Había habido alguna discusión al respecto. Unos eran partidarios de hacer estallar las dos cargas por separado. Otros, de explotarlas juntas para que la una no cegara y estorbase el cebadero de la otra, al estar tan próximas. Proponían que las dos mechas fueran quemando a la par, de modo que llegara la lumbre a los hornillos al mismo tiempo. Y esto fue lo que prevaleció.
Se prendieron ambas, pues. Avanzó el fuego humeando, haciendo sudar el alquitrán de las cuerdas, que siseaban y se retorcían como víboras.
La espera se fue trocando en decepción al ver que las mechas llevaban quemando un cuarto de hora largo y ninguna explosión se dejaba sentir. Empezó a cundir el desánimo.
Ya se oían cuchicheos cuando de pronto sonó un gran estrépito en las entrañas del monte. Tembló su parte superior con ímpetu terrible, volando piedras, casas y cuanto se hallaba encima. Con tal estruendo, se pensó que las dos minas habían salido parejas. Pero luego se supo que la de la mano izquierda se había quemado antes que la derecha, por ir ésta un poco torcida.
Conforme se fue despejando el humo pudo apreciarse todo el daño hecho a los cercados. Aumentó el griterío en el campo cristiano al ver derrumbarse cerca de catorce brazas de la odiada muralla. Algunos moriscos aparecieron en lo alto, echados de pechos sobre los restos de la fortificación, para calibrar los perjuicios.
Cuando ya se habían olvidado de ella, explotó la otra mina, tan poderosa y terrible que pilló de improviso a unos y a otros. Se estremeció el cerro entero, como perro que se sacude el agua de los lomos. Y le siguió un ruido sordo, opaco, propio de terremoto, pareciendo que toda la montaña saltaría por los aires.
Esta vez no osaron rebullir los moros, temiendo que aún no eran acabadas de salir todas las cargas de pólvora. Ni los centinelas se atrevieron a aguardar en lo alto, porque llovía sobre ellos tanto escombro que no tenían donde guarecerse.
Alzados el polvo y la humareda, no sólo se apreciaban desperfectos en el poblado y la fortificación, sino también en la piedra tajada, de manera que formaba un escarpe capaz de dar entrada larga a gran número de gente.
Tuvieron que contener los oficiales la impaciencia de la tropa hasta que los reconocedores examinaron los mejores portillos para acometer. Tras ello, se dio una batería de fuego artillero, advirtiendo don Juan de Austria a los capitanes para que arremetieran tan pronto cesase, sin dar tiempo al enemigo a reponerse.
Céspedes se encontraba en la primera vanguardia, su escopeta provista con mucha bala. Y se lanzó al ataque en cuanto los alféreces fueron mostrando los lugares de asalto con las banderas desplegadas.
Al traspasar la muralla, le impresionó lo que fue viendo. Algunos moriscos vagaban desorientados, cubiertos de polvo los cabellos y las cejas, saliendo de entre los escombros como si les pesase toda la casa venida encima. Otros, heridos, se arrastraban dejando un reguero de sangre.
Pero algunos ya reaccionaban, corriendo a tapar los portillos con colchones, piedras, maderos u otros reparos. Y entendió Céspedes que el interior de la población aún encerraría muchos peligros. Pues estaban las calles trabadas con defensas y traveses en los que con facilidad podía dejarse la vida.
Llegaban los asaltantes cristianos muy furos y determinados, entablando una dura pelea de escopetazos y picas, hasta venir a las espadas y al cuerpo a cuerpo. Aumentaban el tumulto, clamoreo y grita, el estruendo de la arcabucería, el sonido de las armas, las quejas y exclamaciones de dolor. La humareda de los disparos era espesa en extremo y andaba muy mezclada con el polvo. Tanto que, heridos por el sol de la mañana y difuminados los perfiles de los combatientes, no se veían los unos a los otros.
Céspedes trataba de orientarse en aquel confuso tropel de acometidas. El aire estaba segado por lanzas, espadas o flechas que silbaban alrededor, y cargado de balas que granizaban en todas direcciones. Iba esquivando aquel desplome de muros, cenizas y pavesas mientras trataba de evitar el tropiezo con los muertos semihundidos en la tierra que, al mezclarse con la sangre, se convertía en un lodo rojizo.
Intentaba adivinar dónde podría hallarse el alférez Tizón. No iba a resultar fácil. Había que internarse en aquel laberinto para ganárselo a los fieros moros calle a calle. Llovía desde arriba todo lo imaginable. Los enemigos, viéndose abocados a la muerte, tomaban piedras, macetas, muebles o maderos gruesos y, encaramados sobre los tejados o sus ruinas, hacían gran daño a los cristianos.
Céspedes aún alcanzó a oír la orden de don Juan de Austria:
—Asolad las casas, derribad los muros, allanad las torres y defensas. Que su sangre riegue el suelo y empape la tierra. No perdonéis a nadie de la espada, sin distinción de sexo ni de edad. Que la muerte llegue a todas partes. Éste es el día en que no ha de quedar ningún moro con vida.
