Tampoco el lugar era seguro. De nuevo vinieron a cruzarse en su vida los bandoleros moriscos, aquellos malditos monfíes. Y en esta ocasión, para peor. Cuando los oyó mentar en Alhama, apenas sabía qué cosa fueran. Ahora, se habían convertido en omnipresentes.
Cada vez andaban más sueltos y mejor armados. Habían comenzado a cabalgar las tierras con banderas tendidas, matando y robando a los cristianos. Era tarea ardua sorprenderlos, siendo tan buenos jinetes que los sacaban de niños de las cunas para montarlos sobre los caballos de carne y hueso, sin entretenerlos en los de juguete. Así, apenas corría semana sin que se descubrieran en los campos sus víctimas.
Ante el clamoreo que se estaba levantando, el presidente de la Audiencia, Pedro de Deza, mandó que los cuadrilleros y milicias guardaran los caminos con mayor celo.
Había habido en los alrededores varios ataques de aquellos bandidos. Y estaba su amo obsesionado con todo morisco que por allí pasase, no fuera cómplice y les dijese a quien asaltar. Desconfiaba en especial de los arrieros y carreteros, los cuales, por su oficio, gozaban de gran libertad de movimientos, muy al tanto de cuanto sucedía. Y el temor de este hombre aumentó con el de su mujer, a quien contaban las de otras alquerías vecinas los secuestros de niños cristianos para pasarlos en secreto a África y criarlos como musulmanes.
Sucedió, pues, que vinieron a rondar por allí unos colmeneros moriscos, comerciantes en cera y miel, que andaban moviendo sus panales por ser la época en que tal se acostumbra, ya que cuando han libado las abejas todo el romero o plantas que tienen a mano se las llevan a otro lugar no trasquilado.
Andaba el amo en otro campo; araba Céspedes en solitario. Y como aquellos moriscos le preguntasen por una vaguada y lo vieran de color moreno, con herrajes en la cara, lo tomaron por uno de los suyos.
Le pidieron permiso para beber agua del pozo, que él les dio, como uso propio de gente civil y hospitalaria. Descansaron y le correspondieron ofreciéndole algún refrigerio, a la sombra de una encina. Y en el hablar que se tiene en tales casos se lamentaron los caminantes del triste efecto que estaban teniendo las medidas dictadas contra los moriscos. Debido a aquellas opresiones, muchos que hasta entonces se mantenían pacíficos, cultivando los campos, se estaban dando a los montes y haciéndose monfíes.
No era la primera vez que Céspedes oía aquello. Pero nada dijo por prudencia, sospechando que lo tanteaban.
Y, pues calló, entendieron que otorgaba. Prosiguieron ellos, comentando el descontento ante aquellas medidas difundidas por la Real Audiencia y Chancillería de Granada. Censuraron que se les impidiese usar la lengua arábiga o los vestidos moros, obligando a sus mujeres a andar con las caras descubiertas. Y que se les prohibiese armar zambras o bailes junto con sus fiestas, bodas u otras costumbres.
Se había acercado entretanto el amo por un cerro, sin ser sentido de ellos. Desde allí vio a Céspedes hablando con los forasteros. Y cuando se hubieron marchado, vino hasta él y le regañó por haberles mostrado tanta confianza.
Levantaron ambos las voces. Tuvieron palabras ásperas. Decidieron romper su acuerdo.
Marchó Céspedes dejando tras de sí tan ruin amo. Y a no mucho tardar se encontró con un hombre que cuidaba un rebaño. Era de aspecto rústico, vestía un sayo largo y basto, desnuda la pierna, el pie calzado con abarcas de cuero de vaca. Dijo llamarse Francisco López. Y, a sus preguntas, le ofreció trabajo:
—Necesito un zagal que me pastoree las cabras mientras yo me ocupo de mis cerdos. Conmigo te irá bien si no gruñes, que ternera mansa mama de su madre y de la ajena.
Anduvo primero en su compañía, para que se hiciera con uno de los rebaños. Y enseguida vio Céspedes que aquel hombre era poco de fiar. Supo que lo llamaban Batahola, por ser muy vocinglero. En verdad que no callaba, aporreándolo a impertinencias con aquella su voz carretil, aturdiéndolo con refranes y decires que a él mismo hacían mucha gracia, pero poca a quien los escuchaba, por la escasa sal que tenía en la mollera aquel majadero. Era muy desaseado y frecuentado de piojos, que le corrían tan gordos y lustrosos que bien podría salarlos y venderlos abiertos en canal, como hacía con sus gorrinos.
A pesar de todo, quizá habría aguantado más con él si a las dos semanas las cosas no se hubiesen enturbiado.
Como era casi inevitable cuando ya pastoreaba solo, en su trotar por el monte siguiendo el correteo del rebaño volvió a tropezarse con aquellos moriscos colmeneros que antes viera y que por allí andaban asentando sus panales.
