Entrevista con el vampiro (47 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Abrí los ojos mientras estudiaba a ese vampiro jorobado y tembloroso cuyo abundante cabello rubio caía cubriéndole el rostro. Me puse a limpiar el polvo del vidrio de la ventana, lo que me confirmaría en mis sospechas.

—¡Todos me abandonáis! —dijo con una voz chillona y débil.

—¡No nos puedes mantener contigo! —dijo secamente el rígido vampiro joven; tenía las piernas cruzadas, y los brazos también sobre su pecho delgado, y miraba con desdén la habitación vacía y polvorienta—. Oh, calla —dijo al bebé, que dejó escapar un grito—. ¡Basta, basta!

—La leña, la leña —dijo febrilmente el vampiro rubio y, cuando le hizo una señal al otro para que le acercara un leño, vi clara, indudablemente, el perfil de Lestat, esa piel suave ahora desprovista de la más leve huella de sus antiguas cicatrices.

—Si solamente salieras de aquí —dijo, enfadado, el otro, tirando un leño al fuego—. Si cazaras algo que no fueran estos animales miserables... —y miró alrededor con asco; vi entonces, en las sombras, los pequeños cuerpos peludos de varios gatos, echados en el polvo; algo realmente sorprendente, porque un vampiro no puede soportar estar cerca de sus víctimas muertas, del mismo modo en que cualquier mamífero no puede estar en un lugar donde ha dejado sus despojos—. ¿Sabes acaso que es verano? —preguntó el joven; Lestat simplemente se fregó las manos; terminó el llanto del niño—. Ocúpate de éste; tómalo para que se te vaya el frío.

—¡Podrías haberme traído otra cosa! —dijo amargamente Lestat. Y, cuando miró al niño, vi sus ojos entornados contra la luz opaca de la lámpara. Sentí una emoción de reconocimiento en esos ojos, incluso en la expresión, debajo de la sombra del amplio rizo de sus cabellos rubios. ¡Y, sin embargo, tener que oír esa voz quebrada y lastimera, tener que ver esa espalda temblorosa y jorobada! Casi sin pensarlo, golpeé fuerte en el vidrio. De inmediato, el vampiro joven adoptó una expresión dura y cruel, pero yo simplemente le hice un gesto para que abriera la puerta. Y Lestat, aferrado en su bata hasta el cuello, se levantó de su silla.

—¡Es Louis! ¡Louis! —dijo—. Déjale entrar. —E hizo unas gesticulaciones frenéticas, como un inválido, para que el joven "enfermero" lo obedeciera.

Tan pronto como se abrió la puerta, olí el hedor de la habitación y sentí el calor abrumador. Los movimientos de los insectos sobre los animales podridos asquearon mis sentidos, de modo que retrocedí contra mi voluntad, pese a los gestos de Lestat para que me acercara. Allí, en el rincón más lejano, estaba el ataúd donde dormía; vi la laca descascarada de la madera, medio cubierta de periódicos amarillos. Había huesos en todos los rincones, casi vacíos salvo por pedazos de cuero y piel. Lestat me estrechó las manos con las suyas resecas, atrayéndome hacia él y hacia el calor. Pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas; y, únicamente cuando estiró la boca en una extraña sonrisa de felicidad desesperada cercana al dolor, pude ver leves huellas de las antiguas cicatrices. ¡Qué confuso y feo era este hombre inmortal de rostro pulido y brillante que se agachaba y hablaba tontamente, y chillaba como una vieja acartonada!

—Sí, Lestat —dije en voz baja—, he venido a verte.

Le empujé las manos con suavidad, lentamente, y me acerqué al bebé que ahora lloraba desesperadamente, tanto de miedo como de hambre. Tan pronto como lo levanté y le solté la manta, se tranquilizó un poco, y luego lo acaricié y lo mecí. Lestat me susurraba ahora con palabras rápidas, medio articuladas, que no podía comprender; las lágrimas le corrían por las mejillas y el vampiro joven en la ventana abierta tenía una expresión de disgusto en la cara y una mano en el picaporte de la puerta, como si se dispusiera a abrirla en cualquier instante.

