En la Tierra del Fuego (50 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Deja ya de hablar así! —le dijo Annelie von Graberg con rabia contenida. En el barco, Cornelius la había visto casi todo el tiempo tumbada, exhausta, recostada en su marido. Pero ahora se la veía erguida; es verdad que tenía una figura demacrada, pero su postura era la de una mujer orgullosa.

—Hasta ahora únicamente había gastado sus energías en tu desconsolado esposo —comentó Jule, que no parecía tener intención de parar de molestar—. Pero eso, por lo visto, era demasiado poco. Ahora la chica también debe dedicarle al padre la alegría de su vida. Pero, por favor, eso es asunto tuyo, yo no me meto.

—¡Deja de hablar así! —repitió Annelie, esta vez alzando más la voz.

Algunos de los reunidos se volvieron hacia ellas y, en ese preciso instante, la mirada de Jule se fijó en Cornelius. Él sintió cómo se ruborizaba, como si fuera una desvergüenza aparecer justo en ese momento, aunque él no tenía la culpa, él no sabía que Elisa estaba a punto de casarse…

Jule tiró de la manga de la blusa de Annelie y señaló en dirección a él.

—A mí no tienes que aclararme nada, tesoro. Pero tal vez sí que tengas que explicárselo a ese joven.

Annelie abrió los ojos enormemente y palideció al verlo. Hasta mucho después, Cornelius no se preguntó por qué razón Annelie se había asustado tanto al verlo, pero en ese momento no le dio vueltas al asunto. El círculo se despejó. Y entonces vio a la novia… Y la novia lo vio a él…

A menudo se había imaginado ese reencuentro, sobre todo en las últimas horas, y había reflexionado sobre si pesaría más la familiaridad, si correrían ambos a ese mutuo encuentro para caer uno en los brazos del otro, o si predominaría la extrañeza porque habían estado tanto tiempo sin verse.

¡Como si Elisa pudiera ser nunca una extraña para él!

Ahora lo comprendía, pero no podía correr hacia ella y estrecharla entre sus brazos porque Elisa estaba de pie junto a su marido… Su marido.

¡Qué bella era! Sus cabellos, que ella jamás había conseguido domeñar, caían en rizos brillantes sobre su espalda. Una corona de flores rojas y amarillas reposaba sobre su cabeza. Su vestido era de un color gris oscuro; era sencillo, pero estaba impecable. El arco de sus labios estaba ligeramente abierto y sus mejillas mostraban un leve rubor; solo los ojos no eran los de Elisa. No había en esos ojos ni rastro de aquella curiosidad, de aquella mirada franca y cálida que lo había hecho sentirse tan vivo. Ella lo miró ahora tan fijamente que parecía estar ciega, parecía querer estar ciega.

El silencio se había extendido en torno a ellos; y una voz resonó sobresaliendo claramente del grupo. Magdalena Steiner, que era la única que no lo había visto llegar, se acercó a Elisa, le estampó un beso en la mejilla y dijo:

—Ahora eres mi hermana. Que Dios bendiga vuestra unión.

Ella dirigió su mirada a Elisa; a Cornelius no le quedó más remedio que contemplar al hombre que estaba al lado de la novia: Lukas Steiner, el chico que durante el viaje en barco había estado siempre a la sombra de sus hermanos, aquel del que casi no sabía nada. Poldi era atrevido y estaba sediento de aventuras, Fritz era serio y responsable, pero ¿cómo era Lukas?

Por lo menos parecía cortés, de lo contrario, no se le habría acercado sonriente ni le habría dado aquella amable bienvenida al huésped inesperado.

«Él ni sabe lo que está pasando —le pasó a Cornelius por la cabeza—. Se ha casado con una mujer sin saber a quién ama ella, a quién ha amado…»

Tal vez Elisa ya no lo amara, tal vez se había olvidado de él durante todos estos últimos años de duro trabajo.

Sabía que tenía que decirles algo a Lukas y a Elisa, pero no se sentía capaz de hacerlo.

Entonces otra persona habló en su lugar: era Poldi, el arisco chico del barco, que ahora era todo un hombre, de hombros anchos y muy alto. Su voz sonó como un chillido y tenía la mirada nublada.

—¡Y esta no va a ser la última boda del año! —anunció—. Le he preguntado a Theresa Glöckner si quiere casarse conmigo y ella ha aceptado ser mi mujer.

Por el rabillo del ojo, Cornelius pudo ver que Poldi atraía hacia delante a una joven de aspecto insignificante. Pero él no le prestó atención; ahora que Lenerl se había apartado de Elisa, él no podía dejar de mirarla. Pero ella, que hacía un momento lo había mirado fijamente, inmóvil, desesperanzada, con los ojos inertes, bajó la mirada. Vio que le temblaban las comisuras de los labios, pero que no dejaba de sonreír mientras aceptaba las felicitaciones de todos junto a su recién estrenado marido.