Lo supo Batahola, quien, como luego conoció Céspedes, ya había sido prevenido contra él por el labrador. Entró ahora el pastor en fuertes aprensiones, creyendo que andaba en tratos con aquellas gentes. Supuso, como su vecino, que con el pretexto de mover las colmenas los forasteros sopesaban a la gente, tomaban nota de las mejores rutas, levantaban planes para la rebelión que se avecinaba.
Así pasó aquello. Que estando Céspedes en su cabaña, bien desprevenido, cayeron sobre él los cuadrilleros de la Santa Hermandad. Y lo llevaron preso, acusándolo de ser un monfí, adelantado y espía de sus compañeros, los bandidos que se escondían en los montes vecinos.
S
u segunda cárcel, la de Arcos de la Frontera, era más familiar que la de Jerez. Casi hogareña. Mucho contribuía a ello el desentendimiento del alcaide. También, las escasas prestaciones y desvelos del capellán, más atento a su primera fuente de ingresos, la iglesia de Santa María, de la que era párroco. Por ello, no pocos de los auxilios materiales y espirituales eran cubiertos por un tal Carreño, conocido entre los cautivos como El Sacristán.
Tenía él montado a estos efectos un altarcillo presidido por la imagen de la Virgen, con dos candelabros de barro y velas de buena cera, que las de sebo no quería allí ni verlas. Creyó al principio Céspedes que no lo hacía por devoción sino por el limosneo, del que pasaba algunos reales al cura para tenerlo callado. Pero él se defendía y justificaba a sus parroquianos presos diciendo:
—Ellos conocen a Dios a su manera.
Llegaron algunos misioneros de los que iban recorriendo las cárceles, quienes solían concluir sus prédicas con una confesión general. Trató de evitarla El Sacristán, según su costumbre. Pero se le plantó uno de los curas bisoños, quien hizo ver al alcaide el mal ejemplo que aquello suponía en quien rentaba un altarcillo. Hubo de aceptar Carreño de muy mala gana, advirtiéndole:
—Hace tantos años que no me confieso que ya ni me acuerdo de cómo va esto. Ha sido mucho el llover de frailes que me vienen afligiendo. Pero yo, hecho un Lutero.
—Dejadme que os ayude —porfió el animoso sacerdote.
Y así, en pública declaración, se puso de rodillas El Sacristán y comenzó diciendo:
—Habéis de saber que yo, en mi vida anterior, era militar, y llegué a capitán. Aunque me degradaron por algunas muertes que hice.
—Pues ¿cómo fue eso? —se sorprendió el cura.
—Nada —respondió el otro, encogiéndose de hombros—, que en una emboscada de poca monta, entre yo y algunos matamos a ocho.
El misionero lo interrumpió, escandalizado:
—¡Jesús! ¿Y todos murieron?
Allí terminó el sacramento. Porque el penitenciado se levantó ofendidísimo, esbozando el gesto de darle un guantazo al confesor y diciendo:
—Comenzaba yo por lo más menudo y ya se me espanta. Pues sepa que partidas hubo con más de cincuenta muertos, que por eso empezaba mi confesión con una de sólo ocho. Y un curilla como vos, que apenas ha salido de Castilleja de la Cuesta, no es para confesar a hombre de mis arrestos, que ha corrido medio mundo.
Hubo grandes risas entre la concurrencia, y se marchó el misionero muy corrido.
Pero a aquellas alturas Céspedes ya llevaba trasegadas las suficientes leguas como para tomar la medida a quienes se iba tropezando. Y buscó trabar conversación con Carreño. Pues una idea se había empezado a abrir paso en su cabeza.
—¿Es cierto que habéis sido capitán?
—Tan cierto como todo lo demás que oísteis.
—¿Y qué hace aquí un hombre de vuestra calidad?
—Sería largo de contar.
Algo le sonsacó ese día. Poco a poco fue entendiendo Céspedes que su devoción no era ni mucho menos insincera. Que respondía a una promesa para purgar sus innumerables delitos. Quizá otros los considerasen hazañas, pero a aquel hombre lo habían llevado hasta el desarreglo más absoluto.
Así vino a deducirlo un día en que Carreño le hacía confidencias a media voz. Hasta rematar, con un suspiro:
—Ojalá nunca lleguéis a saber los destrozos que la milicia pone en las almas.
No es que eso lo volviera más de fiar, pues seguía siendo un redomado bribón. Y aún tardaría Céspedes en comprender estas y otras consideraciones. Cabalmente, no las entendería hasta que él mismo se viera en aquel brete de La Galera.
Quiso dejar para más adelante otras averiguaciones sobre la vida militar, que aquel hombre, con toda evidencia, conocía muy bien.
Sin embargo, no hubo lugar a ello, porque esa misma semana vino el alcaide de la cárcel, de súbito, y le dijo:
—Céspedes, tienes visita.
Se quedó muy sorprendido. No acertaba a saber quién podría ser.
Entró un hombre ya mayor, de razonable vestir, con una ropa de mezcla no muy traída.
El recién llegado miró bien al prisionero mientras el alcaide le arrimaba un candil al rostro.
—¿Conocéis a este hombre? —le preguntó.
—Sí. Pero no es hombre, sino mujer.