Todavía resonaban estas palabras a sus espaldas cuando, desesperado por no encontrar a Tizón, decidió probar suerte en uno de los lugares aún no asegurados. Un edificio pegado a la fortaleza por donde entendió que podría acceder a ella y a su cárcel.
El estrago era tal que la sangre bajaba por un canalillo como agua de arroyo. Los escombros del techo ardían, derrumbados y esparcidos. Cuando logró abrirse paso, asistió a algo que le perseguiría de por vida.
El cuerpo martirizado de Juan Tizón, sujeto al potro, revelaba una tortura interminable. Tenía las uñas arrancadas, tanto las de las manos como las de los pies. Los pelos de la barba, pelados uno a uno. Todo el cuerpo quemado. Le faltaba la nariz, cercenada y clavada en la frente. Finalmente, le habían sacado los ojos y obligado a comérselos, porque uno de ellos aún asomaba por la boca, si así podía llamarse aquella masa informe de carne chamuscada. Pues le habían hecho tragar un gran golpe de pólvora antes de prenderle fuego, abrasándolo también por dentro.
Lo que entonces le sucedió a Céspedes se entremezclaría ya con las brumas de sus peores pesadillas. Se había postrado junto a los restos del cuerpo de Tizón. Le brotaban las lágrimas, arrasadoras y amargas, bañándole el rostro, reprochándose no haber sido capaz de evitar a su alférez tan trágico final, cuando lo oyó.
No acertaba a identificar el sonido. Creyó al principio que era su propio llanto. O imaginaciones surgidas de su interior y sus temores más íntimos. De sus recuerdos, pues en algo evocaba aquel lugar el episodio de la mina que le sucediera en Amaina.
Empezó a entenderlo mejor cuando se dio cuenta de que allí estaba la fuente o manadero que permitía a La Galera el suministro de agua.
Se alzó entonces, empuñó la espada con determinación y, espantándose las lágrimas, tomó una tea, encendiéndola en las pavesas del techo derrumbado por tierra.
Al bajar la escalera que conducía al sótano, cesó el sonido. Sólo se oía ahora un silencio inquietante, roto por los goteos que indicaban la proximidad del manantial.
Cuando dejó atrás el último peldaño, pudo escucharlo de nuevo. Y le pareció, más claramente, el llanto de un niño.
Avanzó por una galería, quemando las telarañas que se replegaban con un crepitar azulado. Y a medida que se internaba era como si algo sacudiera su interior. Como si se reabriese la cicatriz que le conducía hasta su madre, cuando ésta fue a rescatarla a ella —a aquella pequeña mulata que aún no se llamaba Elena— hasta el pasadizo de la mina en Alhama.
Con estos pensamientos no le resultaba fácil orientarse. Gracias al llanto del niño pudo llegar hasta una rotonda abovedada donde se abría un pozo.
Se sobresaltó a la vista de lo que allí había.
Una familia de moriscos, agazapada, rezaba para sobrevivir. Excepto la mujer, que estaba de pie, asomada al brocal, y al verle se apartó, tratando de unirse al grupo formado por un hombre y dos muchachos. Por el aspecto, el verdugo y sus hijos.
Con las manos todavía manchadas por la sangre de Tizón, Céspedes pareció volverse loco de ira. Con una furia infernal comenzó a lanzar mandobles, arrollando a los tres varones que iban hacia él. Apenas si pudieron reaccionar ante aquel huracán de destrucción, cayendo uno tras otro.
Se abalanzaba ya sobre la madre cuando sintió que arreciaban los lloros del niño, sin entender de dónde venían. Se produjo entonces en él un colapso de sentimientos encontrados, pues, de algún modo que no acertaba a explicarse, aquel llanto se entremezcló con el suyo propio en la mina de Alhama. Y también con el de su hijo Cristóbal.
No estaba preparado para aquello. No podía más.
Se detuvo, con la espada en alto. Imposible apartar los oídos del llanto del niño ni los ojos de la madre, que antes atendía al brocal que a evitar su propia muerte. Comprendió así que aquella mujer lo había escondido allí para que sobreviviera cuando incendiasen el castillo. Aquel pozo sería para él como una segunda matriz protectora.
Le conmovió que, en medio del odio, de la sangre, la destrucción y las llamas que la cercaban, la morisca hubiera tenido la suficiente fe en la vida como para poner a su hijo a salvo.
Dando la vuelta, regresó sobre sus pasos, subió la escalera y salió al exterior de la fortaleza. La luz rojiza de un sol exhausto anegaba las ruinas de lo que fue La Galera. Las calles estaban tan llenas de muertos que apenas se podía caminar. Y el propio Céspedes se movía entre ellos no muy seguro de seguir perteneciendo al mundo de los vivos.
N
o fue el mismo desde aquello. No peleaba igual. Aumentaron sus problemas. Se extendieron los rumores sobre su falta de hombría. Mucho tuvo que bregar con su propia conciencia para no desertar. Y en ese debatirse se le fueron tantos ánimos como en el resto de la guerra.
