Esclava de nadie (36 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Mientras devolvían a Céspedes a su celda, Ayllón tuvo que reconocer que aquella vez Loaysa había encontrado la brecha.

E
L DILEMA

E
l juicio entraba en su tercera semana cuando el presidente del tribunal mandó al secretario que leyera las citaciones. Como cabía suponer, el doctor Francisco Díaz no había acudido a prestar testimonio. Y se dieron instrucciones para cursar denuncia ante las juntas médicas de Madrid.

Pero aún quedaba el otro testigo.

—Que comparezca ante nos Antonio Mantilla, médico y vecino de Villarrubia —ordenó Loaysa.

Una vez hubo prestado juramento en forma de derecho, comenzó su interrogatorio, sin más dilación:

—¿Conoce el testigo a una mujer, que hasta ahora se ha venido llamando Eleno de Céspedes, tratando de hacerse pasar por hombre? Si es así, diga dónde y cuándo.

—Conozco al dicho Eleno de Céspedes desde hace más de un año. La primera vez que lo vi fue en Madrid, donde yo ejercía en ese momento.

El gobernador se volvió hacia el escribano para indicarle:

—Lea el señor secretario la información librada por el testigo ante el vicario de Madrid, Juan Bautista Neroni, y el notario Francisco de Gámez Ayala, a ocho días del mes de febrero del año próximo pasado de mil quinientos ochenta y seis.

Así lo hizo el escribano, repitiendo aquella declaración de Mantilla en la que se daba por varón a Céspedes tras haberle examinado sus partes. Cuando hubo concluido la lectura, el gobernador ordenó al médico que se acercara al secretario. Y le preguntó:

—¿Reconoce esa firma como suya?

—Así es. Conste que lo hice a petición de Eleno de Céspedes.

—¿Cuánto os pagó por ello?

—Ocho reales.

—¿Estuvo presente algún otro testigo o el notario que firma la declaración?

—Estaba yo solo.

—Acaba de reconocer a la acusada como la misma persona a la que entonces examinó en Madrid. Y le ha visto de nuevo sus partes inferiores, en el patio de esta cárcel. ¿Es así?

—Así es.

—¿Se afirma y ratifica en el testimonio que libró entonces?

—Se trata de la misma persona, aunque al presente con sexo femenino.

—¿Luego la tenéis por mujer?

—Por tal la declaro.

—Y pues esto hacéis ahora, ¿cómo pudo ser que entonces la acreditaseis por varón, con su miembro cumplido y testículos?

Había una enorme expectación en la sala, dado que las preguntas habían ido encaminadas a sugerir que el testimonio de Mantilla se debía al dinero cobrado. Puro soborno, pues ocho reales era una cantidad muy crecida como estipendio. De las dichas preguntas del gobernador se deducían claras amenazas de falso testimonio. Acosado de este modo, el médico estaba ya reconociendo que había hecho una exploración insuficiente. Y sin recabar otros testigos, lo que lo volvía aún más sospechoso.

Bajando la cabeza, el doctor admitió:

—No puedo entender la causa, sino que se trata de alguna ilusión del diablo, y que la dicha Elena debe de ser hechicera.

Sentado entre el público, el párroco Francisco de Ayllón se daba perfecta cuenta de la gravedad de semejante acusación. Antonio Mantilla había cedido a las presiones. Y abría un nuevo y peligrosísimo frente en la línea de flotación de Céspedes: la brujería.

El gobernador pidió silencio, por no haber terminado con el testigo. Antes de concluir, esgrimió un folio:

—Ante mí ha comparecido Diego Mudarra, vecino de Villarrubia, y se ofrece a recibir como preso al doctor Mantilla, quedando fiador del mismo y obligado a devolverlo a esta cárcel de Ocaña siempre que así le fuera demandado por este alcalde mayor o por cualquier otro juez competente, siendo a su cargo las costas que de ello resultaren. Y como fianza dejará mil maravedíes para la hacienda del Rey nuestro señor.

No podía estar más clara la maniobra de Jufre de Loaysa. Había pactado con el doctor Mantilla dejarlo libre de la acusación de perjurio, aceptando un vecino fiador que se hiciera cargo de él. De este modo, quedaba libre para regresar a Villarrubia y seguir ejerciendo. A cambio, conseguía arrinconar a Céspedes. ¿Qué sucedería ahora?

Mientras traían a Céspedes de la celda, el cura párroco de San Juan continuó dándole vueltas a la cabeza. Previsiblemente, todo iba a concentrarse en si el reo tuvo alguna vez sexo de varón. El de mujer no estaba en cuestión. Lo que ofrecía dudas era si antes fue hermafrodita, habiendo perdido al presente el miembro viril. Y para salir bien librado eso debería haber sucedido después de casarse y mantener relaciones con su esposa. Pues de lo contrario habrían matrimoniado dos mujeres. Es decir, que como mínimo incurrirían en sodomía y escarnio de un sacramento.

Pero ¿cómo iba a demostrar Céspedes que fue hermafrodita y tuvo verga?