—¿Cómo decís?
—Se llama Elena de Céspedes y es natural de Alhama, como yo mismo.
Reparó entonces la mulata en que se trataba de Gaspar de Belmar, el administrador del estanco del tabaco, de quien había sido sirviente en Alhama.
—¿Estáis seguro? —insistió el alcaide.
—Tanto que he de hablar ahora mismo con el corregidor. —Y dirigiéndose a Elena, añadió—: No te preocupes, te sacaré de aquí.
Cumplió su palabra. Lo primero que le preguntó Céspedes, inquieto, fue cómo había sabido que se encontraba en aquella cárcel.
—Paré en el mesón de la plaza y, comiendo con el corregidor, vino a pasar el alcaide. Se sentó con nosotros. Hablamos. Supo que soy de Alhama y me hizo saber que tenía preso a un mozo de ese pueblo. Le pregunté el nombre. Me contestó que se llamaba Céspedes. Quise verlo. Y así di contigo.
Le explicó luego los términos en que se produciría su liberación:
—Habrás de vestir de mujer. Y para evitar cualquier sombra de duda sobre tu condición de monfí, morisca o musulmana, quedarás a cargo del capellán, sirviéndole en su parroquia de Santa María. Yo te he recomendado, encareciéndole lo bien que lo hiciste en mi casa.
Así fue como de nuevo se vio de criada. No sólo del cura, sino también de su hermana soltera, que cuidaba al párroco.
Al principio, no la recibió en casa con buen semblante. Sintió invadidos sus dominios. Era una mujer entrada en carnes y sofoquinas, gran cocinera, artífice de unas conservas que, según se las alababa su hermano el cura, no conocían rival por aquellos contornos. Muy estricta ella, algo tenía su habitación de celda, o de aquellos cuadros flamencos colgados en la iglesia: ordenada, austera, limpia como una patena. La cama, estrecha; la ventana, escueta, animada por el fogonazo rojo de un geranio.
Tardó en saber Elena que en el cajón secreto de un bargueño guardaba un anillo que quiso ser de compromiso. Junto a él, un madrigal y una carta de despedida para las Indias que le había partido el corazón. Y allí había quedado varada, a merced de las murmuraciones, marcada para siempre por aquel viejo amor.
Vestía camisas altas y severas que sólo remangaba para las tareas de la cocina, donde se afanaba entre quesos, pepinillos y escabeches. Toda la vida de aquella mujer se devanaba en un ir y venir a primera hora de la mañana a preparar la iglesia. Nunca quiso que la relevase en aquella ardua tarea. Se la imponía a sí misma para que al entrar las primeras beatas, sorteando al mendigo apostado en las escaleras del pórtico, lo encontraran todo inmaculado. Aunque eso significaba que ella había trotado antes con sus pasos menudos sobre las bayetas, fregando y puliendo las baldosas, manoteando los brazos regordetes, resoplando con su nariz chata para sacudir las alfombras, alisar los manteles del altar, despabilar los cirios, abrillantar los candelabros y renovar las flores de los jarrones.
Cuidaba, además, de toda la casa parroquial. Se levantaba a media noche en camisón si oía cualquier ruido. Y mientras su hermano el cura roncaba a pierna suelta, ella, pálida como una aparición, hacía la guardia con una candela. Fue así como se la encontró una noche, en una escalera. Y tras el susto que se llevó la buena mujer, Elena la tomó por el brazo para calmarla:
—Estáis temblando…
Cuando se le abrazó, entre el estremecimiento y el alivio, adivinó toda la voluptuosidad contenida que anidaba en aquellas carnes que olían bien, a membrillo y pan recién horneado. Y que ahora palpitaban con una calentura inextinguible, la de las noches insomnes que ahuyentan el sueño y despiertan rescoldos hace tiempos olvidados.
Lo que siguió fue para no contarlo, que ruborizaría a la mismísima Ana de Albánchez, tan poco dada a sonrojarse.
Creyó que era aquello el coletazo final a tantos trasiegos como le estaba procurando su estancia en unas tierras que, no por casualidad, solían llevar en sus poblaciones el apellido «de la Frontera»: Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera y tantos otros lugares así nombrados por haber pasado por ellos la raya entre moros y cristianos. Ahora, a lo que parecía, le tocaba a Céspedes trocar su condición según de qué lado anduviera: aquí en hábitos de mujer, allí de varón y acullá vuelta a las faldas, según iba el destino disponiendo las cosas.
T
enía el cura otra hermana que no vivía con él, pues estaba casada. Y pronto vino a por su ración. A esas alturas iba ya entendiendo Elena los dudosos privilegios de asistir a aquel extraño juego desde la ambigüedad o tierra de nadie que la amparaba, o en la que se debatía, o la suponían. Desde semejante atalaya hubo de desarrollar un instinto muy afinado para percibir el deseo ajeno. Sobre todo en su variedad femenina, por ser ellas de suyo más noveleras, hechas a primicias y alteraciones, a ardores tan subrepticios que en un instante podían pasar de la contención a un arrasador desenfreno.