La lista negra
P
eter dejó que me acomodara en su despacho para que pudiera hacer todas las llamadas que tuviera que hacer. No aceptó que se las abonásemos de ninguna de las maneras, aunque fueran llamadas a otros estados. Tom le había dejado claro en la nota que le dimos que debía ayudarnos en todo lo que necesitásemos y Peter entendía que no se puede ayudar a alguien cobrándole por usar su teléfono. Supongo que cuando le llegó la factura, pensó que para la próxima vez cambiaría su punto de vista con relación a la ayuda telefónica. Peter les indicó a Arisa y a Gabriel adónde debían ir para adquirir un par de coches de segunda mano y les dijo que cuando llegaran allí le comentasen al propietario que iban de su parte, para que no les intentase dar gato por liebre y, si podía ser, les hiciese algún descuento. Me despedí de mis amigos y me puse manos a la obra.
Empecé con los del primer seminario, que se había celebrado cuatro años atrás. El primero de la lista era un tal John Servel del mismo Nueva York. Llamé y, más o menos, fue esta la conversación que tuve con la persona que me atendió al otro lado del teléfono:
—¿Dígame?
—Hola, señora, me llamo Abel Young y querría hablar con John Servel.
—John murió hace cuatro años, hijo.
—Perdone, no lo sabía.
—¿Para qué llamabas?
—Es que me han encargado que llame a antiguos alumnos del instituto.
—¿Y nadie te ha dicho que John había muerto?
—No, nadie. Me han dado una lista, solamente eso.
—Pues el pobre murió, dentro de dos meses hará cuatro años.
—¿Puedo preguntarle de qué murió John, señora?
—Murió en un accidente de coche. Según la policía se durmió conduciendo y cayó por un barranco.
—Lo siento mucho, señora.
—Bueno, hijo, que tengas un buen día.
—Igualmente, señora.
Pobre John Servel, se libra de los vampiros gracias al señor Shine y poco después tiene un accidente y, hala, al otro barrio. Bueno, la vida es así, qué le vamos a hacer. El segundo de la lista era otro John, en este caso Miller, y era de Seatle.
—¿Sí?
—Hola, me llamo Abel Young y querría hablar con John Miller.
—Sienta, no habla bien tu lengua. ¿Poder hablar más lento?
—Sí, señora. Que-rrí-a ha-blar con John Mi-ller.
—¿John, el hijo de los señores Miller?
—Sí.
—No puede hablar.
—¿No es-tá en ca-sa?
—No, está morido.
—¿Muerto?
—Sí, eso, muerto.
—¿Cuán-do mu-rió?
—Yo no vivir aún aquí, pero a mí contó la señora que su hijo murió hace unos cuatro años.
—¿Sa-be us-ted de qué mu-rió?
—Atraco a una gasolinera.
—¿Él atracaba gasolineras?
—No, siñor, él estaba allí y los ladrones le dieron.
—Bueno, gracias por haberme atendido.
—Gracias muchas a tú también.
Dos John, dos muertes. ¡Vaya racha! Tercera llamada: Alice Darin, de algún lugar de Texas.
—Buenos días, funeraria Calway. ¿En qué podemos atenderle?
—¿Estoy llamado a una funeraria?
—Sí, señor, pero no a una funeraria cualquiera, sino a la mejor de Texas.
—Perdone, me he confundido.
Segunda llamada al teléfono de Alice Darin.
—Buenos días, funeraria Calway. ¿En qué podemos atenderle?
—Vaya, perdone, parece que me he vuelto a equivocar.
Tercera llamada al teléfono de Alice Darin.
—Buenos días, funeraria Calway. ¿En qué podemos atenderle?
—Perdone usted, es que se ve que el teléfono que tengo apuntado está equivocado.
—¿No llama usted a la funeraria Calway, la mejor de Texas?
—No, señor, yo estoy intentando ponerme en contacto con Alice Darin.
—¿Alice Darin?
—Sí, señor, pero al parecer me han dado mal su teléfono.
—Ah, es que creo que nuestro número de teléfono es el que tenía la familia Darin.
—Vaya, hombre, ¿y no sabrá usted por casualidad su nuevo número?
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—No, señor, le llamo desde Nueva York.
—Bueno, pues siento informarle de que toda la familia Darin falleció.
—¿Todos?
