En el campo de las relaciones entre la matemática y el mundo físico había hecho su aparición un nuevo aspecto sensacional. Durante muchos siglos, la interpretación de la matemática como una forma de ver el cosmos se había ampliado de forma continua y espectacular. La matematización de las ciencias por parte de Gali-leo, Descartes, Newton, los Bernoulli, Pascal, Lagrange, Quetelet y otros se consideraba una prueba sólida del diseño matemático subyacente de la naturaleza. Claramente, se podía argumentar que, si la matemática no era el lenguaje del cosmos, ¿por qué funcionaba tan bien para explicarlo, desde las leyes básicas de la naturaleza a las características humanas?
Es cierto que los matemáticos se daban cuenta de que la matemática trataba sólo con formas platónicas más bien abstractas, pero estas formas se consideraban como idealizaciones razonables de los objetos físicos reales. De hecho, la sensación de que el libro de la naturaleza estaba escrito en el lenguaje de la matemática estaba tan arraigada que muchos matemáticos rechazaban de plano la posibilidad de que los conceptos y las estructuras matemáticas no estuviesen directamente relacionadas con el mundo físico. Era el caso, por ejemplo, del pintoresco Gerolamo Cardano (1501-1576). Cardano era un matemático de talento, un médico de renombre y un jugador compulsivo. En 1545 publicó uno de los libros más influyentes de la historia del álgebra: el
Ars Magna.
En este exhaustivo tratado, Cardano investigaba en gran detalle las soluciones de las ecuaciones algebraicas, desde la simple ecuación cuadrática (en la que la incógnita aparece elevada al cuadrado,
x
2
)
hasta innovadoras soluciones de las ecuaciones cúbicas (con la incógnita elevada al cubo, x
3
) y cuál ticas (elevada a la cuarta potencia,
X
4
).
Sin embargo, en la matemática clásica, las cantidades se solían interpretar como elementos geométricos. Por ejemplo, el valor de la incógnita
x
se identificaba con un segmento de recta de esa misma longitud, la segunda potencia, x
2
, era un área y la tercera,
x
3
, era un sólido con el volumen correspondiente. Así, en el primer capítulo del
Ars Magna,
Cardano explica:
[185]
Finalizamos nuestra detallada consideración con la cúbica, mencionando otras de paso, aunque sea de modo general. Porque, así como
positio
[la primera potencia] se refiere a una línea,
quadra-tum
[el cuadrado] a una superficie y
cubum
[el cubo] a un cuerpo sólido, sería insensato por nuestra parte ir más allá. La naturaleza no lo permite. Entonces, como se verá, todas las cuestiones hasta el cúbico incluso están perfectamente demostradas, pero en el caso de las otras que añadiremos, sea por necesidad o por curiosidad, nos limitaremos simplemente a formularlas.
En otras palabras, Cardano razona que, puesto que nuestros sentidos perciben el mundo físico sólo con tres dimensiones, sería una tontería que los matemáticos se preocupasen por un número superior de dimensiones o con ecuaciones de un grado mayor.
El matemático inglés John Wallis (1616-1703), de cuya obra
Arithmetica Infinitorum
aprendió Newton métodos de análisis, expresaba una opinión similar. En otro importante libro,
Tratado de álgebra,
[186]
Wallis declaraba: «La Naturaleza, en propiedad del lenguaje, no admite más de
tres
dimensiones (locales)». Y a continuación entraba en detalles:
Una línea trazada sobre una línea hará un Plano o Superficie; ésta, trazada en una línea, hará un sólido. Pero, si este sólido se pudiese trazar sobre una línea, o este plano sobre un plano, ¿qué generaría? ¿Un planiplano? Eso es un monstruo de la Naturaleza, y no más posible que una Quimera [un monstruo de la mitología griega que exhalaba fuego, mezcla de serpiente, león y cabra] o un Centauro [otro ser mitológico griego con el torso de un hombre y el cuerpo y patas de un caballo]. Porque la Longitud, la Anchura y el Grosor ocupan ya todo el espacio, y nuestra Fantasía no es capaz de imaginar cómo podría existir una Cuarta Dimensión Local más allá de estas Tres.
De nuevo, la lógica de Wallis era perfectamente clara: no tenía sentido siquiera imaginar una geometría que no describiese el espacio real.
Las opiniones, sin embargo, empezaron a cambiar.
