En un entorno como éste proliferaban los rumores de hallazgos fabulosos explotados. La historia más famosa se refiere a un tal Harold Bell Lasseter, que en los años veinte afirmó haber encontrado una roca de oro de unos quince kilómetros en los desiertos centrales hacía treinta años, pero que por razones que no estaban a su alcance no había podido reclamarlo. Aunque parece inverosímil, la historia era más plausible de lo que puede hacer pensar una mera descripción. Finalmente, Lasseter logró convencer a varios inversores escépticos y a algunas grandes corporaciones (General Motors fue una de ellas) de que organizaran una expedición, que partió de Alice Springs en 1930. Después de varias semanas de dar vueltas de forma confusa e improductiva, los que habían creído en Lasseter empezaron a perder su confianza. Uno por uno todo el equipo lo fue abandonando, hasta que Lasseter se quedó solo. Un día sus dos camellos se soltaron. Solo y a pie, encontró una muerte solitaria y lamentable. Juraría que también bebió orina. Pero, no encontró el oro. La gente todavía lo busca.
Aunque casi con certeza Lasseter iba muy despistado o era un charlatán, la idea de que haya un enorme arrecife de oro en el desierto no es totalmente absurda. Y es posible que alguien pueda hacer tal hallazgo y después olvide su localización, como en este caso. Otras personas más meticulosas y preparadas que Lasseter se han confundido en el desierto. Éste fue el caso de Stan Awramik, un geólogo que estaba estudiando las bajas, irregulares y terriblemente calurosas colinas del Pilbara, una región del noroeste de Australia por explorar, cuando encontró un afloramiento de rocas que contenían diminutos organismos fosilizados llamados estromatolitos que podían datarse en el amanecer de la vida, hace 3.500 millones de años. En el momento que los descubrió Awramik eran los fósiles más antiguos encontrados en la Tierra. Desde un punto de vista científico, esas rocas fueron el equivalente al fugitivo arrecife de oro de Lasseter. Awramik recogió unas muestras y volvió a la civilización. Pero cuando retornó a Pilbara para proseguir con sus investigaciones, fue incapaz de encontrar el afloramiento. Se desvaneció en aquella interminable desolación de colinas. En alguna parte, aquellos estromatolitos originales todavía esperan que los redescubran. Igual podría haber sido oro.
Desde entonces se han encontrado otros lechos de estromatolitos de similar o mayor antigüedad en otros puntos, tanto en Australia como fuera. Pero, en el mismo período, en las cálidas y poco profundas aguas de Shark Bay, en una solitaria franja de la costa de Australia Occidental, los científicos descubrieron algo no menos extraordinario e incluso más inesperado. Encontraron una comunidad de estromatolitos vivos: colonias de formaciones, al estilo de los líquenes, que silenciosa pero perfectamente habían reconstruido las condiciones que existían en la Tierra cuando la vida estaba en su infancia. Era eso lo que iba a ver.
Hay unas ocho horas de coche entre el norte de Perth y Shark Bay. A primera hora de la tarde, cerca de un lugar llamado Dongara, la carretera se curvó y empezó a descender hacia el mar y por fin logré entrever el azul océano. Esta sección de Australia Occidental se llama Batavia Coast, que es precisamente lo que quería investigar. En Geraldton, la única ciudad digna de este nombre en 1.000 km (sin duda el único sitio con más de un semáforo), paré a tomar café y aparqué por casualidad frente a un pequeño museo marítimo en el centro de la ciudad. Vacilé en la puerta, dividido entre la necesidad de seguir mi camino y la curiosidad por ver lo que había allí dentro, e impulsivamente entré, y me alegro de haberlo hecho, porque el museo estaba dedicado en gran parte a la poco conocida historia del barco que dio su nombre a la costa: un olvidado navío mercante llamado
Batavia
, que fue a parar a las costas de Australia en 1629 y al hacerlo desencadenó uno de los episodios más grotescos e inverosímiles de los anales de la marina. Los libros de historia australianos no suelen dedicarle más que una nota al pie (Manning Clark no lo menciona), lo que me sorprende un poco porque fue la primera estancia de europeos en suelo australiano, y sigue siendo la mayor matanza de blancos en la historia del país. Pero voy demasiado deprisa.
En 1629, cuando empieza nuestra historia, los marinos holandeses acababan de descubrir que la forma más rápida de llegar a las Indias Orientales desde Europa no era hacerlo en línea recta por el Océano Índico después de doblar el cabo de Buena Esperanza en África, sino bajar hasta el paralelo 40 —los famosos Cuarenta Rugientes— y dejar que esos animados vientos te empujaran hacia el este. La teoría funcionaba, siempre que lograras no estrellarte contra Australia. Por desgracia, ésta fue la suerte del capitán Francisco Pelsaert. Dos horas antes del amanecer, a primeros de junio de 1629, el
Batavia
tropezó con un impedimento arenoso llamado Islas Abrolhos en la costa oeste de Australia. Casi enseguida la nave empezó a quebrarse.