—Entonces, tú eres Louis —dijo el joven vampiro. Esto pareció aumentar la inexpresable excitación de Lestat, y se limpió, frenético, las lágrimas con el borde de la bata.

Una mosca se posó en la frente del bebé e, involuntariamente, abrí la boca cuando la apreté con dos dedos y la tiré muerta al suelo. El crío dejó de llorar. Me miraba con ojos extraordinarios azules, y una sonrisa que creció más luminosa que una llamarada. Jamás he matado algo tan tierno, tan inocente, y tomé conciencia de ello cuándo tenía a ese niño en mis brazos, con una extraña sensación de pesar, más fuerte que la que me había abrumado en la rué Royale. Y, meciendo suavemente al niño, agarré la silla del vampiro joven y tomé asiento.

—No trates de hablar... Está bien —dije a Lestat, que se dejó caer en su silla y estiró las manos para agarrarse de las solapas de mi chaqueta con ambas manos.

—Pero estoy tan contento de verte —tartamudeó entre sus lágrimas—. He soñado con tu llegada... llegada —dijo. Y entonces hizo una mueca, como si sintiera un dolor que no podía identificar, y una vez más apareció en sus facciones el mapa fino de sus cicatrices. Miró para otra parte y se llevó una mano al oído, como si quisiera defenderse de algún ruido terrible.

—Yo no... —empezó a decir, y entonces sacudió la cabeza; se le nublaron los ojos cuando los abrió tratando de enfocarme con ellos—. No quise que lo hicieran, Louis... Se lo dije a Santiago... Ése, ¿sabes?, no me dijo lo que pensaba hacer.

—Ya ha pasado, Lestat —dije.

—Sí, sí —sacudió violentamente la cabeza—. El pasado. Ella jamás tendría que... ¿Por qué, Louis? Tú sabes... —Sacudió la cabeza: su voz parecía ganar volumen, ganar un poco de resonancia con el esfuerzo—. Ella jamás tendría que haber sido una de nosotros, Louis —y se golpeó el pecho con el puño—. Solamente nosotros.

"Ella." Me pareció entonces que jamás había existido. Que había sido un sueño ilógico y fantástico que me era demasiado precioso y personal como para confiarlo a alguien. Y eso había desaparecido hacía tiempo. Lo miré. Lo observé. Y traté de pensar: "Sí, nosotros tres juntos".

—No me temas, Lestat —dije, como hablando conmigo mismo—. No vengo a hacerte daño.

—Has vuelto a mí, Louis —susurró con ese tono fino y chillón—. Has vuelto de regreso a mi casa, Louis, ¿verdad? —Y se mordió el labio y me miró desesperado.

—No, Lestat. —Sacudí la cabeza. Se puso frenético un instante, volvió a empezar un gesto, y, finalmente, se quedó sentado con las dos manos sobre la cara en un paroxismo de tristeza. El otro vampiro, que me estudiaba fríamente, me preguntó:

—¿Has vuelto para quedarte con él?

—No, por cierto que no —contesté. Y él hizo una mueca como si eso fuera lo que esperaba: que todo recaería nuevamente en él, y salió al porche. Pude oír que se quedaba allí, a la espera.

—Sólo quería verte, Lestat —dije. Pero Lestat no pareció oírme. Algo le distrajo. Y miró con los ojos muy abiertos. Entonces yo también oí. Era una sirena. Y, a medida que se acercaba, cerró los ojos y se cubrió las orejas. Y se acercó más y más por la calle.

—¡Lestat! —exclamé por encima del llanto del bebé, que ahora resonó con el mismo miedo terrible a la sirena; pero el dolor de Lestat me destrozó; tenía los labios estirados en una mueca horrible de dolor—. ¡Lestat, sólo se trata de una sirena! —le dije estúpidamente. Entonces avanzó hacia mí y me agarró y me abrazó, y, pese a mí mismo, lo tomé de la mano. Se agachó, apretando la cabeza contra mi pecho y apretándome tanto la mano que me dolió. El cuarto estaba lleno de la luz roja del vehículo que hacía sonar la sirena, y luego empezó alejarse.