Libro tercero
Flor de Fuego
1863-1864

Capítulo 23

Cuando Konrad Weber escuchó aquel martilleo, tuvo la sensación de que estaban cerrando su propio ataúd.

No movió un dedo para ayudar a Gotthard a empacar todas sus pertenencias para el viaje, sino que se quedó allí agachado, refunfuñando. En lugar de mostrarse agradecido con su hijo, le hubiera gustado golpearle cuando este alzó la vista y anunció:

—Esta es la última caja.

Hasta ese momento, el martilleo le había resultado insoportable, pero ahora el silencio le hirió más los oídos.

—Bien —gruñó Konrad—. ¡No veo la hora de largarme de este maldito país! ¡Por fin!

Sin embargo, su indolencia desmentía sus palabras. Konrad continuaba sentado, inmóvil, del mismo modo que había pasado los últimos años holgazaneando. Ni siquiera se había animado a salir de caza, aunque esa había sido siempre su mayor pasión.

Gotthard se detuvo indeciso ante su padre.

—¿Y ahora qué, papá?

—¡Bah, déjame en paz! ¡Déjame en paz de una vez! —increpó Konrad a su segundo hijo. Gotthard tomó en silencio una de las cajas y salió al exterior con el paso torpe y los hombros caídos.

Konrad soltó un suspiro cuando se lo quedó mirando.

Moritz, su hijo mayor, que en los últimos años había empezado a comportarse de un modo cada vez más protestón, había dejado Chile hacía mucho tiempo.

—¿Qué voy a hacer aquí? —le había reprochado la última vez que habían hablado—. No creerás que tenemos futuro aquí, ¿verdad? ¡El suelo de la hacienda está totalmente acabado porque no te has ocupado lo suficiente de las labores agrícolas! ¡Y jamás llegaremos a ver esa carretera que va desde Melipulli hasta Valdivia y mucho menos veremos pasar un ferrocarril junto a ella! ¡Eso lo construirán otros, no tú! ¡Reconócelo, has perdido, papá!

Konrad no lo había admitido nunca, pero el hecho de que Moritz lo abandonara lo había afectado profundamente. Aquello le había parecido el último acto de su lento pero inevitable hundimiento.

Y ese proceso había comenzado cuando empezaron a faltarle los obreros, cuando dejó de tener mano de obra. Y no se trataba solamente de que cada vez más colonos huyeran de la hacienda, sino de la imposibilidad de engatusar a otros. En los primeros años, dado que ninguno de los nuevos colonos alemanes sospechaba nada ni tenía mucho que perder, había podido pescarlos fácilmente con promesas hueras. Ni Pérez Rosales ni Jakob Foltz, que había sido el responsable de los alemanes por un corto periodo de tiempo, lograban poner en marcha de modo decente los suministros y el reparto de tierras. Pero desde que el tal Franz Geisse ocupaba el puesto de Pérez Rosales, todo había cambiado: la situación de los nuevos colonos había mejorado y la de Konrad Weber había empeorado.

Franz Geisse estaba convirtiendo el pantanoso Melipulli en un lugar floreciente que, por cierto, ya no se llamaba Melipulli, sino que había adoptado el nombre del presidente chileno y había pasado a llamarse Puerto Montt. Geisse les asignaba generosas parcelas de tierra a los recién llegados y los proveía de todo lo que necesitaban para hacerlas productivas. Y también se ocupó de organizar la construcción de carreteras.

—No vamos a talar ni un metro más de selva sin que yo lo sepa y lo apruebe, señor Weber —le había dicho con desprecio el tal Geisse a Konrad en una ocasión en que este último aún tenía esperanzas de poder hacer negocios con Geisse.

Pero al tal Geisse no le importaba ganar dinero. ¡Era un maldito idealista!

Gotthard empezó a acarrear él solo las cajas afuera.

—¿Qué hacemos ahora, papá?

Konrad ni se inmutó.

—¿Vienes o no?

—No, todavía tengo algo que hacer.

—Pero…

Gotthard se calló al oír, de repente, el ruido de unos cascos.

La confusión se apoderó de su rostro cuando vio a los recién llegados y la amplia sonrisa en la cara de su padre.

—Pero esos son… —dijo Gotthard.

Entonces Konrad se levantó por fin, todavía con pesadez, pero de mucho mejor humor.

—Exacto —dijo satisfecho—. Son pieles rojas.

Normalmente su padre no perdía ocasión de despotricar contra los mapuches, con sus largas cabelleras y sus caras salvajes, pero ahora les salió al paso como si fueran huéspedes largamente esperados.