[187]
Los matemáticos del siglo XVIII fueron los primeros en considerar el tiempo como una posible cuarta dimensión. En un artículo titulado «Dimensión»,
[188]
publicado en 1754, el físico Jean D'Alembert (1717-1783) escribía:
Decía antes que es imposible concebir más de tres dimensiones. Un hombre de diversos talentos, conocido mío, sostiene que la duración se puede contemplar como una cuarta dimensión, y que el producto del tiempo y la solidez es, en cierto modo, un producto de cuatro dimensiones. Es posible estar en desacuerdo con esta idea, pero a mí me parece que su mérito va más allá de la simple novedad.
El gran matemático Joseph Lagrange iba un paso más allá; en 1797 afirmaba:
[189]
Puesto que una posición en el espacio depende de tres coordenadas rectangulares, en los problemas de mecánica estas coordenadas se conciben como funciones de t [tiempo]. Así, podemos contemplar la mecánica como una geometría de cuatro dimensiones, y el análisis mecánico como una extensión del análisis geométrico.
Estas audaces ideas abrieron la puerta a una extensión de la matemática que, hasta ese momento, se había tomado como inconcebible: geometrías de cualquier número de dimensiones, sin tener en cuenta su relación con el espacio físico.
Kant podía equivocarse al creer que nuestros sentidos de la percepción espacial siguen exclusivamente patrones euclidianos, pero no cabe duda de que nuestra percepción sólo funciona de forma natural e intuitiva en tres o menos dimensiones. Podemos imaginar con relativa facilidad el aspecto de nuestro mundo tridimensional en el universo de sombras de dos dimensiones de Platón, pero pasar de las tres hacia un número mayor de dimensiones requiere realmente la imaginación de un matemático.
El trabajo más innovador sobre el tratamiento de la
geometría n-dimensional
—geometría en un número de dimensiones arbitrario— se lo debemos en parte a Hermann Gunther Grassmann (1809-1877). Grassmann, que tenía once hermanos y que fue padre de once hijos, era un maestro de escuela sin formación matemática universitaria.
[190]
Durante su vida fue más reconocido por su trabajo en lingüística (en particular por sus estudios sobre el sánscrito y el gótico) que por sus logros matemáticos. Uno de sus biógrafos escribió: «Al parecer, es el destino de Grassmann que lo redescubran de vez en cuando, y cada vez es como si hubiese sido prácticamente olvidado desde su muerte». Ysin embargo, Grassmann fue responsable de la creación de una ciencia abstracta de «espacios», en la cual la geometría habitual no era más que un caso especial. Grassmann publicó sus pioneras ideas (que dieron origen a una rama de la matemática denominada álgebra lineal) en 1844, en un libro al que se suele llamar
Ausdehnungsle-hre
(que significa
Teoría de la extensión,
el título completo es:
Teoría de extensión lineal: una nueva rama de la matemático).
En el prólogo de su libro, Grassmann escribía: «… la geometría no puede en modo alguno verse … como una rama de la matemática; la geometría está relacionada con algo que ya existe en la naturaleza, a saber, el espacio. También me di cuenta de que debe de haber una rama de la matemática que, de un modo puramente abstracto, genere leyes similares a las de la geometría».
Este punto de vista sobre la naturaleza de la matemática era radicalmente novedoso. Para Grassmann, la geometría tradicional —herencia de los antiguos griegos— trata del espacio físico, así que no se puede considerar una verdadera rama de la matemática abstracta. Según él, la matemática es un constructo más bien abstracto del cerebro humano, que no tiene por qué tener aplicación alguna en el mundo real.
Es fascinante seguir el hilo aparentemente trivial de las ideas de Grassmann hasta llegar a su teoría del álgebra geométrica.
[191]
Empezó por la fórmula simple AB + BC = AC, que aparece en cualquier libro de geometría al hablar de la longitud de segmentos (véase figura 46a).
Pero Grassmann notó algo interesante. Descubrió que la fórmula sigue siendo válida
independientemente
del orden de los puntos A, B, C, mientras no se interprete AB, BC, etc. como simples longitudes, sino que las asigne también una «dirección», de modo que BA = -AB.
Por ejemplo, si C se halla entre A y B (como en la figura 46b), entonces AB = AC + CB, pero como CB = -BC, hallamos que AB = AC - BC, y volvemos a la fórmula original AB + BC = AC con sólo sumar BC en ambos lados.