—Louis, no puedo soportarlo, no puedo soportarlo —me gruñó, lacrimoso—. Ayúdame, Louis, quédate conmigo.

—Pero, ¿qué es lo que te aterroriza? —le pregunté—. ¿No sabes lo que son estas cosas? —Bajé la vista y vi su pelo rubio contra mi chaqueta, y tuve una visión de él de hacía mucho tiempo; aquel caballero alto y elegante, con la cabeza hacia atrás, con la capa ondulante, y su voz rica y sonora cuando cantaba en la atmósfera alegre de la salida de la ópera, con su bastón golpeando el empedrado a ritmo con la música, y sus grandes ojos vivaces dirigidos hacia una joven que se quedaba fascinada, y Lestat sonreía cuando la música moría en sus labios; y, por un momento, ese momento en que se encontraban las miradas, todo el mal parecía ahogarse en ese flujo de placer, esa pasión por estar simplemente vivo.

¿Fue éste el precio de ese compromiso? ¿Una sensibilidad ahogada por el cambio, temblando de miedo? Pensé serenamente en todas estas cosas que le podría decir, en cómo le podría recordar que era inmortal, que nada lo condenaba a su reclusión salvo sí mismo, y que estaba rodeado por las señales inequívocas de la muerte. Pero no dije esas cosas y supe que no lo haría.

El silencio de la habitación volvió a reinar en torno de nosotros una vez que el vehículo de la sirena se alejó. Las moscas volaban sobre el cuerpo pútrido de una rata y el niño me miró con calma; sus ojos parecían dos canicas brillantes; cerró las manos en el dedo que le puse encima de la pequeña boca suave.

Lestat se había enderezado, pero sólo para agacharse y hundirse de nuevo en el asiento.

—No te quedarás conmigo —dijo suspirando; pero desvió la mirada y pareció concentrarse en otra cosa—. Quería tanto hablar contigo... —dijo—. ¡Esa noche en que llegué a la rué Royale sólo quería hablar contigo! —Se estremeció violentamente, con los ojos cerrados y la garganta al parecer contraída. Fue como si los golpes que entonces yo le había propinado le estuvieran doliendo todavía. Miró ciegamente hacia delante, humedeció sus labios con la lengua, y, con la voz baja, casi natural, dijo: Te seguí a París...

—¿Eso era lo que querías contarme? —le pregunté—. ¿De qué querías hablarme?

Yo podía recordar su insistencia demencial en el Théàtre des Vampires. Hacía años que no me acordaba. No, jamás había pensado en ello. Y me di cuenta de que ahora lo mencionaba con gran renuncia.

Pero él únicamente sonrió con esa sonrisa insípida, apologética. Y sacudió la cabeza. Vi que se le llenaban los desesperados ojos con una secreción blanda, legañosa.

Sentí un alivio profundo, innegable.

—¡Pero tú te quedarás! —insistió.

—No —contesté.

—¡Ni yo tampoco! —exclamó el joven vampiro desde la oscuridad de la galería. Y se quedó un instante en la ventana mirándonos. Lestat lo miró y luego desvió la mirada cobardemente. Su labio inferior pareció hincharse y temblar.

—Cierra, cierra —dijo, señalando con el dedo la ventana. Luego lanzó un sollozo y, cubriéndose la boca con la mano, agachó la cabeza y lloró.