—¿Qué buscan ellos aquí? —preguntó Gotthard mirando con recelo a aquellos hombres, que en ese momento bajaban de sus caballos—. ¿Es que no recuerdas…?

Konrad soltó una risotada.

La historia había llegado a sus oídos y los había divertido mucho. Se contaba que uno de los pieles rojas había mancillado hacía poco a la hija de un colono alemán; por lo menos eso se afirmaba, aunque Konrad más bien se imaginaba que aquella chica era una golfa que se había entregado voluntariamente a aquel vagabundo. El padre, en cualquier caso, había ido rápidamente hasta su campamento, fusil en mano, había amenazado al indio, lo había sacado a rastras de allí y lo había colgado en medio de la selva. A Konrad eso le parecía —fuera el hombre inocente o culpable— lo correcto: de ese modo había un maldito piel roja menos en este mundo. Pero a Franz Geisse esa manera de tomarse la justicia por su mano que tenía el hombre blanco le gustaba menos. No era la primera vez que sucedía algo así, aunque la mayoría de las veces lo que los colonos denunciaban era el robo de ganado, no la violación de sus mujeres, que siguió siendo un caso aislado. Geisse había reprobado insistentemente el acto de aquel colono, pero nunca lo castigó. ¿Cómo iba a hacerlo?

Konrad había soltado una risotada mientras le contaba la historia a Gotthard. A fin de cuentas, Geisse solo tenía doce hombres a su disposición, hombres que lo ayudaban en los asuntos administrativos, pero que ni siquiera tenían armas para hacer cumplir la ley por la fuerza en caso de que fuese necesario.

—Bueno, pero ¿qué hacen estos pieles rojas aquí? —preguntó Gotthard, que todavía no comprendía nada, cuando su padre acabó de contar la historia. Los mapuches se habían ido acercando con paso vacilante.

Konrad señaló a uno de ellos.

—Este es su hermano —le explicó escuetamente.

—¿El hermano de Franz Geisse? —preguntó Gotthard con desconcierto.

—¡Dios mío! ¿Es que tengo el hijo más bobo del mundo? Claro que no es el hermano de Franz Geisse, sino el de aquel piel roja que el colono colgó en la selva.

—¿Y tú qué tienes que ver con él?

—¡Ja, ja, ja! —A pesar del enfado por lo corto de entendederas que era su hijo, Konrad soltó una risita—. Pues que le voy a dar a este hombre la posibilidad de vengarse de esos malvados blancos que han ocupado su tierra.

—¡Pero nosotros estamos entre ellos!

De pronto, Konrad Weber se puso serio de nuevo. Su mirada se posó en las cajas empacadas.

—Ahora ya no —gruñó brevemente.

Aquel hombre tenía unos ojos negros y fríos que parecían dos carbones a punto de apagarse, todavía calientes si se los toca, pero sin la posibilidad ya de dar calor. Tenía el mentón echado hacia delante, con cada fibra de su cuerpo en tensión.

«Maldita pandilla —pensó Konrad, mientras lo examinaba de arriba abajo—. ¡Este idiota aún creerá que puede darse el lujo de sentir odio y rabia!»

En realidad, la batalla del indio se había perdido hacía muchísimo tiempo, igual que la suya.

Pero Konrad no dejó que se le notara lo que estaba pensando y mostró una sonrisa jovial.

—Sé que ahorcaron a tu hermano —dijo en un tono que parecía lamentar sinceramente el hecho; luego hizo una pausa y añadió con tono no menos compungido—: Y sé que eso fue una injusticia.

Bien mirado, ni siquiera estaba mintiendo. Si la chica había sido violada de verdad, también habría podido ser uno de los españoles que merodeaban por allí y no un mapuche; tanto unos como otros eran unas sabandijas.

—Y sobre todo —dijo Konrad retomando la palabra—, sobre todo sé quién lo ha hecho.

Los ojos del piel roja estaban fijos en él. ¿Acaso se equivocaba o había visto en ellos un brillo repentino?

Konrad estaba seguro de que el desprecio que sentía por el hombre era mutuo, pero eso no debía interferir en su plan.

—Son los mismos que os han quitado la tierra a vosotros, los mapuches.

«¡De eso nada!», pensó en silencio. Muchos de los alemanes, a fin de cuentas, habían sido lo bastante estúpidos como para dejarse conceder territorios completamente deshabitados, terrenos que jamás habrían querido los indios ni los dueños de haciendas españoles. ¡Si de él hubiera dependido, les habrían arrebatado las tierras fértiles a toda esa panda de inútiles! Así lo había hecho él, y también un colono llamado Hubach, de la zona de Río Rahue, según había oído: ¡sin embargo, era a ese Hubach, precisamente, al que Geisse perseguía con recelo! Menuda panda de inútiles: los españoles, los pieles rojas y también los demás alemanes.

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