—Sí, el matrimonio y sus tres hijos, entre ellos Alice Darin.
—¿Está usted seguro de eso?
—Claro que estoy seguro, me encargué yo mismo de enterrarlos.
—¿Me puede decir cómo murieron?
—Pues al parecer el señor Darin se volvió loco y mató a tiros a toda la familia y después se suicidó.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Pues eso ocurrió hace casi cuatro años.
—Bueno, lo siento por ellos.
—Fue una desgracia que nos conmocionó a todos. Parecían una familia tan feliz…
Tres de tres. Los tres alumnos del primer seminario de
Circle Books
murieron poco después de que éste finalizara. Tres de tres ya no era casualidad, como tampoco los diez de diez que siguieron a continuación. Trece llamada trece familiares o amigos diciéndome que la persona que yo buscaba llevaba tres, dos o un año muerta. Además en ninguno de los casos esas muertes se debieron a causas naturales. Solamente hubo tres alumnos de los seminarios de
Circle Books
sobre los que no me informaron de su muerte, pero se debió a que sus números de teléfono eran de móviles y no me contestaron. En vez de poner al lado de sus nombres que estaban muertos, escribí «casi seguro que está muerto». Ah, y hubo un alumno al que llamé y estaba vivo, pero resultó que era yo mismo. Estaba tan deseoso de encontrar a alguien vivo que no me di cuenta de que estaba llamado a mi móvil. Así que, en resumen, de los dieciocho alumnos de los seminarios de
Circle Books
para jóvenes promesas de la literatura americana, los únicos que estábamos vivos éramos Arisa y yo.
Cuando terminé mi fracaso de misión, salí a tomar el aire, esperando a que volvieran Arisa y Gabriel. El bueno de Peter, un tipo de lo más amable y servicial, me invitó a tomar un aperitivo en la cafetería que estaba dentro de la estación de servicio. Aparte de contarme no sé qué de un puente de madera de la época en la que se hacían puentes de madera, me contó la historia de Tom y su familia. Los padres de Tom eran buena gente y muy trabajadores. Todo Congers los conocía y no tenían enemigos. Se ve que la madre de Tom era costurera y su padre trabajaba en el ferrocarril… Bueno, lo que me estaba contando era una especie de telefilme sin mucha acción que no había quien lo aguantara. Llegó un momento en el que desconecté, pero para que no se notara que no estaba escuchando en realidad utilicé un truco que aprendí cuando era niño consistente en estar atento a las últimas palabras que dice la otra persona y repetirlas inmediatamente. Ni siquiera entran en el cerebro, ocupado en otras historias, sino que rebotan en el exterior de este y salen por tu boca. Es una modalidad del «me entra por un oído y me sale por el otro» que podríamos llamar «me entra por un oído, rebota en algún sitio y me sale por la boca».
—Y los padres de Tom lloraron de alegría el día que se graduó en el instituto.
—Ya, en el instituto.
—Sí, fue un día de mucha alegría para la familia de Tom. No sabes cuánto les costó sacar adelante a sus hijos.
—Adelante, sí, les costó mucho.
—Y cuando le aceptaron en la universidad, la madre de Tom montó una fiesta para todos sus amigos.
—Sus amigos, en la fiesta.
—Ahora, mírale, de profesor en Columbia.
—Columbia.
—Es una de las mejores universidades del país. Estoy muy orgulloso de él.
—Muy orgulloso.
—¿Cómo no iba a estarlo? Es mi mejor amigo. Nunca tengo un no por respuesta para él.
—Nunca un no.
Mientras «escuchaba» a Peter, estaba pensando en la matanza de los estudiantes del seminario de
Circle Books
. Creía haber entendido que el señor Shine había dicho que había convencido a todos para que no pensasen en dedicarse a la escritura y que todos le habían cedido los derechos de sus obras. Puede que los vampiros engañasen al señor Shine y que de él solamente quisiesen que participase en la pantomima trampa del seminario para darle más veracidad. Lo que estaba claro es que, de todas maneras, a Arisa y a mí alguien nos había apuntado en una lista negra el día que se enteraron de nuestros relatos y que daba igual que hubiésemos descubierto lo que había en El Año del Dragón, ya que de todas maneras los vampiros tenían pensado matarnos.
—Francine, la hermana pequeña de Tom, vive en Canadá.
