Esclava de nadie (23 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Miró una y otra vez al cirujano, tratando de adivinar sus pensamientos. Pero nada dejaba traslucir. A la larga, agradeció el mulato que respetara sus silencios.

Cuando volvió a hablar lo hizo para preguntarle:

—¿Dónde vivís?

Céspedes se inhibió con un gesto ambiguo que bien podía significar carencia de casa, lo cual se aproximaba bastante a la verdad, pues no quería regresar al taller ni a su oficio de sastre.

—Deberíais quedaros aquí hasta que estéis curado —se le ofreció el cirujano.

Recibió al principio aquella invitación con desconfianza. Pero no era mala idea. Alonso del Castillo lo había prevenido, advirtiéndole que andaban tras sus pasos. Un aviso más apremiante tras su pelea en el mesón. Mejor mudar aquel oficio de sastre que en los últimos tiempos tantos problemas le había traído. Si alguien lo buscaba, estaría siguiendo ese rastro, con su rosario de pleitos.

Lo reconsideró luego. Y volvió a inquietarse. ¿Qué quería verdaderamente aquel hombre? ¿Quién era? ¿Por qué se interesaba? ¿Quizá porque había visto su sexo?

Supo que se hacía llamar León. Nunca averiguó si se trataba de su verdadero nombre o de uno supuesto. En los meses venideros, incluso llegó a dudar de que fuese exactamente cirujano. Aunque trabajara como tal y conociese muy bien la anatomía, le faltaba habilidad en las manos. Le renqueaban, reumáticas, y sólo parecían despertar de su letargo cuando dibujaba. Por los comentarios que fue haciendo, dedujo Céspedes que era gran aficionado a la pintura italiana. Cuando deslizaba el lápiz por el papel parecía rejuvenecer. Dejaba de tener aquel aire cansino que le daba su arrastrar de pies, el encorvamiento de la espalda, la respiración fatigosa, con un leve silbido cuando la forzaba al subir las escaleras.

No tardó en comprobar el mulato que vivir en su compañía le estaba trayendo un efecto más que benéfico. Convivir con otra persona lo distraía de las amarguras que lo roían por dentro. Y ello, unido a un vino especiado que le recetó para aliviarle el dolor, lo ayudaba a conciliar el sueño.

Tan pronto alcanzó alguna recuperación, trató Céspedes de corresponder a la hospitalidad recibida limpiando en la casa. Aceptó el cirujano, a condición de respetar su gabinete. El pretexto era su deseo de que nadie le enderezara aquel desorden tan familiar para él. Entendió que trataba de preservar su intimidad a toda costa. Vio que tenía un baúl bien candado, un pequeño arcón de viaje, con sólidas cantoneras de chapa reforzándolo. Y observó que en él metía y sacaba papeles o libros, manteniéndolos a buen recaudo.

Trató de esmerarse en la cocina. Preparó un día una comida modesta, cerdo con nabos. Había puesto al fuego una cazuela de barro donde echó tocino hasta hacerlo sudar. Tenía los nabos ya limpios, cortados en dados, para saltearlos. Sazonados con una pizca de pimienta y comino, los iba removiendo para ablandarlos.

Llegó en ese momento el cirujano. Pensó que lo haría con apetito. Y así era. Pero se negó a probar aquello. Se quedó triste Céspedes, preguntándose qué era lo que no le gustaba, si los nabos o el cerdo. O si algo en sus creencias le vedaba aquel plato. El caso es que sólo tomó un par de rebanadas de pan con miel.

Otro día trajo León un ganso, en pago por sus servicios. Apurando los dineros que en ese momento le quedaban, decidió el mulato hacerlo relleno ensayando una de las mejores recetas transmitidas por su madre, que le llevó toda la jornada. Le sacó el hígado, lo saló y maceró en vino con miel. Lo picó después con cebolla, manzana y unas ciruelas secas, pasándolo por la sartén desleído en manteca. Le añadió luego almendras machacadas, miga de pan duro remojada en leche, huevos batidos, canela, azúcar y una copa de aguardiente. Amasó bien la mezcla y rellenó el ganso. Finalmente, lo asó a fuego lento durante cerca de tres horas.

Al sacarlo del horno olía de tal modo que habría resucitado a un muerto. Pero cuando llegó León y le contó la mezcolanza del relleno, se negó a comerlo. Y al ver la desolación de Céspedes, intentó evitar la impresión de que no estimaba sus desvelos, diciéndole:

—Aprecio mucho lo que hacéis, soy yo quien tiene la culpa, no vuestra forma de cocinar.

No le gustaba digerir las agonías de otros animales. Prefería alimentos como los frutos, que en su frescor parecían conservar el palpitar de la savia en los árboles, el terroso aflorar de los minerales, el sol que buscaban desde el empuje de las raíces. Se conformaba con algunas cerezas, guindas, ciruelas, albaricoques o media libra de higos, en tiempo de fruta. O en invierno con algunas pasas, nueces, castañas con miel y unas virutas de queso.

