello era otro mundo.

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