—En Canadá, Francine.
Si los vampiros nos querían matar de todas maneras, lo del restaurante chino solamente afectaba a Gabriel. Eso quería decir que si Gabriel se sentía culpable por habernos metido en ese jaleo vampírico, lo mejor sería decirle la verdad para que se sintiera un poco mejor. A ver, no mejor estilo «uy, qué bien estoy», pero sí al menos dejar de pensar que por descubrir lo de sus dibujitos de las narices nos había puesto en peligro a mí y a Arisa.
—Entonces, después del entierro de la madre de Tom, su padre dijo que él ya se podía morir.
—Morir, el padre.
—Sí, así lo dijo, y se fue a dormir y ya no volvió a despertarse. Se ve que amaba mucho a su esposa.
—Amaba a su esposa.
¿Y el padre de Gabriel? Es de suponer que a él también quieran matarlo al fin y al cabo. Sí, seguro, además él era consciente de ello, por eso preparó el plan de fuga con la pasta y los documentos falsos. Si aquellos vampiros no hubiesen dejado tirada a Julia Hertz en el callejón del restaurante, ahora la familia Shine viviría tranquila y feliz.
—¡Cerveza para todos! Y voy yo y le pregunto a la
stripper
si las tetas eran de verdad. ¡Menuda despedida de soltero!
—Tetas de despedida.
Bueno, la familia Shine viviría tranquila y feliz, y los alumnos del seminario también. ¡Qué mala suerte! Una chica llega a Nueva York porque quiere ser actriz y nos acaba metiendo a todos en una obra trágica sin comerlo ni beberlo.
—Mira, creo que tus amigos ya han vuelto.
—Amigos han vuelto.
—Sí, son ellos y traen los coches. Voy a salir para decirles que estamos aquí.
—Aquí estamos.
Había desconectado tanto de Peter que no me había enterado de que me estaba diciendo que Arisa y Gabriel ya habían regresado. Mis amigos entraron exultantes en la cafetería por los coches que habían comprado. Sé que gente que está deprimida a veces se va de compras y gastando dinero se siente un poco mejor y, al parecer, eso era lo que les había pasado a Arisa y a Gabriel. Ahora bien, vaya mierda de coches compraron.
—¿Qué es esto? —pregunté yo señalando una especie de huevo tumbado de color azul y con ruedas.
—¿Esto? ¡Esto es un clásico, por Dios! Un Volkswagen Beetle —me contestó Gabriel—. Uno de los mejores utilitarios jamás creado.
—¿En serio? ¿Esto es un coche? —volví a preguntar.
—No es un simple coche, es una joya de la historia del automóvil —dijo Gabriel—. Una muestra de la industria y el buen hacer de los alemanes. En verdad es un New Beetle, pero la esencia es la misma.
—Supongo que este te lo habrán regalado al comprar el otro, ¿no? —dije yo, que seguía sin creerme que Gabriel se hubiese gastado dinero en aquello.
—Muy gracioso, Abel, muy gracioso. Pues no, para que te enteres, ha costado más que el Honda —dijo Gabriel.
Entonces es cuando me di cuenta de que el otro coche que habían comprado era un Honda. ¿Cómo puede alguien comprar un coche japonés en Estados Unidos, la cuna del motor? Ah, claro, la elección fue de Arisa, que barrió para casa.
—Es un coche buenísimo, un Civic de hace cinco años —explicó Arisa, como si realmente me importase saberlo—. Es cómodo y este color plateado es muy bonito.
—¿Y el motor? —pregunté.
—Lo tiene delante —contestó Arisa—. Ah, y también tiene un cargador para seis discos compactos.
—Para seis compactos.
—Sí, para seis, y los espejos retrovisores tienen un sistema para que no se empañen por la humedad.
—Ya, la humedad.
—Y si te dejas los faros encendidos, se apagan ellos solos a los dos minutos.
—A los dos minutos.
—No me estás escuchando, ¿verdad? Estás utilizando la vieja táctica de repetir cosas que yo digo.
—Vieja táctica, sí.