Para no ofenderle, añadió, como si quisiera compensarlo de lo que podría pasar por desprecio:

—Creo que os equivocáis de oficio. Me he fijado en cómo coséis y manejáis la aguja. Con muy buena mano. Podríais ayudarme en mis tareas.

—Pero… —farfulló Céspedes— carezco de estudios.

—Tenéis talentos, que es más importante. Lo que necesitáis es terreno abonado para cultivarlos. Yo os enseñaré a ser un buen cirujano.

Empezó a llevarlo con él al Hospital de Corte, aunque sin dejarle todavía curar, sólo asistirlo en esta tarea.

Junto a León aprendió la importancia de la limpieza, la insistencia a la brigadilla para que baldeara las losas de las salas de enfermos comunes, frotando con vinagre las partes que debían ser desinfectadas, recogiendo la ropa de cama en grandes cestos de mimbre que escaldaban en calderas de agua con sosa.

Y, sobre todo, se familiarizó con el manejo del instrumental quirúrgico: los cauterios, escalpelos, jeringas de cobre, pinzas, espátulas, ungüentos, mordientes para comer la carne en las llagas, polvos para desecar y cicatrizar las heridas, el entablillado de los huesos rotos, el lavado, cosido y vendado de las heridas.

No pasó por alto ninguna destreza de la cirugía: cortar, separando lo unido, como sajar apostemas; soldar, uniendo lo separado, como coser heridas frescas. Quemar, para evitar infecciones. Quitar lo superfluo, las carnes crecidas o grumos de sangre. Extraer lo ajeno, piedras y otros cuerpos malignos.

Fue aprendiendo también la anatomía, distinguiendo los huesos que se juntaban por armonía de los que lo hacían por articulación o comisura. Conociendo los músculos, ligamentos, hebras de los nervios, membranas, cartílagos, venas y arterias.

Al cabo de algunos meses de estar con él había aprendido tanto que parecía haber estado en ello toda la vida. Con tal arte manejaba la lanceta y acometía las sangrías que rara vez marraba la vena al primer ataque. Hasta que León creyó llegado el momento de que lo acompañara hasta la casa de gobierno para que el mayordomo del hospital le fijara un sueldo y ración como ayudante suyo.

Ahora, al recordarlo el reo en la penumbra de su celda toledana, se preguntaba cuál pudo ser el papel desempeñado por el cirujano en lo que vino después. En la larga convivencia que mantuvieron, cerca de tres años, hubo de ser una de las personas que mejor conociera sus secretos.

Y Céspedes, a su vez, quizá llegara a saber demasiado de los de León. No porque él se los dejase entrever, sino porque era inevitable que surgieran al ejercer su oficio. Y así fueron emergiendo residuos de la vida anterior del cirujano, cuando parecía haber confiado más en la gente, rehuyéndola menos. En algunos aspectos le recordaba a don Alonso del Castillo, con aquella trastienda en penumbra. Se preguntaba si no sería así por tratarse de médicos. O quizá por ser ambos melancólicos, poco dados a confidencias. Aunque León llevaba una vida todavía más austera, ajena a cualquier compromiso, sin componendas sociales.

Apenas si mantenía otro contacto con el exterior que no fuera el hospital y una lavandera que había conocido allí, la viuda Isabel Ortiz. Una mujer todavía de buen ver que de tanto en tanto venía a traerle la ropa limpia y llevarse la sucia.

De ese modo se encontró Céspedes con que, a pesar de vivir en casa de León, apenas sabía nada de sus orígenes ni de sus creencias o querencias. Porque otro de sus misterios era que a las veces tomaba el maletín y se echaba a la calle a las horas más intempestivas. A dónde podía ir, o lo que en tales casos hiciese, no lo habría atisbado siquiera de no ser por lo que sucedió una noche.

P
RIMEROS SECRETOS

A
quella desapacible noche de invierno, ya entrada la madrugada, sintió golpes en la puerta. Se levantó a abrir, inquieto.

Acababa de encender la candela y echarse al pasillo cuando vio que alguien bajaba de la alcoba de León. Creyó al principio que se trataba del cirujano, que acudía a abrir. Pero no era él, sino otra persona. Le ganaba en estatura, aunque no acertase a verlo bien por la poca luz. Ni siquiera podía asegurar si era hombre o mujer. Tanta prisa se dio en escapar por una ventana trasera.

Como siguieran llamando a la puerta, fue a abrirla. Y al volver la hoja de madera, procurando que el viento no apagase la llama de la vela, se encontró con un hombre tan angustiado que apenas alcanzaba a articular el nombre del cirujano.

Acudía ya éste a hacerse cargo, indicando al recién llegado que entrase. Negó él con la cabeza, añadiendo:

—Es mi suegra… No hay tiempo, señor… Venid enseguida, os lo ruego.

—Dejad que termine de vestirme y coja mis cosas. E insisto, pasad entretanto, no vayan a veros.

Pidió León a Céspedes que fuese con él hasta su cámara, donde le dijo:

—Tenéis que acompañarme. Os necesito. Pero juradme que os mantendréis en silencio sobre cuanto veáis o escuchéis esta noche.

—Os lo prometo.

—Démonos prisa.

