En el aparcamiento sólo había dos o tres coches más, pero mientras miraba un tablero de información llegaron dos autobuses en formación, soltaron un bufido e inmediatamente empezaron a desembarcar ríos de pasajeros, todos con el pelo blanco, cámara al cuello y desorientados parpadeos ante el insoportable brillo del sol. Parecía que fueran de todas partes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Holanda y Escandinavia. Después de haber llegado tan lejos, no tenía ganas de compartir mi experiencia con cien ruidosos desconocidos y me fui a la playa con paso enérgico por una pista arcillosa. Hacía un calor espantoso. Venía brisa del mar, pero parecía que trajera aún más calor. Al cabo de un kilómetro la pista terminó en una bahía suntuosamente soleada, en calma y de un intensísimo color verde. A cierta distancia mar adentro había un largo banco de arena formando una perezosa curva. Aquello tenía que ser Fauré Sill, una barrera de dunas de cuarenta y cinco km de longitud que rodea la bahía y le otorga un carácter especial; cálida, poco profunda y con aguas muy salinas de las que había por el planeta cuando los estromatolitos reinaban por doquier.
No se veían por ninguna parte señales de invasión humana excepto directamente enfrente, donde un elegante paseo de madera zigzagueaba a lo largo de unos cuarenta y cinco metros por la bahía sobre unos pilones bajos, oscuros y de aspecto primitivo que no rompían la calma de la superficie del agua. Había encontrado mis estromatolitos vivos. Ansioso, me subí al paseo y lo seguí hasta el primer grupo de sedimentos. El agua era transparente como un cristal y tenía un par de metros de profundidad.
Los estromatolitos no son fáciles de describir. Son tan primitivos que ni siquiera adoptan formas regulares tal como hacen los cristales, por ejemplo. Los estromatolitos se amontonan. Más cerca de la costa formaban plataformas grandes y ligeramente ondulantes, como un asfalto viejo. Más allá se disponían como grupos individuales que recordaban enormes boñigas de vaca o excrementos de elefante. En los libros se suelen referir a ellos como si tuvieran forma de palo, de coliflor o de columna. Son como gotas sin forma, de color negro grisáceo, sin distintivos ni brillo.
Hay que admitir que una formación de estromatolitos no es una visión bonita ni impresionante. Vuestra reacción después de ver un lecho de estromatolitos vivos por primera vez sería decir «Ummm» en el tono vaga, reflexiva y prudentemente favorable que utilizaríais si os dieran un canapé que está más bueno de lo que parecía pero no tanto como para comeros otro. Es un tono que quiere decir: «Bueno, pues vale».
No es el aspecto de los estromatolitos lo que los hace tan extraordinarios. Es la idea de que existan, y en eso sí que no tienen rival. Imaginad que estáis viendo rocas vivas: que funcionan silenciosamente como copias de las primeras estructuras orgánicas que aparecieron sobre la tierra. Estáis experimentando el mundo como hace 3.500 millones de años, más de tres cuartas partes hacia atrás, hasta el momento de la creación terrestre. Si no es una idea estimulante, no sé qué podría serlo. Como dijo el antes mencionado paleontólogo Richard Fortey: «Es como viajar en el tiempo, y si el mundo supiera apreciar las auténticas maravillas, esto sería tan conocido como las pirámides de Giza». Tiene razón.
Los estromatolitos son como los corales, su vida se desarrolla en la superficie, y lo que vemos de ellos es la masa muerta de los antecesores. Mirando con atención se observan diminutas burbujas de oxígeno que suben desde las formaciones como una corriente. Es lo máximo que hacen los estromatolitos, que no es mucho, pero es lo que hizo posible la vida tal como es. Las burbujas las provoca un microorganismo del tipo de las algas llamado cianobacteria, que vive en la superficie de las rocas —unos tres mil millones por metro cuadrado, para ahorraros el recuento—, y cada uno de ellos captura una molécula de dióxido de carbono y un diminuto latido de energía del sol y lo combina para mantener sus modestas ambiciones de vida. El producto resultante de un proceso tan simple es la exhalación de un poquito de oxígeno. Pero muchos estromatolitos que respirasen durante un período dilatado modificarían el mundo. Durante dos mil millones de años fue la única vida que hubo en la Tierra, y en ese período los estromatolitos aumentaron el nivel de oxígeno de la atmósfera en un 20 %, el requerido para permitir el desarrollo de otras formas de vida más complejas: yo, por ejemplo. Les estaba sinceramente agradecido.
El proceso químico que tiene lugar hace las células ligeramente pegajosas. Diminutas motas de polvo y otros sedimentos se pegan a su superficie y éstas se unen lentamente y forman las rocas que estaba viendo. Los estromatolitos no sólo se mantienen allí porque las condiciones sean especialmente favorables sino porque dichas condiciones son hostiles a cualquier otro animal. Los estromatolitos no existen en ningún otro sitio porque se los llevaría la marea o alguien los devoraría, y en cambio allí no hay nada más que sobreviva en aguas tan saladas ni nadie que se los coma.
