Su misión era clara: encontrar una ruta desde la costa sur de Melbourne al golfo de Carpentaria en el lejano norte. Melbourne, en esa época mucho mayor que Sydney, era una de las ciudades más importantes del Imperio Británico y, sin embargo, una de las más aisladas. Para mandar un mensaje a Londres y recibir una respuesta se tardaba cuatro meses, a veces más. Entre los años 1850 y 1860 el Instituto Filosófico de Victoria decidió patrocinar una expedición para encontrar una vía a través del «hórrido espacio blanco», como se conocía poéticamente al
outback
, que permitiría montar una línea de telégrafos y conectar Australia primero con las Indias Orientales y después, progresivamente, con el mundo.
Eligieron como jefe a Robert O’Hara Burke, un agente de policía irlandés que nunca había estado en el
outback
, famoso por su habilidad para perderse incluso en zonas habitadas, y que no sabía nada de exploración ni de ciencia. El supervisor era William John Wills, un joven médico inglés cuya principal cualificación parece haber sido un pasado respetable y sus deseos de participar. Un detalle a tener en cuenta es que ambos eran barbudos.
Aunque en esa época las expediciones al
outback
ya no representaban ninguna novedad, ésta en particular cautivó la imaginación popular. Decenas de miles de personas se alinearon a la salida de Melbourne cuando, el 19 de agosto de 1860, la Expedición de Exploración del Gran Norte se puso en marcha. El grupo era tan grande y difícil de manejar que tardó en partir desde primera hora de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Entre los artículos que Burke había considerado necesarios para la expedición había un gong chino, un escritorio, una pesada mesa de madera con taburetes a juego y un equipo de cepillos para los caballos que, según el historiador Glen McLaren, era «adecuado para preparar y presentar sus caballos y camellos en una exposición de la Sociedad de Agricultura».
Los hombres empezaron a reñir casi enseguida. A los pocos días, seis habían dimitido, y el camino a Menindee se fue llenando de vituallas que consideraron inútiles, incluidos 700 kg de azúcar (dejadme que lo repita: 700 kg de azúcar). Lo hicieron casi todo mal. Contra toda razón, planearon el viaje de manera que la parte más dura del trayecto transcurriría en plena canícula.
Con tanta carga, tardaron casi dos meses en atravesar los 600 km de camino trillado a Menindee; una carta de Melbourne hacía normalmente el trayecto en dos semanas. En Menindee aprovecharon las modestas comodidades del Maidens Hotel, dejaron descansar a los caballos y reorganizaron las provisiones, y el 19 de octubre salieron hacia el más hórrido espacio blanco que podían haber imaginado. Ante ellos se extendían 2.000 km de tierra sanguinaria. Fue la última vez que alguien del mundo exterior vio a Burke y Wills con vida.
El avance por el desierto era difícil y lento. En diciembre, cuando llegaron a un lugar llamado Cooper’s Creek, en la frontera de Queensland, habían avanzado sólo 650 km. Exasperado, Burke escogió a tres hombres —Wills, Charles Gray y John King— y se adelantó hacia el golfo. Viajando ligeros calculaba llegar allí y volver en dos meses. Dejó a cuatro hombres en el campamento base, con instrucciones de esperarlos tres meses si se retrasaban.
El avance fue mucho más duro de lo que esperaban. Las temperaturas diurnas ascendían normalmente a más de 60 ºC. Tardaron dos meses, en lugar de uno, en cruzar el
outback
, y el resultado, cuando finalmente llegaron, fue más bien un chasco: una faja de manglares bordeando la costa les impidió alcanzar, o ni siquiera ver, el mar. Sin embargo habían completado con éxito la primera travesía del
outback
. Desgraciadamente, también habían dado cuenta de dos terceras partes de sus provisiones.
El resultado es que se quedaron sin comida en el viaje de vuelta y casi murieron de hambre. Para su consternación, Charles Gray, el que estaba más en forma del grupo, murió de repente. Andrajosos y delirantes, los tres hombres siguieron adelante. Finalmente, la noche del 21 de abril de 1861, llegaron tambaleándose al campamento base donde descubrieron que sus hombres, que los habían esperado cuatro meses, habían partido aquel mismo día. En un árbol de eucalipto coolibah habían grabado el mensaje:
EXCAVAD
1 M NO
12 ABRIL 1861
Excavaron y encontraron unas míseras raciones y un mensaje que decía lo que ya era dolorosamente evidente: que el grupo base había abandonado y se había marchado. Desolados y agotados, comieron y durmieron. Por la mañana escribieron un mensaje anunciando su regreso y lo enterraron cuidadosamente en el escondite; tan cuidadosamente, que, cuando un miembro del grupo base regresó aquel día a echar un último vistazo, ni siquiera notó nada. De haberlo sabido, los habría encontrado no muy lejos, caminando sobre terreno rocoso con la imposible esperanza de llegar a un puesto de policía a 250 km de distancia, en un lugar llamado Mount Hopeless
[*]
.