De las 360 personas que estaban a bordo, muchas se ahogaron en la confusión, pero unas doscientas llegaron como pudieron a la costa. Salió el sol y vieron que estaban en una inhóspita franja de arena con unas pocas provisiones rescatadas del barco y una perspectivas francamente lúgubres. Estaban a 1.500 millas de Batavia (ahora Jakarta). Pelsaert reflexionó un rato, y anunció su intención de llevarse un grupo de hombres y un bote grande y llegar remando a Batavia: no era muy esperanzador pero era lo único que tenían.
Dejó al mando a un hombre llamado Jeronimus Cornelisz. Lo que pasó después no está muy claro, pero parece que Cornelisz era a la vez un loco y un fanático religioso: una combinación peligrosa. En los días siguientes, él y unos pocos fieles seguidores mataron a muchos de los supervivientes: 125 hombres, mujeres y niños. Y a los pocos que perdonaron la vida los convirtieron en esclavos —las mujeres para cocinar y ofrecer sus favores sexuales, los hombres para pescar y trabajar— excepto un pequeño grupo, que se escapó a otro banco de arena a unos cien metros de distancia cruzando un difícil canal. Allí construyeron las armas que pudieron con las conchas y los maderos que arrastraba el agua, y un fuerte para frustrar los ataques que Cornelisz y sus hombres lanzaban de vez en cuando.
Pelsaert, desconocedor del lío que había dejado atrás y preocupado con sus cosas —al fin y al cabo había hundido un barco recién botado, el orgullo de la marina mercante holandesa— remó por el mar de Timor y milagrosamente llegó a Batavia. Allí sus estupefactos superiores escucharon su narración, le dieron otro barco y le ordenaron que volviera a buscar a los supervivientes.
Cinco meses después de que empezaran sus problemas, Pelsaert llegó otra vez a las Islas Abrolhos. Una vez allí, el capitán encontró a los supervivientes en plena guerra civil, y —siempre a punto de meter la pata— estuvo a punto de ponerse de parte del bando equivocado y perder su nave a manos del enloquecido Cornelisz y su banda de desesperados. Sin embargo, al final consiguió comprender lo que había sucedido e introdujo un poco de orden y justicia en el pequeño pero fatídico banco de arena. Cornelisz y seis de sus secuaces fueron ahorcados sin demora. Los demás recibieron azotes o se les obligó a pasar por debajo de la quilla y se les encadenó para devolverlos a Batavia donde se les aplicaría un tratamiento correctivo más serio. Pero por razones desconocidas, Pelsaert decidió tomarse la molestia de ordenar que trasladaran a tierra en bote a dos de los sinvergüenzas —un marino llamado Wouter Looes y un grumete llamado Jan Pelgrom—, y fueran abandonados allí.
El 16 de noviembre de 1629, los dejaron en un lugar llamado Red Bluff Beach. Nadie sabe qué fue de los dos holandeses, pero dos cosas son seguras. Fueron los europeos que llegaron más lejos del mundo y los primeros australianos blancos.
Gracias al amable personal del museo, me enteré de que Red Bluff Beach está en un lugar llamado Kalbarri, a un par de horas por la costa, y como me venía de camino a Shark Bay, decidí parar a pasar la noche. Kalbarri está a unos sesenta kilómetros por un desvío de la North West Coastal Highway, en una verde llanura cubierta de matas de brezo. Empezaba a hacerse de noche cuando llegué —demasiado tarde para ir a ver el lugar donde habían abandonado a los holandeses— o sea que alquilé una habitación en un motel cercano a la playa y me contenté con un paseo por el pueblo. Kalbarri es un lugar pequeño y bonito. Se remonta sólo a 1952, cuando unos pescadores descubrieron que las aguas cercanas a la costa estaban repletas de langostas. Hasta mediados de los años setenta, en que se asfaltó la carretera que se desvía de la North West Coastal Highway, estaba prácticamente aislado del mundo exterior excepto por mar. Hoy en día la pesca sigue siendo el motor de la comunidad, pero también se ha convertido en un pequeño complejo turístico. Las dos cosas parecen convivir bien.
Difícilmente podría mejorarse su situación. Está en una gran bahía protegida por largos bancos de arena blanca. Caminé hasta la playa con la luz cálida del final del día. Las Islas Abrolhos estaban a unos sesenta kilómetros de la costa —no se veían desde el continente— pero vi, a unos tres kilómetros costa abajo, el promontorio llamado Red Bluff, donde habían abandonado a los dos amotinados.
Mientras paseaba, dos cosas me llamaron la atención: a unos cien metros dentro de la bahía, un bote medio hundido, remolcado muy lentamente hacia el puerto por un estrecho canal entre los bancos de arena, y montones de personas que habían acudido a verlo. El mayor grupo de mirones estaba en un malecón de la parte comercial del puerto, a un kilómetro. En la parte turística del puerto también había mucha gente, sentada sobre el capó de los coches aparcados en el paseo marítimo, mirando desde los balcones de las casas y apartamentos en primera línea de mar o saliendo de las tiendas y los pubs a mirar. Había en el aire un silencio raro y casi misterioso.
Pregunté a un hombre sentado sobre un coche qué sucedía.
—Es un barco de pesca que encalló en un arrecife anoche —explicó.