Bueno, pues eso, un coche alemán y otro japonés, qué le vamos a hacer. El dueño de la tienda de coches usados, quizá por amistad con Peter, les regaló a sus nuevos clientes un GPS, supongo que también de segunda mano. Este nuevo GPS lo instalaron en la cucaracha de Gabriel, porque según Arisa el que había en el todoterreno del señor Shine hacía juego con la tapicería del Honda. Peter iría aquella misma tarde a buscar el todoterreno que mis amigos habían dejado en la tienda, para guardarlo después en un almacén de la parte trasera de la estación de servicio. Gabriel no le dijo porqué quería esconder el coche y Peter no se lo preguntó, simplemente lo hizo. Aparte de los coches, también compraron dos cámaras de video, una de fotos, un móvil para Gabriel —como habíamos quedado—, un ordenador portátil, dos prismáticos, dos grabadoras de audio y material de oficina para tomar notas. Las nuevas cosas que no estaban en la lista original se les fueron a ellos de camino a la tienda de coches usados, pero cabía duda de que si teníamos que hacer de detectives aficionados nos serían útiles.
—Bien, Abel, ¿has conseguido hablar con alguien de tu lista? —me preguntó Gabriel, sin darse cuenta de que lo estaba haciendo delante de Peter.
—Si te parece bien, lo comentamos comiendo —le dije, mientras ladeaba un poco la cabeza señalando a Peter.
—Ah, claro, mejor comiendo —dijo Gabriel—. Nosotros no hemos podido ir a la biblioteca, iremos después de comer.
—Entonces no perdamos más tiempo, comamos y luego vamos los tres a la biblioteca —añadí yo—. La verdad es que me muero de hambre.
—Pues te vas a poner las botas en el sitio que hemos visto de camino a la tienda de coches —dijo Arisa.
«Te vas a poner las botas en el sitio que hemos visto…» ¡Mentira cochina! A lo mejor ese día concreto era San Sol Naciente y Arisa tenía fiebre patriotera —y eso que ella no quería volver a Japón— porque me llevaron a un restaurante japonés. Al entrar en el restaurante, Arisa se llevó una decepción, ya que se puso a hablar en japonés con la persona que nos recibió al entrar y no la entendieron. El restaurante no era solamente japonés, sino también coreano y coreanos sus propietarios y empleados. Luego, al parecer, estaba enfocado a ofrecer comida representativa de los dos países y no cocina estrictamente japonesa. A Arisa le fastidió un poco eso, ya que ella quería que probásemos algo que llamó
sashimi
y de eso no había en la carta. No voy a negar que me alegré por ello, porque con ese nombre no debía de ser algo hecho para mi estómago. Al final la muchacha eligió, resoplando,
sushi
y tempura, y luego le dio libertada a la camarera para que trajera algo hecho en una cosa llamada
hibachi
, que, por la pinta de la comida cocinada en eso, debía de ser algún tipo de barbacoa para gente sana. No comí mucho por capullo, la verdad sea dicha. Vale que eso del
sushi
daba repelús, todo crudo y con pinta de que se le había caído al suelo al cocinero y lo había colocado encima de un trozo de arroz pegado con a saber qué tipo de pegamento raro, pero lo probé y estaba muy bueno. A ver, probé el que no tenía la cosa esa negra alrededor, porque me daba mal rollo comer algo de color negro y blanco. Arisa me dijo que lo negro se llamaba
nori
y era un alga, pensando que me iba a dar menos grima sabiendo lo que era. Ni lo probé. La tempura eran cosas rebozadas y lo cocinado con el
hibachi
tenía todo muy buena pinta. Quiero decir que, a fin de cuentas, no comí poco por culpa de la comida sino por otro motivo. Resulta que a Arisa se le ocurrió la genial idea de obligarnos a comer con palillos y como Gabriel últimamente le consentía todo, pues dos contra uno, hala, a comer con palillos. Puede que Gabriel al saber dibujar fuera habilidoso con las manos, ya que no tardó mucho en cogerle el tranquillo a comer con palillos, pero yo no pude. Me lo explicó mil veces Arisa y no pude. Entonces cogí uno de los palillos y atravesé uno de los
sushi
esos y funcionó. A Arisa le hizo gracia y empezó a reírse diciendo que no era muy ortodoxo, pero que se podía considerar que sí, que yo estaba comiendo con palillos, pero el listillo de Gabriel se puso en plan serio, como si hubiese talado él el árbol con el que habían hecho aquellos palillos, y se me puso a dar lecciones de cómo cogerlos. Fue entonces cuando me enfadé y agüé la fiesta japonesa.