Más allá de la Luna, Galileo empezó a observar los
planetas
(un nombre que los griegos habían dado a los cuerpos «errantes» del cielo nocturno). Dirigió su telescopio hacia Júpiter el 7 de enero de 1610 y se asombró al descubrir tres nuevas estrellas alineadas en una dirección que cruzaba el planeta, dos al este y una al oeste. La posición aparente de las nuevas estrellas pareció cambiar con respecto al planeta durante las noches siguientes. El 13 de enero, Galileo observó una cuarta estrella como éstas. Pasada una semana de su primer descubrimiento, Galileo llegó a una extraordinaria conclusión: las nuevas estrellas eran en realidad
satélites
que orbitaban en torno a Júpiter, de igual modo que la luna orbitaba alrededor de la Tierra.
Una de las características que distingue a las personas que han causado una conmoción significativa en la historia de la ciencia es su capacidad para captar de inmediato qué descubrimientos iban a marcar la diferencia. Otro rasgo de muchos de los científicos más influyentes es su habilidad para hacer que otras personas entendieran su descubrimiento. Galileo dominaba con autoridad estos dos aspectos. Preocupado por la posibilidad de que otra persona descubriese también los satélites jovianos, Galileo publicó enseguida sus resultados; en la primavera de 1610 apareció en Venecia su tratado
Sidereus Nuncius.
Mostrando gran astucia política, Galileo dedicó el libro al Gran Duque de Toscana, Cósimo II de Médicis, y dio a los satélites el nombre de «estrellas mediceanas».
Dos años más tarde, después de lo que él denominó su «trabajo atlántico», Galileo pudo determinar los períodos orbitales —el tiempo que cada uno de los cuatro satélites tardaba en dar la vuelta a Júpiter— con una precisión de pocos minutos.
El mensajero sideral se
convirtió en un
best seller
al instante —las 500 copias originales se vendieron como churros— y Galileo se hizo famoso en todo el continente.
La importancia del descubrimiento de los satélites de Júpiter es fundamental.
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No sólo se trataba de los primeros cuerpos celestes que se sumaban al sistema solar desde las observaciones de los antiguos griegos, sino que la mera existencia de estos satélites acababa de un solo golpe con una de las más serias objeciones a la doctrina de Copérnico. Los aristotélicos sostenían que era imposible que la Tierra orbitase alrededor del Sol, ya que la Luna giraba alrededor de la propia Tierra. ¿Cómo iba a tener el universo dos centros de rotación independientes? El descubrimiento de Galileo demostraba de forma inequívoca que un planeta podía tener satélites orbitando a su alrededor al tiempo que seguía su propia trayectoria alrededor del Sol.
Otro importante descubrimiento efectuado por Galileo en 1610 fueron las fases del planeta Venus. En la doctrina geocéntrica, se suponía que Venus se movía en un pequeño círculo (un
epiciclo)
superpuesto a su órbita alrededor de la Tierra. Se suponía que el centro del epiciclo se hallaba siempre en la línea que unía la Tierra y el Sol (figura 17a; el dibujo no está a escala).
En ese caso, al observarlo desde la Tierra, se espera que Venus aparezca siempre en una fase creciente de anchura ligeramente variable. En cambio, en el sistema copernicano, el aspecto de Venus debería cambiar, desde un pequeño disco brillante cuando el planeta está al otro lado del Sol (respecto de la Tierra) a un disco de gran tamaño y prácticamente oscuro cuando se halla en el mismo lado que la Tierra (figura 17b). Entre estas dos posiciones, Venus debería pasar por una serie completa de fases similares a las de la Luna. Galileo intercambió correspondencia con su antiguo alumno Benedetto Castelli (1578-1643) sobre esta importante diferencia entre las predicciones de ambas doctrinas, y efectuó las observaciones decisivas entre octubre y diciembre de 1610. El veredicto fue obvio. Las observaciones confirmaban de modo concluyente la predicción copernicana, demostrando que, efectivamente, Venus gira alrededor del Sol. El 11 de diciembre, un travieso Galileo envió a Kepler el siguiente críptico anagrama:
Haec immatura a me
iam frustra leguntur oy
(«Estas cosas son leídas por mí en vano, prematuramente, o.y.»).