Enseguida saldrían de dudas. Ya lo traía el alcaide a presencia del tribunal.

Tras recordarle el gobernador que seguía bajo juramento, le preguntó:

—Dice la acusada que su miembro de hombre y los compañones se le cayeron de un cáncer que le dio en sus partes. ¿Cuándo y dónde fue eso y qué cirujanos lo curaron?

—Hará medio año, en Villarrubia, recién venido de Yepes y Aranjuez. Yo mismo me lo curaba.

Entendió Francisco de Ayllón todo el alcance de aquella respuesta. Sabía que, al ser la circuncisión ceremonia de judíos y moros, cuando un cristiano viejo se operaba el miembro solía llamarse a un escribano, para dejar constancia de que no mediaban motivos religiosos, sino de salud. La solidez de la defensa de Céspedes radicaba en que sus conocimientos como cirujano le permitían prescindir de tales testimonios, pudiéndoselo curar él mismo. También le evitaban incurrir en errores o contradicciones. Pero las preguntas seguían avanzando a buen ritmo, y esta vez daba la impresión de que Jufre de Loaysa sabía a dónde se encaminaba.

—¿Cuánto le duró dicha enfermedad y qué pasó?

—Me duró varios meses y se agravó en las dos últimas semanas. En cuanto a mis atributos de varón, me los iba cortando poco a poco.

—¿Por qué no lo hizo constar cuando se le tomó confesión por primera vez, sino que afirmó poseerlos?

—Porque aún los tenía, aunque fuese en mal estado. Y no había perdido la esperanza de conservarlos.

—Y pues dice que ha estado enferma desde hace varios meses y que en las dos últimas semanas se le han caído el miembro y los testículos, ¿cómo no lo declaró a su esposa?

—Me remito a lo que dije en mi primera confesión.

El cura Ayllón recordó que aquélla había sido la principal fisura detectada ante el tribunal. Céspedes no había querido contradecir a María del Caño respecto a las fechas en que dejaron de tener acceso carnal, para no implicarla. Ahora esa grieta se agrandaba tras el testimonio del doctor Mantilla.

El gobernador cambió de tercio para preguntar a Céspedes:

—¿Qué son esas dos señales que tiene la acusada en los carrillos? ¿No son herrajes de esclava?

Se hizo un gran silencio en toda la sala. Céspedes no se precipitó al decir:

—Fue de un carbunco que me dio en la niñez.

Aprovechando aquel silencio, alzó la cabeza para añadir, con voz clara y firme:

—Nunca he sido esclava de nadie.

Le costó a Ayllón entender el objeto de aquellas preguntas, que a primera vista parecían no guardar relación con las anteriores: trataban de reforzar la acusación de hechicería de Mantilla, vinculándola a su condición de esclava morisca, para mejor incluirla en el capítulo de pacto con el diablo. Pero Céspedes se había dado cuenta de la maniobra.

En ese momento, el secretario pasó al gobernador un papel. Jufre de Loaysa lo examinó brevemente y se dirigió a Céspedes en estos términos:

—Entre los presos corre la voz de que la noche después de haber proveído auto este tribunal para que los médicos y matronas viesen a la acusada, se puso rejalgar en sus partes, y así poder decir que el cáncer se le había comido el miembro. Para la averiguación de la verdad se ha procedido al examen de los testigos y dichos presos.

El cura entendió que ahora venía el golpe de gracia. Jufre de Loaysa no habría preparado aquel interrogatorio sin la certeza de que le sería favorable, y que los testigos desmentirían a Céspedes. Nada resultaba más fácil que concertar aquellos testimonios, porque los unos eran de empleados a su cargo en la custodia de la cárcel, y los otros, de presos que, en definitiva, también dependían de su benevolencia.

Pasó primero el alcaide, quien, a preguntas del juez, corroboró su testimonio asegurando:

—Elena de Céspedes estaba en la cárcel buena y sana. Sin embargo, la noche anterior a su examen empezó a dar grandes voces, diciendo que se moría, que se le abrasaban las entrañas.

Otro tanto declararon tres encarcelados más. Y al llegarle el turno a Pedro Abad y preguntarle por aquellos restos de su miembro que Céspedes le encargó buscar entre unos trapos, aseguró:

—Fui al corral y escarbé con un palo hasta sacar un envoltorio, pero no vi que hubiese tajada alguna de carne.

—Que entre la acusada, para el careo con los testigos.

Mientras Céspedes los contradecía, uno por uno, Francisco de Ayllón se dio cuenta de que esta vez todo sería inútil.

Y cuando vio que el reo se acercaba a la mesa y hablaba con el gobernador, entendió lo que estaba pasando.

Se lo confirmó Jufre de Loaysa al dirigirse al secretario para indicarle, sin poder ocultar su satisfacción:

—Lea la instancia a la acusada para que, si está conforme, proceda a firmarla.

Leyó el escribano la que tenía de oficio, preparada ya.