Esto ya era interesante de por sí, pero la extensión de Grassmann aún reservaba más sorpresas. Obsérvese que, si hablamos de álgebra y no de geometría, una expresión como AB suele denotar el producto A x B. En tal caso, la sugerencia de Grassmann según la cual BA = -AB viola una de las leyes sacrosantas de la aritmética: dos cantidades multiplicadas entre sí producen el mismo resultado independientemente del orden de las cantidades. Grassmann se enfrentó de lleno a esta perturbadora posibilidad e inventó un álgebra nueva y coherente (denominada álgebra exterior) que permitía diversos procesos de multiplicación y, al mismo tiempo, podía manejar la geometría en cualquier número de dimensiones.
En la década de 1860, la geometría n-dimensional se extendía como una mancha de aceite.
[192]
No sólo estaba la conferencia fundamental de Riemann, que había establecido como área esencial de investigación los espacios de cualquier curvatura y de un número arbitrario de dimensiones, sino que otros matemáticos, como Arthur Cayley y James Sylvester en Inglaterra y Ludwig Schläfli en Suiza, ampliaban ese campo con sus propias contribuciones. Los matemáticos empezaron a sentirse liberados de las restricciones que durante siglos habían ligado la matemática únicamente a los conceptos de espacio y número. A lo largo de la historia, esas ataduras se habían tomado tan en serio que, incluso en pleno siglo XVIII, el prolífico matemático suizo Leonhard Euler (1707-1783) expresaba así su punto de vista: «En general, la matemática es la ciencia de la cantidad, o la ciencia que investiga las formas de medir la cantidad». Los vientos del cambio no empezaron a soplar hasta el siglo XIX.
En primer lugar, la introducción de los espacios geométricos abstractos y la noción de infinito (tanto en geometría como en la teoría de conjuntos) habían emborronado el significado de «cantidad» y de «medida» hasta el punto de que ya no eran reconocibles. En segundo lugar, el creciente número de estudios sobre abstracciones matemáticas contribuyeron a alejar aún más esta disciplina de la realidad física y, simultáneamente, insuflaron vida y «existencia» en las propias abstracciones.
Georg Cantor (1845-1918), el creador de la
teoría de conjuntos,
describía el nuevo espíritu de libertad de la matemática en la siguiente «declaración de independencia»:
[193]
«La matemática es, en su desarrollo, completamente libre, y su único límite es la cuestión evidente por sí misma de que sus conceptos deben ser coherentes entre sí y poseer relaciones exactas, ordenadas por definiciones, con los conceptos presentados con anterioridad y ya establecidos». A lo que el algebrista Richard Dedekind (1831-1916) añadiría, seis años después:
[194]
«Considero que el concepto de número es totalmente independiente de las nociones o intuiciones de espacio y tiempo … Los números son creaciones libres de la mente humana». Es decir, tanto Cantor como Dedekind veían la matemática como una investigación abstracta y conceptual, restringida únicamente por el requisito de coherencia, sin obligación alguna hacia el hecho de calcular ni hacia la condición de ser el lenguaje de la realidad física. Cantor lo resumía con estas palabras: «…la
esencia de la matemática
radica por completo en su
libertad».
A finales del siglo XIX, casi todos los matemáticos aceptaban la visión de Cantor y Dedekind acerca de la libertad de la matemática. El objetivo de la matemática cambió de la investigación de las verdades de la naturaleza a la construcción de estructuras abstractas —sistemas de axiomas— y la búsqueda de las consecuencias lógicas de tales axiomas. Uno podría imaginar que de este modo se liquidaba la cuestión eterna de si la matemática era descubierta o inventada. Si la matemática no era más que un juego, por muy complejo que fuese, con reglas arbitrarias inventadas, no tenía sentido creer en la realidad de los conceptos matemáticos, ¿verdad?
Pues, por sorprendente que parezca, este alejamiento de la realidad física llevó a algunos matemáticos a opinar exactamente lo contrario. En lugar de concluir que la matemática era una invención humana, regresaron a la noción platónica original de la matemática como mundo de verdades independientes, cuya existencia era tan real como la del universo físico. Estos «neoplatóni-cos» calificaban los intentos de relacionar la matemática con la física como escarceos con la matemática
aplicada,
en oposición a la matemática
pura,
que se suponía indiferente a cualquier elemento físico. Así lo expresaba el matemático francés Charles Hermite (1822-1901) en una carta dirigida al matemático holandés Tho-mas Joannes Stieltjes (1856-1894) el 13 de mayo de 1894:
[195]