Llegaron hasta una casa de aspecto muy modesto. Pasaron dentro y se encontraron con una mujer que yacía en un camastro, lanzando de tanto en tanto quejidos sordos. Trataba de calmarla una joven pálida, los pómulos muy marcados, los ojos hundidos, mientras sujetaba en brazos a su hijo recién nacido.

—¿Qué le ha pasado a vuestra madre? —le preguntó el cirujano.

La joven se lo fue contando entre sollozos:

—Hace unos días me puse de parto. Nació bien este niño. Pero mi madre vio que yo me desangraba, sin poder cortar aquello. Empezó a gritar pidiendo ayuda. Acudieron las vecinas. Nadie sabía arreglarlo. Y en su desesperación empezó a rezar para detener la hemorragia. Eso fue nuestra perdición.

—¿Por qué?

—Era una oración que le había enseñado a ella mi abuela, y resultó ser judía. Tan pronto paró la sangría, las vecinas denunciaron a mi madre a la Inquisición. La detuvieron. Y ya veis cómo la han dejado.

Al examinarla, observó el cirujano sus miembros descoyuntados.

—Vos sólo teníais secos el brazo y el costado derechos —dijo a la mujer—. ¿Cómo han podido haceros esto?

—Les mostré que estaba mancada —respondió la enferma—. Pero trajeron un médico que se manifestaba con gran autoridad. Le ordenaron que me reconociera. Cuando le preguntaron si el lado izquierdo estaba sano, él declaró que así era. Y decidieron darme tormento ahí.

—¿Qué aspecto tenía el médico? —se interesó León.

Contestó ella primero con vaguedades. Luego, a medida que la iba estrechando a preguntas, pareció que el cirujano reconocía a aquel compañero de profesión.

Se quedó pensativo un largo rato, mientras seguía examinándola.

—¿De qué os acusaron?

—De mantenerme en la fe de mis mayores por rezar esa oración. Sabían que mi familia es de judíos conversos.

—Continuad.

Lentamente, y con gran entereza, fue contando cómo la llevaron a la cámara de tormento, donde la amonestaron para que denunciase a quienes, como ella, practicaban la religión mosaica:

—Diga la acusada cuáles son sus cómplices —le ordenó el inquisidor—. Confiese la verdad o se mandará llamar al verdugo.

—Todo lo tengo dicho en mi declaración. Y nada más sé.

Entró el verdugo. De nuevo la apremiaron:

—Acabe de descargar su conciencia, o se la desnudará.

—Lo declarado es toda la verdad.

Empezaron a quitarle la ropa. Trató ella de impedirlo echándose en el suelo y gritando que pretería que la matasen.

Tras desnudarla y ponerla en el potro, le insistió el inquisidor:

—Diga la verdad, o se le ligará el cuerpo.

—No me acuerdo de más.

Ordenaron al verdugo que el tormento se le diera sólo en el brazo izquierdo, por estar seco el derecho.

—¡Ay, desdichada de mí, una pobre paralítica!

—Diga la verdad, y no se quiera ver en tanto trabajo.

—¡Esperen, por Dios, esperen! Un día, paseando por el Prado con un conocido que vive en la calle de Alcalá, me propuso participar en ceremonias de judíos, pero no se me dijeron nombres.

—Acabe de descargar su conciencia o proseguirá el tormento.

Así lo hicieron.

—Aguárdense, que no me acuerdo. ¡Señores, que me matan, por amor de Dios lo pido!

Dio algunos nombres de observantes de la ley de Moisés que ella sabía que eran conocidos de los inquisidores. Éstos volvieron a la carga:

—Continúe, o se mandará al verdugo que prosiga.

—Cenamos el viernes en la casa del conocido que ya dije, pero no sé si luego ayunaron el sábado como manda su ley. Yo vi entrar con él a otras personas, pero no sé cuáles eran observantes de su fe… ¡Ay, ay, Dios! ¡Misericordia, que no lo sé!

Y así le fueron dando mancuerda. Hasta que le descoyuntaron los miembros.

—Que me estoy muriendo, señores. Si falta alguna cosa, me la lean, que esta pobre paralítica dirá lo que sea. Léanme las acusaciones, que yo las daré todas por ciertas y reconoceré que me he comunicado con todo Madrid.

Le dijeron los nombres de sus supuestos cómplice y ella los fue ratificando.

Cuando hubo concluido, consultaron los inquisidores el relojillo y entendieron ser bastante por el momento, que llegaba la hora de su almuerzo.

Calló la mujer. Tras escuchar su relato, León intentó aliviar sus dolores aun viéndola ya irremediablemente postrada en el lecho de por vida. Peor todavía: supo que la habían descoyuntado por dentro, al convertirla en una delatora de los suyos. Quizá por eso tanto le daba vivir o no, y se atrevía a romper el secreto exigido por la Inquisición a todos sus reos.

Mientras regresaban a casa, guardaba silencio el cirujano. Nunca lo había visto Céspedes tan alterado. Aunque nada dijera, se mordía los labios con rabia contenida. Tal parecía que aquello le hubiera removido sentimientos terribles, o que lo hubieran estado torturando a él.

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