El joven vampiro desapareció. Oí sus pasos rápidos en el sendero, luego el fuerte rechinar de la puerta de hierro. Me quedé solo con Lestat, mientras él lloraba. Me parece que pasó mucho tiempo antes de que dejara de hacerlo. Y, durante todo ese tiempo, yo lo observaba, simplemente. Pensaba en todas las cosas que habían pasado entre nosotros. Recordé cosas que creía absolutamente olvidadas. Y entonces tomé conciencia de esa tristeza abrumadora que había sentido cuando contemplé la casa en la rué Royale donde habíamos vivido. Únicamente que no me pareció tristeza por Lestat, por aquel vampiro alegre y elegante que allí había vivido. Pareció tristeza por otra cosa, algo que superaba a Lestat, que sólo lo incluía y era parte de la inmensa tristeza por todas las cosas que alguna vez yo había perdido o amado, o conocido. Me pareció entonces que yo estaba en otro sitio, en otro tiempo. Y ese sentimiento fue muy real, pues me acordé de una habitación donde los insectos habían zumbado como ahora zumbaban aquí, y el aire había estado espeso y cerrado por la muerte, aunque mezclado con el perfume de la primavera que reinaba afuera. Y yo estaba a punto de conocer ese lugar y de conocer, con él, un dolor terrible, un dolor tan terrible que mi mente lo eludió: "No —pensé—, no me lleves de vuelta a ese sitio". Por eso retrocedí evitando aquellos recuerdos. Y ahí estaba yo de nuevo con Lestat. Atónito, vi que mi propio miedo caía, líquido, sobre el rostro del niño. Vi brillar su mejilla, que se llenaba con la sonrisa del niño. Debe de haber visto la luz en mis lágrimas. Le puse una mano sobre la cara y le limpié las lágrimas y las miré con sorpresa.

—Pero, Louis... —decía Lestat en voz baja—. ¿Cómo puedes seguir como antes, cómo puedes soportarlo? —Levantó la vista y tenía la misma mueca y el rostro cubierto de lágrimas—. Dímelo, Louis, ayúdame a comprender. ¿Cómo puedes llegar a entender todo esto? ¿Cómo puedes aguantarlo?

Pude ver, por la desesperación de sus ojos y el tono más profundo que ahora tenía su voz, que él también estaba avanzando hacia algo que, para él, era muy doloroso, hacia un sitio donde no se había animado a entrar desde hacía mucho tiempo. Pero entonces, incluso cuando lo miré, sus ojos parecieron volverse brumosos, confundidos. Se apretó la bata y, sacudiendo la cabeza, miró el fuego. Tembló y gimió.

—Tengo que irme, Lestat —le dije. Me sentí cansado, cansado de él y cansado de esa tristeza. Y anhelé la quietud de afuera, la perfecta quietud a la que me había acostumbrado tan por completo. Pero, cuando me puse de pie, me di cuenta de que me llevaba al niño.

Lestat me miró con sus grandes ojos agónicos y su rostro pulido, eterno.

—Pero, ¿volverás... volverás a visitarme..., Louis? —me preguntó.

Me alejé de él, oí que me volvía a llamar y, en silencio, abandoné la casa. Cuando llegué a la calle, volví la mirada y lo vi gesticulando en la ventana como si tuviera miedo de salir. Me di cuenta de que no había salido desde hacía muchísimo tiempo, y pensé que tal vez jamás volviera a salir.

Volví a la pequeña casa de donde el vampiro había sacado al niño y lo dejé allí, en su cuna.

Poco tiempo después —relató el vampiro—, le conté a Armand que había visto a Lestat. Quizás un mes después, no estoy seguro. El tiempo significaba poco para mí, y sigue significándolo. Pero para Armand tenía gran importancia. Se asombró de que no se lo hubiera mencionado antes.

Esa noche caminábamos por esa parte de la ciudad que da paso al parque Audubon y donde el malecón es una cuesta solitaria y cubierta de hierba que desciende a una playa enlodada, llena de maderos que reciben las lamidas de las aguas del río. En la ribera más lejana se veían las luces mortecinas de las industrias y de las empresas fluviales. Eran puntos verdes y rojos que temblaban en la distancia como estrellas. Y la luz de la luna mostraba la rápida y amplia corriente. Allí incluso el calor del verano desaparecía con la brisa fresca del agua que levantaba suavemente el musgo del roble retorcido en donde nos sentamos. Yo recogía hierba y la probaba, aunque el sabor era amargo. El gesto parecía natural. Pensaba que tal vez jamás volvería a salir de Nueva Orleans. Pero, ¿qué importancia tienen esas ideas cuando puedes vivir para siempre? ¿No irse jamás de Nueva Orleans? Aquello parecía un simple deseo humano.

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