Burke y Wills murieron en el desierto, a poca distancia de Mount Hopeless. A King lo salvaron los aborígenes, que lo cuidaron durante dos meses hasta que lo encontró un grupo de rescate.
En Melbourne, mientras tanto, se esperaba aún un regreso triunfal de la heroica partida, y las noticias del fracaso cayeron como una bomba. «Todo el grupo de exploradores se ha disuelto en la nada», informó el
Age
con franco asombro. «Unos están muertos, otros de regreso, uno ha llegado a Melbourne, y otro a Adelaida […] Al parecer la expedición ha sido un completo desastre».
Cuando finalmente se echaron cuentas, el coste total de la empresa, incluida la búsqueda para recuperar los cadáveres de Burke y Wills, ascendía a 60.000 libras esterlinas, más de lo que Stanley había gastado en África con mejores resultados.
Incluso ahora, el vacío de esa inmensa zona es sobrecogedor. El paisaje que cruzábamos era, oficialmente, sólo «semidesértico», pero constituía la extensión más desprovista de vegetación que había visto. Cada 20 o 25 km había una pista y un solitario buzón señalando una estación fantasma de ovejas o ganado. En una ocasión un camión nos adelantó dando tumbos a toda velocidad, rociándonos de arenisca y polvo rojizo, y la única cosa viva era el quejido tembloroso de los ejes sobre el camino de troncos. Cuando llegamos a White Cliffs, a media tarde, nos sentíamos como si hubiéramos pasado el día en una mezcladora de cemento.
Visto en perspectiva, es imposible creer que White Cliffs, una pequeña mancha de viviendas bajo un cielo claro y duro, hubiera sido un ciudad próspera, con una población de casi cuatro mil quinientos habitantes, un hospital, un periódico, una biblioteca y un centro lleno de tiendas, hoteles, restaurantes, burdeles y casas de juego. Hoy día, el centro de White Cliffs consiste en un pub, una lavandería, una tienda de ópalos y una estación de servicio con cafetería y tienda de ultramarinos. La población es más o menos de ochenta personas. Viven en un apático mundo de calor y polvo. Si alguien busca gente con resistencia y fortaleza para colonizar Marte, es el lugar adonde ir.
A causa del calor, casi todas las casas del pueblo están excavadas en las faldas de dos descoloridas colinas de las que el pueblo toma su nombre. La más ambiciosa de estas residencias y la atracción principal de los pocos turistas que se aventuran tan lejos, es el Dug-Out Underground Motel, un complejo de 26 habitaciones adosado a la roca por el lado de Smith’s Hill. Pasear por su red de túneles rocosos es como meterse en una de las primeras películas de James Bond, en uno de esos complejos subterráneos donde los secuaces leales a ESPECTRA maquinan la conquista del mundo fundiendo la Antártida o secuestrando la Casa Blanca con un imán gigante. La atracción de introducirse en la falda de la colina es evidente en cuanto entras en la casa, a una temperatura de 20 ºC todo el año. Las habitaciones son muy bonitas y bastante normales, salvo que las paredes y los techos son cavernosos y no hay ventanas. Con las luces apagadas, la oscuridad y el silencio son totales.
No sé cuanto dinero tendrían que ofrecerme para convencerme de que me instalara en White Cliffs —alrededor de los tropecientos dólares, supongo—, pero esa noche, sentados en la terraza del motel con Lean Hornby, el dueño, que bebía cerveza y contemplaba la caída de la noche, yo me di cuenta de que mi tarifa era negociable. Estaba a punto de preguntar a Lean —un hombre urbano de origen y, diría yo, de vocación— en qué extraño trance había decidido instalarse, junto con su encantadora esposa Marge, en un lugar perdido del mundo, donde ir al supermercado significaba un trayecto de seis horas por una pista llena de baches. Pero antes de que abriera la boca pasó algo increíble. Unos canguros saltaron ante nosotros y empezaron a pastar de modo pintoresco, el sol se hundió en el horizonte, como en un cambio de decorado, y los impresionantes cielos occidentales se desplegaron con centenares de tonos —resplandecientes rosas, púrpuras oscuros, brochazos de puro carmesí—, en proporciones inconmensurables, porque no había el más mínimo obstáculo en los sesenta kilómetros de desierto a la redonda que se extendía entre nosotros y el horizonte. Fue la puesta de sol más extraordinariamente intensa que he visto en mi vida.