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Kepler intentó sin éxito descifrar el mensaje oculto, pero acabó dándose por vencido.
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En su siguiente carta, del 1 de enero de 1611, Galileo transpuso las letras del anagrama, que decía:
Cynthiae figuras aemulatur mater amorum
(«la madre del amor [Venus] emula las figuras de Diana [la Luna]»).
Todos los descubrimientos descritos hasta ahora tenían que ver con
planetas
del sistema solar —cuerpos celestes que giraban alrededor del Sol y reflejaban su luz— o
satélites
que giraban alrededor de estos planetas. Galileo efectuó también dos descubrimientos fundamentales relacionados con
estrellas
—cuerpos celestes que generan su propia luz, como el Sol—. En primer lugar, realizó observaciones del propio Sol. En la visión del mundo aristotélica, se suponía que el Sol simbolizaba la perfección y la inmutabilidad ultraterrenas. No es difícil imaginar el shock que produjo saber que la superficie del Sol no tiene nada de perfecta, sino que contiene manchas, zonas oscuras, que aparecen y desaparecen a medida que el Sol rota sobre su propio eje. En la figura 18 se muestran dibujos de las manchas solares realizados por el propio Galileo, sobre los que su colega Federico Cesi (1585-1630) señaló que «deleitan tanto por la maravilla del espectáculo que muestran como por su precisión». En realidad, Galileo no fue el primero que vio las manchas solares, ni siquiera el primero que escribió sobre ellas. Un folleto en particular,
Tres cartas sobre manchas solares,
escrito por el sacerdote jesuita y científico Christopher Scheiner (1573-1650) enojó de tal modo a Galileo que éste se sintió obligado a publicar una pormenorizada respuesta. Scheiner argüía que era imposible que las manchas estuviesen sobre la propia superficie del Sol.
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Para ello se basaba en parte en que las manchas eran, en su opinión, demasiado frías (pensaba que eran más oscuras que las zonas oscuras de la Luna) y en parte en el hecho de que no siempre parecían regresar a las mismas posiciones. En consecuencia, Scheiner creía que se trataba de pequeños planetas que orbitaban alrededor del Sol. En su
Historia y demostraciones en torno a las manchas solares,
Galileo destrozó sistemáticamente y uno por uno los argumentos de Scheiner. Con una meticulosidad, ingenio y sarcasmo que hubiesen hecho que Oscar Wilde se pusiese en pie para aplaudir, Galileo mostró que las manchas no eran, en realidad, oscuras, sino que sólo lo eran en relación al brillo de la superficie solar. Asimismo, el trabajo de Galileo no dejaba lugar a dudas: las manchas estaban sobre la misma superficie del Sol (más adelante en el capítulo volveré a tratar sobre cómo demostró Galileo este hecho).
Las observaciones que Galileo hizo de otras estrellas fueron realmente la primera incursión del ser humano más allá del sistema solar. A diferencia del caso de la Luna y los planetas, Galileo descubrió que el telescopio apenas ampliaba las imágenes de las estrellas. La implicación era evidente: las estrellas estaban mucho más alejadas que los planetas. Esto representaba un dato sorprendente, pero lo que fue una verdadera revelación fue el colosal
número
de nuevas y tenues estrellas reveladas por el telescopio. Sólo en una zona pequeña próxima a la constelación de Orion, Galileo descubrió no menos de 500 nuevas estrellas. Sin embargo, cuando Galileo volvió su telescopio a la Vía Láctea —la débil faja de luz que cruza el cielo nocturno— le esperaba la mayor de las sorpresas. Aquel salpicón de luz de aspecto uniforme se convirtió en un sinnúmero de estrellas que ningún humano había visto antes. De improviso, el universo se había hecho mucho mayor. En el algo desapasionado lenguaje científico, Galileo escribió:
Lo que observamos en tercer lugar es la naturaleza de la materia de la propia Vía Láctea que, con la ayuda del catalejo, puede observarse con tal claridad que todas las discusiones que han desconcertado a los filósofos durante generaciones quedan destruidas por una certeza visible que nos libera de argumentos mundanos. Porque la Galaxia no es más que la reunión de innumerables estrellas distribuidas en cúmulos. En cualquier región a la que se dirija el catalejo se ofrecen de inmediato a la vista un inmenso número de estrellas. De éstas, muchas parecen ser de gran tamaño y harto conspicuas, pero la multitud de pequeñas estrellas es realmente inconmensurable.