Los estromatolitos dieron vida a la tierra y después se convirtieron en alimento y fueron devorados hasta la extinción, lo cual encierra una cierta ironía. Algo parecido me sucedió a mí. Mientras estudiaba las aguas cristalinas podía oír a los ancianos turistas que se acercaban por la pista. A los pocos minutos una avanzadilla empezó a subirse al paseo de madera. Una mujer con una visera de los Miami Dolphins se colocó junto a mí, contempló el agua un momento, se apartó un par de moscas, miró a su marido y en una voz que habría ahogado a un grupo de trabajadores del acero dijo: «¿Para ver esto hemos cruzado todo el continente?».
Como me sentía con ánimo caritativo, me giré hacia ella y, con una sonrisa comprensiva y toda la amabilidad y el tacto que pude reunir, emprendí la tarea de despertarle admiración por la maravilla que tenía a sus pies. Reconocí su impresión de que los estromatolitos no eran gran cosa a primera vista, pero le expliqué cómo sus diligentes e infinitesimales contracciones químicas, en un período infinitamente largo, habían hecho del mundo un lugar verde y hermoso como el que tenemos. Observé que sólo se habían encontrado formaciones como aquélla en dos lugares más de la Tierra —uno, también en Australia y el otro en un cayo remoto de coral de las Bahamas, los dos mucho más pequeños y prácticamente inaccesibles— de modo que aquel era el único lugar del mundo donde los visitantes podían examinar con relativa comodidad tan singulares creaciones en todo su menospreciado esplendor. Así que —y aquí introduje mi sonrisa más cálida y zalamera— valía la pena haber cruzado el continente por verlos.
Me escuchó con lo que yo definiría como estupefacta sumisión, sin apartar la mirada. Después me tocó el brazo con la mano y dijo:
—¿Sabe que está quemadísimo?
Paseé por la playa de conchas contigua hasta que las moscas me hicieron imposible perseverar, y después volví tranquilamente a la estación de telégrafos. El museo estaba cerrado y a oscuras, así que fui al café. Los turistas supongo que se habían detenido a tomar algo porque la encargada estaba ocupada recogiendo tazas y platos. Al verla pensé cómo se las arreglaría para alimentar a autobuses llenos de gente con el supermercado más cercano a 250 km.
—¿Sí? —dijo amablemente al pasar por mi lado.
—Quería saber si era posible ver el museo.
—Claro que sí. Le diré a Mike que le acompañe.
Mike era Mike Cantrall, un tipo de mediana edad tan alegre como ella, con un disoluto pendiente y actitud relajada, que salió de la cocina secándose las manos con una servilleta de papel, evidentemente feliz de dejar de lavar platos. Me acompañó al museo y con cierta dificultad abrió la puerta. El museo era pequeño y mal ventilado y me dio la sensación de que no lo abrían desde hacía meses —me dijo que muy pocos turistas querían verlo pero era encantador. Una sala entera estaba dedicada a los estromatolitos. Había un tanque de peces con estromatolitos burbujeando pacíficamente, los únicos en cautividad del mundo, creo. En un viejo televisor con vídeo me mostró una cinta de cuatro minutos que hacía un conciso repaso de lo que eran los estromatolitos y cómo se habían formado. Después recogió un fragmento del tamaño de un ladrillo de viejos estromatolitos y me lo pasó. Yo hice las convenientes expresiones de sorpresa por lo pesado que era.
El resto del museo estaba dedicado a sus días como puesto fronterizo de telecomunicación: primero para el telégrafo y después para el teléfono. Era mucho más entretenido de lo que había creído, primero, porque en una de las paredes había una gran fotografía de Adgee Cross, un operador, en lo alto de una escalera, completamente desnudo, reparando una línea de telégrafos y tan campante como si aquel fuera el uniforme de reparaciones del telégrafo del
outback
. Iba desnudo, me explicó Mike, porque acababa de cruzar el río Murchison con la escalera y no quería mojarse la ropa. No dije nada, pero se me ocurrió que la ropa mojada tardaría escasos minutos en secarse en el desierto mientras que las botas, que era lo único que llevaba puesto, tardarían horas. Sospecho que Adgee Cross reparaba las líneas desnudo porque le gustaba. A lo que yo digo: ¿por qué no?
También me enteré de la graciosa historia de la señora Lillian O’Donahue, que era operadora de teléfonos allí antes de que se inventaran los teléfonos automáticos. En Carnarvon, carretera arriba, había una gran antena de satélite que la NASA utilizó hasta los años setenta para rastrear las naves espaciales cuando pasaban por el Océano Índico. En 1964, durante una misión, se cortó la comunicación entre la antena de Carnarvon y una estación de rastreo cercana a Adelaida, y todos los mensajes tuvieron que pasar por la señora O’Donahue y su anticuado equipo. La señora O’Donahue estuvo una larga y calurosa noche ante su centralita registrando cuidadosamente mensajes en clave de un puesto fronterizo y pasándolos a otro. Cada vez que la nave
Geminis
pasaba sobre los cielos meridionales, el destino de la misión —esto me encanta— quedaba en las devotas manos de una modesta ancianita sentada en un rincón polvoriento de una pequeña casita blanca de la costa oeste australiana. Ganó seis dólares por horas extras, me dijo Mike. Esto también me encantó.
