—Arisa, ¿tienes novio?
—No, no tengo novio. Estuve saliendo con un chico en el instituto, pero el último año rompí con él.
—¿Por qué? ¿Te engañaba o algo así?
—No, qué va, si el pobrecillo era un encanto que estaba coladito por mí. No, rompí con él para no hacerle daño.
—¿Para no hacerle daño?
—Es que como tenía muy claro que al año siguiente iba a ir a Harvard, pues pensé que lo mejor era cortar en ese momento y no más tarde. Es que eso de ir a la universidad te hace plantearte las cosas, ¿sabes? Él no iba a seguir estudiando, se iba a quedar en Chicago trabajando para un amigo y, claro, entre que me iba a Boston y que nuestras vidas iban a coger rumbos diferentes, lo mejor era cortar ya y así, al menos, no le dolería tanto como si cortásemos después. Eso es lo que pensé. Bueno, lo pensé y lo hice.
—¿Lo hiciste por eso que me has contado o porque él llevaba un tiempo algo distraído y te pareció que no te quería como antes?
—No entiendo lo que quieres decir.
—Es que a veces las mujeres decís o hacéis cosas que son lo contrario de lo que realmente pensáis para que los hombres tomemos la iniciativa.
—¿Eso lo has leído en el
Cosmopolitan
?
—No, lo sé por experiencia propia.
—Pues a lo mejor no se puede generalizar en estos temas, yo corté para no hacerle daño después. Es que lo quería mucho. Lo hice por su bien. No te digo que a veces no le añore, pero no me arrepiento de lo que hice.
—¿Y ahora no sales con nadie?
—No, ya te he dicho que no tengo novio. A ver, puede que esté errada en mi forma de ser, pero si estoy en la universidad es para estudiar y no para mezclar los estudios con otras cosas. En ese sentido soy muy fría. No dejé a Lee, así se llamaba mi novio, porque pensara que encontraría a otro mejor que él en Harvard, sino porque me iba a centrar en los estudios.
—¿Y tu novio lo pasó mal?
—Al principio sí, pero luego se volvió un poco imbécil y se lió con una morena pechugona. ¿Y tú tienes novia?
—No, tenía una, pero me dejó porque iba a ir a la universidad y yo no, y no quería hacerme daño después.
—¿Ves? Seguro que lo hizo por tu bien.
—Sí, no cabe duda, ahora lo tengo clarísimo.
No sé si la frase es adecuada para hablar de un no muerto, pero ya era medianoche y el vampiro no daba señales de vida. No cabía duda de que éramos dos investigadores muy novatos, ya que nos dimos cuenta de que ni siquiera estábamos seguros de que el vampiro estuviera en el edificio. Así que a Arisa se le ocurrió la idea de ir a comprobarlo. El edificio tenía portero, lo vimos al llegar, pero ahora no estaba visible. Posiblemente estuviera en una habitación del hall. Me acerqué a la puerta del edificio y apreté el botón del 6.º C del telefonillo, pues era el piso donde se suponía que estaba Samuel Hide. Y sí, estaba allí porque con una voz de vampiro espeluznante me dijo. «Vale, Helmut, ahora bajo».
Volví corriendo al coche y le dije a Arisa que Hide iba a bajar enseguida y que pensaba que el que le había llamado era Helmut Martin. Entonces nos concentramos en la puerta principal, Arisa con su cámara de fotos y yo con los prismáticos, pero Hide no salió por allí, sino que lo hizo por la puerta del garaje, conduciendo lo que parecía un
Vampmóvil
. Aparcó delante de la puerta del edificio y como vio que no le estaba esperando allí Helmut, salió del coche. ¡Era el cojo, Samuel Hide era el vampiro cojo! Estuvo mirando a su alrededor buscando a Helmut y este acabó apareciendo un par de minutos después. Hablaron un instante, seguramente intentando aclarar la llamada al telefonillo, y subieron al coche. Cuando se pusieron en marcha, no lo pude evitar y le dije a Arisa una frase que siempre había querido decir, aprendida, como todas las cosas malas, de las películas: «Sigue a ese coche».
Arisa siguió al
Vampmóvil
por varias calles de Nueva York, dejando una distancia entre ambos para poder hacerlo sin ser vistos. No sería capaz de decir por qué calles fuimos y creo que Arisa tampoco, ya que estábamos muy concentrados en los pilotos traseros del coche de los vampiros. Este se detuvo finalmente a las puertas de un gran almacén de paredes metálicas del puerto. Dejamos nuestro coche detrás de otro de los almacenes del lugar y fuimos caminando, con mucho sigilo, hasta el almacén en el que supusimos que habían entrado los vampiros. En una de las paredes laterales encontramos una rendija que nos permitía a los dos ver el interior sin ser vistos.
En el centro del almacén vimos a Samuel Hide, de pie, con apariencia de estar esperando algo. Ese algo que esperaba apareció casi de inmediato, ya que desde algún lugar que no pudimos ver, Helmut llevó a rastras al señor Shine, atado éste a una silla, y lo colocó frente al vampiro cojo. El señor Shine tenía el rostro lleno de magulladuras y sangre seca. Hide empezó a gritarle, diciéndole algo así como que era un estúpido y que se estaba equivocando. El señor Shine no hablaba, solamente escupía sangre y negaba con la cabeza. Hide empezó a abofetearle, pero el señor Shine seguía sin hablar, cosa que provocó que le volvieran a golpear, en esta ocasión los dos vampiros y con los puños cerrados. Supuse que querían saber dónde estábamos nosotros o que les diera algún tipo de información que les condujera a nuestro paradero, pero el señor Shine seguía negándose a hablar.
Hide se apartó de su víctima, se fue a un extremo del almacén y volvió con una barra de hierro que descargó con todas sus fuerzas en las rodillas del señor Shine. El grito que dio aquel hombre hizo que temblasen las paredes de metal del almacén. Arisa no pudo seguir mirando más y se dio media vuelta, al tiempo que se tapaba los oídos con las manos. Yo seguí mirando. Hide volvió a golpearle en las rodillas, pero a Shine ya no le quedaban fuerzas para gritar. Helmut le pidió al que parecía su jefe que dejara de golpearle. Pensé que lo hacía movido por algún gesto de piedad, pero no fue así. Lo que realmente le había pedido Helmut a Hide era que, ya que el señor Shine estaba medio muerto, le permitiese darse un festín a su costa. Helmut cogió al señor Shine del cabello, echó su cabeza hacia atrás y le mordió en el cuello. Estuvo bebiendo su sangre por espacio de dos minutos, hasta que Hide le pidió que se apartase. Helmut le hizo caso, y mientras se limpiaba la sangre de su boca, el otro vampiro sacó una pistola con silenciador y le disparó dos tiros al señor Shine en la cabeza.
Los vampiros desataron a su víctima y Helmut cargó el cadáver del señor Shine a sus espaldas. Entonces avisé a Arisa de que todo había acabado y ambos nos asomamos para ver salir a los dos vampiros con el cadáver del señor Shine. Abrieron el maletero del
Vampmóvil
y Helmut dejó caer allí el cuerpo. Luego subieron al coche y se largaron de allí mientras Arisa y yo corrimos al nuestro para iniciar una nueva persecución a distancia. En esta ocasión le pedí que me dejara conducir a mí, ya que estaba seguro de que me preguntaría qué había ocurrido y no era conveniente explicarle aquello mientras ella estuviera conduciendo.
—¿Qué es lo que ha pasado, Abel? ¿Lo han matado? —me preguntó poco después de ponernos en marcha.
—Sí, lo han matado.
—¿Cómo lo han hecho?
—Después de volver a golpearle con la barra de hierro, Helmut le ha mordido en el cuello y se ha puesto a chuparle la sangre.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Arisa, poniéndose a llorar en ese momento.
—Luego Hide le ha dicho que parara y le ha pegado dos tiros en la cabeza.
—Yo no he oído nada.
—Es que la pistola tenía silenciador.
—Pobre señor Shine. Pobre Gabriel.
Seguí a los vampiros durante un cuarto de hora, más o menos, hasta que llegaron a su destino: el callejón de El Año del Dragón. No detuve el coche para saber qué estaban haciendo, pues ya lo sabía: estaban allí para añadir un cadáver más a la fosa del sótano. Durante el viaje de regreso a Congers, Arisa me pidió que le dejase a ella contarle a Gabriel lo que había sucedido y a mí me pareció perfecto, pues con ello me quitaba un peso de encima.
Cuando llegamos a Congers, Gabriel aún no había vuelto. Arisa y yo nos preparamos un par de sándwiches y nos sentamos en el sofá a esperar que llegara. Nos quedamos dormidos. Arisa me despertó para decirme que eran las ocho de la mañana y que Gabriel aún no había vuelto. Preocupados, le llamamos al móvil y él nos contestó diciendo que no volvería hasta la tarde, ya que quería seguir investigando a su objetivo. Arisa y yo nos preparamos un buen desayuno, y después de desayunar nos duchamos y fuimos a dar un paseo por los alrededores. Durante ese paseo, Arisa me pidió que le volviese a contar lo que ella no había visto en aquel almacén del puerto de Nueva York, no quería dejarse ningún detalle cuando se lo contase a Gabriel
—¿Y cómo lo vas a hacer? —le pregunté.
—¿El qué?
—Explicarle cómo ha muerto su padre.
—No lo sé aún. He pensado que me lo llevaré a algún lugar para que los dos nos quedemos a solas y entonces se lo diré. Intentaré contarlo de tal manera que cuando le suelte que su padre ha muerto, se lo espere. El golpe va a ser el mismo, pero al menos puede que no sea tan fuerte como soltárselo de sopetón.
—Fue algo horrible.
—Ya me lo imagino, Abel. Esto es una mierda. ¿Por qué tenemos que pasar por esto? No tiene sentido. Yo solamente quería un papel para seguir estudiando.
—Yo ni siquiera quería ir al seminario.
—¿En serio?
—En serio, mi padre tenía más ilusión que yo. Creo que vine por el dinero.
—¿Ese dinero que a mí no me han dado?
—Sí, ese dinero. A lo mejor a ti no te dieron nada porque supieron lo de tu beca y que ibas a ir de todas maneras.
—¿Y cómo lo supieron?
—Supongo que deben de tener infiltrados en todas partes. Mi tutor envió mi relato a un amigo de Nueva York y acabó en manos de los vampiros. Cuando vuelva le preguntaré a quién se lo envió, ya que puede que ese tipo esté relacionado con esos hijos de puta.
—Bueno, eso si vuelves.
—¡No fastidies, Arisa!
—Perdona, es que estoy de bajón. Lo de anoche me ha dejado muy tocada.
—Yo creo que saldremos de esta.
—Ojalá pudiera ser tan optimista como tú.
—Mira, por ahora estamos vivos, mientras que toda la gente que hizo el seminario ha muerto y en algún caso, además, mataron a sus familiares. Yo me he salvado tres veces: la primera cuando fui con Gabriel al restaurante chino, la segunda cuando nos fuimos de Ithaca y la tercera por no estar en mi casa cuando fueron a buscarme allí. Si a ti no se te hubiese ocurrido que nos quedásemos con Gabriel, en estos momentos estaría en el otro barrio.
—Pobre Gabriel.
Fuimos a Congers a comer, a un italiano; es que me gusta mucho la comida italiana y si puedo elegir restaurante, siempre acabamos comiendo pasta o pizza. Aproveché que Arisa se había pedido una pizza Margarita, para decirle que el nombre era en honor a la reina Margarita, esposa de no recordaba qué rey italiano, para la que un pizzero de Nápoles ideó ese plato.
—Fue la primera pizza en la que se puso mozzarela, que es un queso que se hace con leche de cierva.
—No, Abel, la mozzarela es de leche de búfala.
—¿Ah, sí? Bueno, da igual; de un bicho con cuernos que no es una vaca. Luego el pizzero le puso unas hojas verdes de albahaca y como tenía la base de tomate, pues eso, quedó dibujada la bandera italiana.
—¿Y esto cómo lo sabes?
—Lo leí en un mantel de papel de una pizzería de Nashville.
—Yo leí una vez en un mantel de papel: «Me las pagarás, capullo de mierda». Supongo que alguien se desahogó esperando una cita que nunca tuvo lugar. Y una vez encontré una dedicatoria preciosa en un libro. Decía algo así: «Que los poemas de este libro te acompañen toda la vida, amor mío. Y que cada vez que leas uno de sus versos, pienses en mí».
—Sí, es bonito. ¿Era de alguna amiga?
—¿El libro? No, lo encontré en una tienda de libros usados.
Antes de volver a casa después de comer, pasamos por la estación de servicio para saludar a Peter y llenar el depósito de gasolina. Estando allí nos llamó Gabriel para decirnos que en ese momento salía de Nueva York. Peter nos regaló unos dulces que hacía su mujer, la mejor repostera de Congers según su modesta e imparcial opinión. A veces llegaba a ser cargante este hombre. Puede que yo me hubiese vuelto algo desconfiado por todo lo sucedido desde que dejara Tennessee y que Peter fuera un tipo bondadoso y altruista sin más, pero es que se pasaba un poco. Apenas nos conocía y parecía que se desvivía por nosotros, aunque a lo mejor más que por nosotros fuera por Tom, al que tenía en un pedestal. Puede que haya quien piense que si hubiera más gente como Peter el mundo sería mejor, pero yo no estoy de acuerdo, ya que la mala gente aún se aprovecharía más de su maldad.
Gabriel llegó una hora después de que nos llamara por teléfono anunciándonos que había salido de Nueva York. Se le veía muy excitado, sin parar de moverse de aquí para allá, gesticulando con los brazos, mientras explicaba algo a lo que Arisa y yo no prestábamos atención. Encendió el portátil y descargó las más de sesenta fotos que había hecho en su investigación sobre Gregor Strasser. Nos pidió que descargáramos también las nuestras, pero Arisa le dijo que se había dejado la tarjeta de memoria en la maleta. Era mentira, pero ella consideró que era mejor no decirle la verdad, que solamente habíamos hecho una foto de Samuel Hide metido en un coche con lunas tintadas y que el resto de las fotos aparecíamos Arisa y yo posando en diferentes lugares turísticos de Nueva York. Gabriel amplió una foto en la que aparecía una especie de urbanización de los suburbios por construir.
—Me costó encontrar este lugar porque todavía no existe oficialmente —empezó diciendo Gabriel—. La dirección de Strasser que había apuntado mi padre era la de un cementerio que estaba en lo alto de un pequeño montículo. Primero pensé que a lo mejor tenía que encontrar allí una tumba o un panteón donde dormía el vampiro. Entré en el cementerio y vi que había unos operarios con excavadoras desenterrando ataúdes. No era una visión muy agradable, pero entendí que era una pista. Me acerqué a ellos y me dijeron que trabajaban para… ¿A ver si lo adivináis?
—¿Para Thorn? —preguntó Arisa a modo de respuesta.
—Exacto, para Thorn —dijo Gabriel—. Al parecer es una empresa que se dedica a muchas cosas.
—¿Entre ellas a desenterrar cadáveres? —pregunté.