Cuando se la dieron a Céspedes, algo debió suceder, porque se acercó hasta Loaysa y ambos parecieron discutir.

El gobernador se dirigió al secretario y, con gestos destemplados, le señaló algunos pormenores. El secretario tomó de nuevo la pluma y escribió algunos trazos aquí y allá, en el documento, mientras mascullaba por lo bajo lo que tenían todo el aspecto de ser maldiciones.

Volvió a leerla, quedando así la redacción definitiva de aquella instancia:

—«Yo, Eleno de Céspedes, preso en esta cárcel de Ocaña, digo que soy persona muy pobre, y para la defensa de mi causa tengo necesidad de letrado y procurador. Por lo que a vuestra merced suplico me provean de ellos, para que me ayuden como es de justicia. Lo cual pido y suscribo».

Mientras abandonaba su banco, entre el público que salía de la sala de audiencias, Francisco de Ayllón se maravillaba de la sangre fría de Céspedes, quien antes de firmar el papel había hecho cambiar el nombre de Elena que pretendían asignarle por el de Eleno, para mantener este sexo y las razones que le asistían. El gobernador estaba tan seguro de tenerlo en el cepo que había accedido a aquella nimiedad, que seguramente le parecía una mera extravagancia, como todo en aquel caso.

Camino ya de la casa parroquial, no podía menos que admirar el espíritu de aquel hombre, mujer, hermafrodita o lo que fuese.

¿Se había dado cuenta Jufre de Loaysa de las verdaderas razones del acusado para ceder?

Lo dudaba.

El gobernador estaba demasiado preocupado por salirse con la suya y mantener la compostura —y su dentadura postiza— como para esas sutilezas. El reo se había detenido siempre ante la misma valla: no contradecir a su mujer.

Era sin duda consciente de que si se defendía a ultranza a sí mismo inculparía a María del Caño. Bastaba con demostrar que ésta había perdido su virginidad para incurrir en el delito de sodomía con penetración, su variedad más penada. Los dos irían a la hoguera. Por eso se estaba esforzando lo indecible para dejar a su esposa al margen, taponando cualquier resquicio que pusiese en duda la firme convicción de la joven de haberse casado con un varón.

Céspedes se encaminaba hacia su perdición para evitar que dieran tormento a su mujer, como la habían amenazado. Porque entonces difícilmente se libraría María del mismo fin al que él estaba ya condenado.

Francisco de Ayllón se preguntó qué podía hacer él ahora.

Jufre de Loaysa sin duda pretendía seguir atropellando los derechos ajenos, como hizo con el de asilo de su parroquia de San Juan. Entonces, el párroco había oficiado contra el gobernador y su juez, amenazándolos con la excomunión. Sabía que aquellos papeles enviados a Toledo andaban ya en las más altas instancias. A la Iglesia no le gustaba que nadie le mojara la oreja. Y acudía a defender sus privilegios, con uñas y dientes, allí donde peligraban. Había llegado el momento de reforzar aquel agravio con nuevos argumentos.

Cuando giró la llave en la cerradura de su casa, había tomado una determinación.

Subió la escalera y llegó hasta el escritorio. Sacó una resma del papel que allí guardaba, pulcramente alineado, y lo alisó con una pulida piedra de ágata, regalo de su madre cuando sacó el curato y uno de sus escasos lujos.

Cortó el pliego, tomó la pluma, la afiló, abrió el tintero y dispuso la salvadera con arenilla para secar la tinta.

Escribió: «En la villa de Ocaña, a dos de julio de mil quinientos ochenta y siete…».

Tras el encabezamiento, el resto brotó con toda fluidez, en su cuidada caligrafía. Sabía bien el alcance de aquel paso. Y que, una vez dado, sería tan imprevisible como peligroso, pues escaparía del todo a su voluntad. Era algo irreversible e irrevocable. No cabría dar marcha atrás ni ejercer influencia alguna sobre la marcha del proceso. Ya no podría retirar su demanda, ni otorgar el perdón, ni mitigar la sentencia, ni elegir los testimonios, ni retardar o acelerar el procedimiento. No sería al acusador a quien se había ofendido, sino a Dios. Y sólo Él determinaría lo que pasara de allí en adelante.

Cuando hubo terminado, espolvoreó la carta con arenilla, esperó a que la tinta estuviera enjuta y la limpió. Dobló el pliego, arrimó la candela, derritió la varilla de lacre rojo y lo selló. Al apagar la vela, mientras el humo del pabilo ascendía, azuleando, contra la dorada luz de la tarde que se colaba entre los vidrios emplomados de su gabinete, sonrió, mientras se rascaba el mentón. Ahora, todo era cuestión de esperar.

D
E LA SARTÉN AL FUEGO

E
l calor era sofocante. La sala de audiencias de la cárcel de Ocaña estaba a rebosar.

—Por poco no cabemos —dijo un forastero a Francisco de Ayllón.

—Es la curiosidad malsana —le contestó el párroco de San Juan—. No todos los días el fiscal se dispone a leer la acusación contra alguien que dice tener dos sexos.

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