—Vine aquí hace treinta años a construir cisternas de agua para los rebaños de ovejas —dijo Lean, como si adivinara mi pregunta— y no pensaba quedarme, pero de todos modos el lugar te cautiva. Me costaría renunciar a estas puestas de sol, por ejemplo.
Asentí mientras él se levantaba a contestar al teléfono.
—Antes era incluso mejor —dijo Lisa, la compañera de Steve—. Se ha sembrado demasiado pasto.
—¿Aquí o en todas partes?
—Prácticamente en todas partes. En la década de 1890, hubo una sequía realmente atroz. Dicen que la tierra no ha llegado a recuperarse, y probablemente no se recuperará nunca.
Más tarde, Steve, Trevor y yo bajamos la colina para ir al White Cliffs Hotel, el bar del pueblo, y la atracción del lugar se me hizo aún más evidente. El White Cliffs es uno de los pubs más agradables en que he estado. No entra por la vista, porque los pubs rurales australianos son casi siempre lugares austeros y prácticos, como éste, con suelos de linóleo, superficies laminadas y refrigeradores con puertas de vidrio, pero gusta por su ambiente acogedor y familiar. En gran parte se debe a su dueño, Graham Wellings, un hombre alegre con un buen apretón de manos, con el pelo cortado como el de un galán de cine, que te transmite la confianza de haberse instalado allí a la espera de que algún día pase alguien como tú.
Le pregunté por qué había ido a White Cliffs.
—Era un esquilador de ovejas itinerante —dijo—. Vine aquí en el cincuenta y nueve a esquilar ovejas y me quedé. Entonces costaba más llegar. Tardábamos ocho horas desde Broken Hill, porque los caminos estaban muy mal. Ahora se hace en tren, pero entonces los caminos eran infernales de principio a fin. Llegábamos aquí muriéndonos por una cerveza fría, y entonces no había neveras. La cerveza estaba a la temperatura ambiente, 43 ºC. Tampoco había aire acondicionado, claro. Ni electricidad, si no tenías un generador.
—¿Cuándo llegó la electricidad a White Cliffs?
Se lo pensó un momento.
—En 1993.
Creí que lo había entendido mal.
—¿Cuándo?
—Hace cinco años. Ahora tenemos también tele —añadió de repente, con entusiasmo—. Hace dos años.
Cogió un mando a distancia y apuntó a un televisor instalado en la pared. Cuando se encendió, pasó por los tres canales que tenía, girándose a mirarnos cada vez con una expresión que dejaba estupefacto. Yo había estado en países en que la gente todavía circulaba en carro y recogía el heno con horcas, y países en que la renta anual per capita no serviría ni para pasar un fin de semana en un Holliday Inn, pero en ningún lugar se me había invitado a mirar la televisión con aquella admiración.
La apagó y dejó el mando en el estante como si fuera un tesoro.
—Sí, era otro mundo —dijo pensativamente.
«Todavía lo es», pensé.
Por la mañana, Steve y Lisa nos acompañaron por la solitaria pista hasta la carretera asfaltada de Wilcannia, donde nos separamos: ellos se fueron a Menindee, y Trevor y yo fuimos directamente a Broken Hill, 197 km carretera abajo por un camino recto y vacío, completando así un círculo grande e irregular.
Pasamos la tarde en Broken Hill, viendo los alrededores. Fuimos a Silverton, antaño una ruidosa ciudad minera, ahora prácticamente abandonada si no fuera por un gran pub, que pasa por ser el más fotografiado y filmado de Australia. No es que el pub tenga nada especialmente salvaje, pero sí da la sensación de estar en medio de la nada y al mismo tiempo a una distancia conveniente de las comodidades y el aire acondicionado de Broken Hill. Se ha utilizado como escenario de películas en 142 ocasiones —en
Una ciudad como Alice
,
Mad Max 2
—, y en casi todos los anuncios de cerveza australiana. Ahora se nutre, pues, de las visitas de los equipos de filmación y de turistas ocasionales como nosotros.
Broken Hill también ha pasado épocas difíciles. Incluso para los australianos, está muy lejos de todo —a 1.200 km de Sydney, la capital del estado, donde se toman las decisiones— y sus ciudadanos tienen una comprensible tendencia a considerarse olvidados. En los años cincuenta todavía tenía 35.000 habitantes; ahora sólo 23.000. Su historia se remonta a 1885, cuando un vaquero que comprobaba unas cercas encontró por casualidad un filón de plata, cinc y plomo de desmesuradas proporciones. Casi de la noche a la mañana Broken Hill se convirtió en una ciudad próspera, y fue el origen de la Broken Hill Proprietary Ltd, que hoy sigue siendo el coloso más poderoso de la industria australiana.