Algunos de los contemporáneos de Galileo reaccionaron con entusiasmo. Sus descubrimientos inflamaron la imaginación de científicos y profanos en toda Europa. El poeta escocés Thomas Seggett escribía, enardecido:
Colón dio al hombre nuevas tierras que conquistar por la sangre, Galileo, nuevos mundos nocivos para nadie. ¿Qué es mejor?
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Sir Henry Wotton, un diplomático inglés destinado a Venecia, logró hacerse con una copia del
Sidereus Nuncius
el mismo día de su publicación, e inmediatamente lo envió al rey Jaime I de Inglaterra con una nota que decía, entre otras cosas:
Envío a Su Majestad la noticia más singular (creo que el nombre le hace justicia) que haya recibido nunca desde este rincón del mundo; se trata del libro adjunto (aparecido en el día de hoy) del profesor de Matemáticas de Padua quien, con la ayuda de un instrumento óptico … ha descubierto cuatro nuevos planetas que giran alrededor de la esfera de Júpiter, además de otras muchas estrellas fijas antes desconocidas.
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Se podrían escribir volúmenes enteros (y de hecho, se han escrito) sobre los logros de Galileo, pero esto va más allá del ámbito del presente libro. Aquí sólo pretendo examinar el efecto de algunas de estas sorprendentes revelaciones sobre la visión que Galileo tenía del universo. En particular, sobre la relación percibida por éste entre la matemática y el vasto cosmos que había desvelado.
El filósofo de la ciencia Alexandre Koyré (1892-1964) señaló en cierta ocasión que la revolución del pensamiento científico provocada por Galileo se podía resumir en un elemento esencial:
el descubrimiento de que la matemática es la gramática de la ciencia.
Mientras que los aristotélicos estaban satisfechos con su descripción cualitativa de la naturaleza, e incluso para ella apelaban a la autoridad de Aristóteles, Galileo sostenía que los científicos debían estar atentos a la propia naturaleza, y que las claves para descifrar el lenguaje del universo eran las relaciones matemáticas y los modelos geométricos. El marcado contraste entre ambos puntos de vista se ponía de manifiesto en los escritos de los miembros más destacados de ambas tendencias. El aristotélico Giorgio Coresio escribe: «Podemos, pues, concluir que aquel que no quiera moverse en las tinieblas deberá consultar a Aristóteles, el más excélente intérprete de la naturaleza».
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A lo que otro aristotélico, el filósofo de Pisa Vincenzo di Grazia, agrega:
Antes de tomar en consideración las demostraciones de Galileo, parece necesario demostrar cuan lejos se hallan de la realidad aquellos que pretenden probar los hechos de la naturaleza mediante razonamiento matemático, entre los cuales, si no me equivoco, se encuentra Galileo. Todas las ciencias y artes tienen sus propios principios y sus propias causas, mediante los cuales demuestran las propiedades especiales de los objetos que les son propios.
En consecuencia, no está permitido utilizar los principios de una ciencia para demostrar las propiedades de otra.
Así, quienquiera que piense que puede demostrar las propiedades naturales mediante argumentos matemáticos no es más que un demente, pues ambas ciencias son muy distintas. El científico natural estudia los objetos naturales cuyo estado natural y adecuado es el movimiento, mientras que el matemático se abstrae de todo movimiento. (La cursiva es mía.)
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El concepto de compartimentos herméticos en las diversas ramas de la ciencia era precisamente el tipo de idea que sacaba a Galileo de sus casillas. En el borrador de su tratado sobre hidrostática,
Diálogo sobre los cuerpos flotantes,
presentaba la matemática como una poderosa herramienta que permite desvelar los secretos de la naturaleza: