—Todos los de la lista de los seminarios de tu padre están muertos —le dije a Gabriel, mientras intentaba cogerme la mano para colocarme él mismo los palillos de manera correcta.
—¿Cómo? —preguntó extrañado.
—Todos muertos. Todos, todos, todos. Bueno, menos tres que tenían móvil y no me han contestado, pero sospecho que estos también están muertos.
—¿Estás seguro, Abel? —preguntó entonces Arisa.
—Muy seguro. Además, todas las muertes fueron pocos meses después de acabar los seminarios y ninguna de ellas por causas naturales.
Saqué entonces la lista y expliqué caso por caso cómo habían muerto aquellas personas. Mis amigos llegaron a la misma conclusión a la que había llegado yo, que era mentira que el señor Shine les salvara la vida; todos habían sido sentenciados a muerte desde el momento en el que cayeron en la trampa de
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.
—A Arisa y a mí no nos quieren matar porque tú y yo entrásemos en El Año del Dragón —le dije entonces a Gabriel—. Nos querían matar ya antes, por lo que habíamos escrito. No fue culpa tuya.
—Ya, me da igual que no haya sido por eso. Sé que lo dices para que no me sienta responsable —dijo Gabriel—, pero no puedo dejar de sentirme así. Mirad, no sé lo que va a pasar ni lo que vamos a hacer, pero os aseguro que os sacaré de esta.
—No, Gabriel, el tema no solamente te compete a ti, nosotros dos estamos en él porque hemos sido engañados al igual que deben de haber engañado a tu padre —dijo Arisa—. Ahora lo que tenemos que hacer es seguir con el plan y olvidarnos de cómo hemos llegado a esta situación. Si nos pasamos el tiempo compadeciéndonos de nosotros mismos o buscando culpables, acabaremos como los chicos y chicas de la lista de Abel.
—Pobre gente… —acabó diciendo Gabriel.
Y ese «pobre gente» se quedó flotando en el ambiente y ya no pudimos comer nada más. Las malas noticias se han de dejar para el postre o los cafés, así al menos tu estómago no sale perdiendo por ello.
Del restaurante volvimos a la estación de servicio para preguntarle a Peter dónde estaba la biblioteca municipal, pero él no estaba seguro de que hubiera ninguna. Le dijimos que era para consultar algunos datos en internet y, siendo fiel a su estilo servicial, nos ofreció de nuevo su despacho. Teníamos que investigar tres nombres —Samuel Hide, Gregor Strasser y Donald Troughton— y partimos de la base de que los tres eran vampiros, así que lo que más nos interesaba era encontrar algo que sirviera para demostrar que eran bichos malos chupadores de sangre. Empezados por Samuel Hide y no encontramos nada de provecho, ya que con ese nombre solamente aparecía un reverendo de Carolina del Norte, gente muerta hace cien años y el personaje de una novela de una señora muerta también hace más de cien años. A lo mejor alguno de estos muertos era Samuel Hide que no estaba muerto realmente, pero vimos que era algo que deberíamos comprobar después de encontrar a ese vampiro e investigar su vida desde cerca.
Antes de ponernos a buscar información sobre Gregor Strasser, Arisa dijo que le sonaba muchísimo el nombre, pero que no recordaba de qué. Luego descubrimos que le sonaba porque el amigo Gregor era un personaje histórico, gracias a una historia muy negra, y seguramente lo había estudiado en la facultad. El pollo llevaba setenta años muerto. Strasser murió, al parecer, durante algo que se llamó la Noche de los cuchillos largos, durante la cual unos tíos muy muy malos mataron a otros que simplemente eran muy malos. Unos y otros eran miembros del Partido Nazi. Gregor Strasser había presidido el partido mientras Hitler estuvo en la cárcel —a saber quién fue el imbécil que lo soltó— y había sido uno de los artífices de la organización de ese nido de víboras. Por razones varias, Hitler, después de alcanzar el poder, decidió hacer limpieza dentro de su partido y cargarse a los que le caían mal, entre ellos a Strasser. No teníamos nada claro que el Gregor Strasser que buscábamos fuera ese, pero por si acaso no lo descartamos. Por suerte había fotos del engendro éste y podíamos utilizarlas para comprobar si era el mismo Strasser del que teníamos la dirección. A simple vista tenía pinta de ser un vampiro chupasangre, aunque si tuviera que elegir entre eso o que fuera un ogro comebebés, me decantaría por esta segunda opción. Gabriel dijo que si nuestro Gregor era ese nazi asesinado en 1934, tal descubrimiento podía ser una prueba muy útil para demostrar que los vampiros existían. A lo mejor demostrar que Strasser seguía vivo no sería suficiente, pero al menos abriría las puertas a una investigación que podría conducir a desenmascarar al resto de los vampiros.
También encontramos información sobre Donald Troughton. Una información muy interesante y que al principio nos sorprendió, pero luego vimos que tenía mucho sentido. Donald Troughton era el presidente de Thorn. O sea, era el superjefe de los vampiros ventaneros. Había una evidente conexión entre la T mayúscula y el dragón de las pesadillas de Gabriel, más allá de los establecimientos de aquella calle de Tribeca. Seguramente toda la manzana era propiedad de Thorn y tampoco sería de extrañar que desde aquella oficina de la empresa se pudiera acceder al sótano de El Año del Dragón. Más aún, puede que la fosa estuviera en su sótano compartido por todos los edificios de la manzana. Si esto era así, nuestra primera previsión de la cantidad de cadáveres que había allí se habría quedado muy corta, pues no serían cientos, sino miles los muertos olvidados en aquel lugar.
Entre la información que encontramos sobre Donald Troughton, había un artículo que no tenía desperdicio, ya que si lo leías entre líneas parecía dar a entender que estaba dedicado a un vampiro y no al presidente de una empresa en expansión. No tengo la menor duda de que el autor del artículo no lo escribió con esa intención, pero esa era la sensación que daba.
Capítulo 13Perfiles Donald Troughton: Un empresario del siglo XXI
Poco se sabe de la infancia y juventud de Donald Troughton [poca información tenemos antes de lo ocurrido antes del nacimiento del Imperio romano], ya que apareció en la escena pública empresarial alcanzada ya la madurez. Quizá por coquetería, nunca ha querido desvelar su verdadera edad [sí, ya, por coquetería], pero aparenta muchos menos años de los que algunas fuentes afirman que tiene [por supuesto que aparenta muchos menos años de los que tiene, aparenta cincuenta por la foto y debe de tener trescientos o cuatrocientos como poco]. Si fuese mujer se la tildaría de solterona, pero al ser hombre, le han puesto la etiqueta de soltero de oro [seguro que tuvo muchas novias, pero se le fueron muriendo desangradas, las pobrecillas]. No se le ha visto nunca participando en actos públicos [claro, para no desintegrarse bajo el sol] y tampoco concede entrevistas [es que solo se dejan entrevistar los vampiros de Nueva Orleans]. Ha dicho en más de una ocasión que se considera un ave nocturna [vaya, qué cosas] y parece ser cierto, ya que según cuentan empleados de la sede central de Thorn, Donald Troughton solamente aparece por allí cuando la tranquilidad, y no el estrés del trabajo diario, reinan en el edificio [Sol 2 – Vampiros 0]. Parece una persona que considera que los recursos humanos son el bien más preciado de su empresa o, al menos, eso es lo que se deduce de una de sus citas más conocidas: «La sangre humana es el motor del mundo» [sin comentarios]. Su principal labor al frente de Thorn ha sido la de dar a conocer al consumidor de a pie la excelencia de sus productos. La expansión de Thorn parece imparable y la intención última de Donald Troughton es crear un imperio comercial que lleve su sello. Un imperio eterno, inmortal [¡Toma castaña!].
Un día en Nueva York
A
Donald Troughton puede que no le gustase la vida pública, pero siendo el presidente de una empresa más o menos conocida, sería siempre más fácil acceder a él. Así que, para empezar, decidimos investigar de cerca a Samuel Hide y a Gregor Strasser. Nos dividimos en dos equipos: el A, compuesto por Gabriel y sus circunstancias, y el B, formado por Arisa y un servidor. Como Gregor Strasser vivía fuera de Nueva York y Hide en Manhattan, Gabriel pensó que sería mejor que él se encargara del primero, ya que en la ciudad siempre suele haber gente por la calle, cosa que, aparte de darnos más seguridad, podía permitir que pasáramos más desapercibidos. Empezaríamos la vigilancia al atardecer y la finalizaríamos al amanecer, volviendo entonces a Congers para poner nuestros descubrimientos en común.
Arisa propuso que ya que yo había ido a Nueva York recientemente, fuera yo quien condujera, pero le dije que no porque seguramente ella estaría más acostumbrada a conducir un coche japonés. Ella aceptó encantada y a mí también me encantó su encanto. La verdad es que lo del coche japonés era mentira, quería que ella condujera para librarme yo de tener que volver a soportar la mala educación de esos conductores neoyorquinos que de conducir saben lo mismo que yo de chino. Ahora bien, no sé si es porque el Honda era un coche muy inteligente o porque Arisa era otra de esas personas que tenían el permiso de conducir por casualidad, pero para mi sorpresa nadie le levantó ni un solo dedo a la conductora nipona. Más aún, ella levantó cinco veces el dedo a otros tantos conductores al tiempo que decía alguna de sus palabras samuráis. No solo Arisa se defendió bien en la entrada a Nueva York y por el laberinto de sus calles, sino que además encontró aparcamiento a la primera frente al edificio en el que vivía nuestro objetivo. Seguramente había utilizado una ancestral táctica samurái de estacionamiento, combinada con técnicas ninja que los occidentales seríamos incapaces de entender, para conseguir aparcamiento a la primera. Bueno, eso o muchísima suerte, claro está.
Como aún faltaban algunas horas para que anocheciera, nos dedicamos a hacer turismo. Nueva York no me pareció un sitio tan desagradable como la primera vez que lo había visitado; claro está que aquella vez no fue una visita propiamente dicha. Seguía pareciéndome una ciudad de locos, donde todo iba diez veces más rápido que en mi pueblo. La gente por las calles no pasea, corre, y todos parecen tener claro adónde se dirigen, un lugar que, por la cara que ponen, no les gusta. Los «lentos» son los turistas, a los cuales se les ve a la legua porque parece que actúan de obstáculos en la carrera de los verdaderos neoyorquinos. En cuanto a los rascacielos, cuyo nombre está muy bien traído, al principio te impresionan —sobre todo si vienes de un pueblo cuyo edificio más alto tiene cuatro pisos y ya nos parece la torre de Babel—, pero luego te vas acostumbrando. Muchas cosas de Nueva York las conoces ya por las películas y cuando te las encuentras en vivo te hacen gracia. Doy por hecho que si te encuentras en vivo algo que has visto en
CSI: NY
, ya no tiene tanta gracia Nueva York, aunque siempre sería mejor que encontrarte cara a cara con el loco ese del pelo rojo de
CSI: Miami
. ¡Qué mal rollo da el Orlando ese! De los de Las Vegas no tengo muchos comentarios que hacer, vi dos capítulos y casi me hacen vomitar. No por la sangre y las vísceras, sino por lo insoportablemente pedantes y resabidos que son todos, sobre todo el jefecillo Greenspan. Si son tan inteligentes, ¿cómo es que trabajan en un sitio tan cutre? No sé, todos deberían aspirar a ser premios Nobel de algo cada año, en vez de ir toqueteando cadáveres con tanta alegría. Porque esa es otra cosa, ¿por qué razón muestran tan poco respeto por los cadáveres que manipulan? Eran seres humanos, no pedazos de carne y huesos que caminaban por ahí por casualidad. Dudo mucho que los forenses de verdad sean como los de las películas y las series de televisión. A lo mejor a los guionistas de Hollywood no se les ha muerto ningún ser querido porque de ser así creo que tratarían con más respeto a la gente que muere en sus guiones y la de autopsirrear. Un forense, uno de verdad, debe ser una persona muy responsable en su trabajo, no un payaso o una payasa con bata, como son los de la ficción. Debe de ser duro ser forense, porque eres médico y los médicos están sobre todo para que la gente no muera y ellos han de averiguar por qué una persona ha muerto, tanto si ha sido por un crimen o por causas naturales que ningún médico ha sabido diagnosticar. Alguien tiene que hacer ese trabajo y debe de ser muy duro hacerlo. A no ser que trabajes en Las Vegas, supongo.
También como en las películas, nos compramos unos perritos calientes en uno de esos puestos ambulantes. Es normal que haya tantos en Nueva York porque esta gente seguro que no para ni para comer. Nos pasamos por el World Trade Center. Es un lugar que hiela la sangre. Es increíble que un solar donde no hay nada pueda transmitirte tantas cosas diferentes a la vez. Has visto lo del Once de Septiembre mil veces por la televisión, pero no es lo mismo que pasarte una tarde por allí. Aunque no creas en nada superior, sientes la necesidad de rezar por aquella gente. Posiblemente no sirva para nada, pero es difícil no hacerlo. Lo mío puede que no fuera una oración convencional, pero creo que si alguien me escuchó surtió el mismo efecto. Me puse muy triste y Arisa, que es infinitamente más sensible que yo, lloró, pero intentando ocultar las lágrimas. Había un par de capullos por allí, con unas pancartitas en las que se podía leer que querían saber la verdad de lo ocurrido y que el gobierno había mentido a los americanos, y repartían unos folletos explicando su teoría de la conspiración. No digo que no se hayan ocultado cosas sobre lo que pasó ese día, sobre todo porque el presidente de la nación se ha demostrado que era un mentiroso manipulador, pero esa gente de las teorías de la conspiración del 11-S creo que son bichos carroñeros que intentan vivir de la desgracia de otros.
Como turistas que éramos nos hicimos muchas fotos. Mi favorita es una que nos hicimos en el Empire State en la que parecíamos una pareja de novios en luna de miel. A ver, ya sé que debe de ser algo muy típico y de pueblo. Cuando estuvimos allí arriba empezó a oscurecer, así que tuvimos que salir disparados para llegar a nuestro puesto de vigilancia frente al edificio en el que vivía Samuel Hide. Tuvimos la previsión de comprar dos supercafés por si la noche se alargaba y yo, sin la aprobación de Arisa, quien consideró que era de telefilme barato, añadí a la compra de cafeína un paquete de seis donuts nevados. Aunque era algo propio de un telefilme barato, la señora se acabó zampando dos. Llevábamos dos horas allí y no había movimiento
vampiril
, así que se me ocurrió comenzar una conversación preguntando algo que todo chico se suele preguntar a sí mismo cuando conoce a una chica bonita y que a veces también pregunta a la susodicha.