El accidente había sucedido a las dos y media de la madrugada, mar adentro, el barco había empezado a irse a pique. Para añadir más tensión al asunto, el patrón se había llevado a su hijo de siete años, seguramente como premio. Habían salido a rescatarlos tres botes de pesca del pueblo. Miré el reloj. Llevaban dieciséis horas de rescate. Se lo observé a mi informador y él me sonrió levemente, como excusándose.
—Ha sido un día muy largo para todo el pueblo —dijo—. Hemos estado con el alma en vilo. Pero todo ha salido bien.
Kalbarri tiene una población de 1.500 personas y unos dos tercios estarían allí. Cuando el bote pasó entre los bancos de arena y su salvación pareció asegurada, la gente aplaudió con furor desde todos los rincones del puerto como si recibieran al ganador de una regata, y los animaron. Me pareció estupendo que todo un pueblo acudiera a la llegada de un bote de pesca en apuros. Creo que ni pagando encontraría mil personas que me recibieran si llegara renqueando a puerto tras una noche azarosa. Me gustaba Kalbarri.
Por la mañana me levanté temprano y conduje los tres kilómetros por la costa hasta Red Bluff Beach, donde me habían dicho que encontraría un mojón que señalaba el lugar donde los dos malvados holandeses habían sido abandonados a su solitario destino. Era un lugar espectacular: una gran plataforma de roca barrida por las olas, que la salpicaban sin parar. A un lado había una larga playa de dunas marcada a intervalos con rótulos que decían: «Precaución. Corrientes peligrosas». El océano era de un turquesa brillante, y la larga playa era golpeada por furiosas y grandes olas.
Busqué cuidadosamente por toda la zona, pero no encontré ningún mojón y no había nadie en la playa a aquella hora, aparte de una pareja que paseaba a un perro retozón. No tenía importancia. Quien hubiera puesto el mojón tuvo que hacerlo mucho después del suceso y probablemente se basaba en conjeturas. Así que disfruté del sol y del frescor del aire del mar, y se me ocurrió la idea de que quedarse allí abandonado no tenía nada de malo. Era un lugar precioso. El mar estaba lleno de peces y las colinas detrás de la playa abundaban en material de construcción. Looes y Pelgrom —insisto que por razones insondables— fueron generosamente tratados por Pelsaert. Les dejó un pequeño bote, comida y agua, herramientas y abalorios para comerciar con los nativos, si encontraban alguno. Hay lugares mucho peores del mundo donde terminar tu vida: por ejemplo, una mazmorra fétida e infestada de malaria en Batavia, como habría sido su destino. Suponiendo que las relaciones con los nativos fueran cordiales, allí se podía vivir tranquilamente.
La idea me llegó muy adentro no sólo porque allí,
in situ
, lo viera tan claro. La franja costera de Australia Occidental al norte de Perth es asombrosamente bella y se ha librado del desarrollo. Más allá de Kalbarri no hay un solo pueblo en 300 km hasta Carnarvon, y sólo una carretera secundaria que llega al mar, la que yo iba a coger en Shark Bay. Más allá de Carnarvon, a lo largo de los 2.900 km hasta Darwin, había una tranquila y esplendorosa costa salpicada de vez en cuando por diminutas poblaciones. En conjunto, Australia tiene unos doce mil quinientos kilómetros de costa y sólo tres docenas de comunidades costeras, incluidas las de la península del sudoeste por donde había venido.
Por esta razón se tardó tanto en descubrir los estromatolitos en Shark Bay. Aunque estaban en la orilla de una playa de conchas accesible, donde podía verlos cualquiera, nadie se fijó en ellos hasta 1954, y la ciencia no los identificó hasta una década después. Con 37.000 km de costa australiana por investigar, no es raro que les cueste tiempo.
Desde Kalbarri tenía que recorrer 60 km para volver a la North West Coastal Highway —sólo existe esta carretera para entrar y salir— y unos ciento cincuenta kilómetros más hasta Shark Bay. En dos horas y media me crucé sólo con tres coches y un
roadtrain
larguísimo. Al cabo de un rato vi un par de manchas misteriosas en la carretera ante mí. Eran dos obreros que practicaban un agujero en medio de la calzada y se protegían en cada dirección por medio de un cono de plástico anaranjado colocado en el centro de la vía, a un par de metros de donde trabajaban. Estoy hablando de la carretera principal de la costa. Me recordó de golpe lo lejos que estaba de todo. Aquello era lo más alejado que se puede estar en Australia de los principales centros de población. Por carretera, desde donde estaba yo, había 6.000 km a Sydney y cerca de cinco mil a Brisbane. Incluso Alice Springs, la ciudad más cercana por el este, estaba a 4.000 km de distancia debido al trazado de las carreteras. Finalmente, por una estepa sin accidentes, llegué al desvío de Shark Bay. Seguí una carretera secundaria recién asfaltada unos tres kilómetros. Terminaba en una antigua estación de repetición de telégrafos, en Hamelin Pool: un complejo con edificios blancos de madera; uno de ellos se anunciaba como museo y otro como café y tienda de regalos.