Coincidió este decaimiento con el fin de la campaña. Cuando se dieron rigurosas órdenes de imposibilitar la vida a los moriscos. Se les perseguía por todo el reino. Arriba y abajo de la Alpujarra, los soldados corrían la tierra talando y quemando las cosechas.
Para entonces, el enemigo andaba ya reducido a extrema miseria. Sólo los más pertinaces seguían en la lucha huyendo de cueva en cueva, donde apenas estaban un rato de la noche sin osar la espera del alba. Hasta que ya no tuvieron sierra ni barranco seguros.
Don Juan de Austria proclamó un bando prometiendo el indulto para todos los varones de quince años arriba y cincuenta abajo que fueran a rendirse llevando consigo una escopeta o ballesta con sus aderezos. Les aseguraba que no podrían ser cautivados. Quienes rechazasen aquella medida de gracia serían ejecutados sin misericordia alguna.
Se levantó controversia sobre la suerte de los moriscos presos, hombres, mujeres y niños. Unos querían esclavizarlos. Otros se oponían, por ser la mayor parte de ellos cristianos bautizados. Dudaba Su Majestad y mandó evacuar consulta. Se plegaron los teólogos a la voluntad real con admirable flexibilidad, concluyendo que si habían dado vivas a Mahoma, mahometanos eran, pudiendo ser sometidos a cautividad. Aunque no se debía hacer tal con los menores de diez años, sino darlos en adopción para doctrinarlos en la fe católica.
Tales medidas fueron cayendo sobre los menguados ánimos de Céspedes como el vinagre y la sal esparcidos por la herida. Bien conocía la suerte que les esperaba. Con sus propios ojos vio marcar a fuego a niños menores de diez años para venderlos como esclavos. Muchos de ellos ni siquiera pertenecían a pueblos o familias de moriscos rebeldes, sino a los que se habían mantenido pacíficos e incluso ayudado a salvar vidas cristianas con gran riesgo de las suyas.
Pero todavía le aguardaba lo peor cuando su escuadra de arcabuceros fue destinada a la ciudad de Granada, para reforzar la ejecución de los destierros.
Le costó reconocer muchos de los lugares donde parara en su estancia anterior, cinco años atrás. Iba recorriendo las calles y por todas partes advertía los estragos de la guerra. Buscó en la plaza de Bibarrambla hasta dar con el cañero Ibrahim.
Le impresionó su aspecto. Estaba muy envejecido, flaco y desencajado. Pensó Céspedes que otro tanto le sucedía a él, tan cambiado que el cañero ni siquiera hizo amago de reconocerlo. Hasta entender que a Ibrahim se le iba a menudo la cabeza y sólo a ráfagas acertaba a articular algunas esquirlas de su antigua lucidez.
No fue fácil vencer sus reparos, por ir Céspedes vestido de soldado. Cuando le hubo dado algo de comer y poco a poco fue ganándose su confianza, le explicó el cañero que a él no lo iban a deportar, porque pensaban mantener en sus puestos a quienes desempeñaban oficios vitales como el suyo.
Conocía aquellas disposiciones. Algunas damas bien relacionadas habían tratado de retener a sus sastres moriscos en aplicación de este capítulo. Pero se les había hecho ver que ahora iba en serio y no se andarían con contemplaciones. Sin embargo —paradojas de aquellos desenfrenos—, permitieron quedarse a otro morisco que había sido matarife y carnicero, al que ofrecieron el puesto de verdugo porque degollaba muy bien e iba a ser necesario en los tiempos que se avecinaban. Otros hombres libres, en su desesperación, intentaban no ser expulsados de sus ciudades ofreciéndose a algún cristiano como cautivo, pues en ese caso quedaban excluidos del destierro, para no lesionar la propiedad de sus católicos dueños.
Sentado junto al cañero, vio pasar a antiguos vecinos que no eran nadie, simples tuercebotas, y ahora iban seguidos de varias personas que les pertenecían.
En uno de sus raptos de lucidez, le explicó Ibrahim que sólo en la ciudad de Granada se habían vendido más de diez mil moriscos. Con todo aquel mercadeo de carne humana y la abundancia de los traídos de la guerra, habían decaído mucho los precios.
—Si antes un esclavo andaba por los cien ducados, ahora apenas pasa de los cuarenta. Todos los compran, ya sean mesoneros, arrieros, labradores, albañiles…
Acertó a pasar un hombre rollizo que a Céspedes le sonaba vagamente. Y el cañero le dijo:
—Mirad a ése, un vendedor de carbón de tres al cuarto. Pues ahí lo tenéis, con sus dos esclavas.
Se lamentaba Ibrahim de cómo muchos moriscos habían sido vendidos a sus antiguos convecinos. Ahora debían recorrer sometidos a ellos las calles donde antes se movieron como gentes libres. Y bajaban la vista para no morir de vergüenza al pasar frente a la casa donde siempre vivieron a su albedrío ellos y sus mayores.
—Yo tenía un amigo en Vélez Málaga que se llamaba Gazul Belvís —le siguió contando Ibrahim—. Era el único morisco no expulsado; por sus achaques y edad no podía moverse.