Salimos, Mike cerró la puerta y volvimos juntos al aparcamiento. Le pregunté cómo había ido a parar a aquel lugar. Me dijo que él y su esposa, Val —la alegre señora del mostrador— llevaban allí tres semanas. Eran de los nuevos nómadas —jubilados (hoy en día a menudo jubilados antes de tiempo)— que lo venden todo, compran una caravana potente y se pasan la vida en la carretera, no se crean vínculos en ningún sitio y no paran nunca. Seis meses antes, aquello me habría parecido el peor castigo: conducir sin parar por un paisaje tan caluroso, seco y árido. Pero ahora lo entendía perfectamente. Toda aquella vacuidad y luz deslumbrante tienen algo seductor que no cansa nunca: una idea paradójica. Además, Australia está llena de sorpresas. Siempre hay algo en tu camino: un paseo por las copas de los árboles, una playa que alberga formas antiguas de vida, museos que conmemoran extraordinarios naufragios holandeses o reparadores de teléfonos desnudos, gente encantadora como Mike y Val Cantrall, un pueblecito de pescadores a la espera de que llegue una barca remolcada. Nunca sabes qué pasará pero siempre es agradable. A lo mejor era cosa de mi estado de ánimo, pero me sentía como si yo también pudiera hacerlo.
Le di las gracias a Mike por mostrármelo todo y volví a mi rutilante vehículo. Incluso desde lejos ya se veía que haría un calor insoportable dentro, o sea que abrí las puertas para que se aireara y me refugié con mi libro de mapas bajo la sombra de un árbol inclinado junto al sendero de la playa. No sé por qué me tomaba la molestia de mirar porque el único camino para volver a Perth era por el que había venido, siguiendo la larga y vacía North West Coastal Highway. Para pasar el rato, hojeé distraídamente las páginas correspondientes a Australia Occidental —es tan grande que necesita varias— y me llamó la atención un terreno elevado muy cerca de la frontera con el Territorio del Norte. Era una especie de cordillera llamada, con inaudita sonoridad, las Bungle Bungles. Hacía poco que había oído hablar de ellas. Las Bungle Bungles son un macizo aislado de piedra arenisca en el que durante millones de años los vientos fuertes y secos han excavado el paisaje en formas curiosas: larguiruchos pináculos, hectáreas de rollizas dunas, paredes ondulantes. El conjunto abarca 2.600 km
2
, pero, según el libro
Australia: A Continent Revealed
, estas extraordinarias formaciones «no se conocieron a fondo hasta los años ochenta». Es increíble. Una de las maravillas naturales del mundo, que ocupa una zona equivalente a la de un condado inglés, no se visitaba ni se conocía hasta hace unos veinte años.
Tuve un poderoso impulso de ir a verlas. ¿Cuándo volvería a estar tan cerca? Además, sería la ocasión de llegar al Pilbara y visitar el pequeño Marble Bar, famoso por ser el pueblo más caluroso de Australia. Podría ver la tierra donde Stan Awramik encontró y perdió sus estromatolitos fosilizados. Desde allí llegaría dando un salto por la Victoria Highway a Darwin. La estación húmeda terminaría pronto, así que podría ir al Parque Nacional de Kakadu —que dicen que es maravilloso, pero cuando yo había estado allí era sólo un lago— e incluso llegarme a Queensland a visitar Cooktown de una vez. Bueno, podría seguir así siempre.
Pero aquello era una fantasía, producto quizá de un exceso de sol, un deseo natural de no volver sobre mis pasos por los 725 km de solitaria carretera hasta Perth y una auténtica reticencia a dar por terminada aquella aventura. Medí con los dedos la distancia y me sorprendió y no me sorprendió al mismo tiempo ver que había 2.575 km hasta el desvío de las Bungle Bungles —160 km de duras pistas del interior por las que no me sentiría seguro—. Estaba en un punto medio de la costa oeste de Australia, al límite del mundo, y todavía me faltaban 2.500 km de desolación para llegar a un punto de atracción en el mismo estado. Ese país tiene una dimensiones absurdas.
Pero esta es la gracia de Australia: que haya tantas cosas por ver y tantas otras por encontrar. No hay manera de ver ni la mitad. Me puse a pensar qué diría mi esposa si le llamara y dijera: «Cariño, vendemos la casa y nos compramos una caravana australiana. ¡Vamos a ver las Bungle Bungles!». Francamente no creía que colara, o sea que cerré las puertas del coche, me puse al volante e inicié mi largo viaje de vuelta a Perth.