En la Tierra del Fuego (47 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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O por lo menos esa había sido la voluntad expresa de Christine, que al principio había provocado las lágrimas de Christl, quien luego, al ver que con las lágrimas no iba a conseguir nada, se puso a dar sonoros alaridos de rabia. Y después de haberse llevado una buena bofetada por eso, ya no se quejaba en presencia de su madre, pero sí que lo hacía, de forma más intensa si cabe, ante su hermano.

A Poldi, que desde hacía semanas andaba por ahí con cara malhumorada, aquello le resultó demasiado.

—¿A quién le importa tu aspecto en esa boda? —la increpó el hermano.

—¡Dios mío! ¿Es que no lo entiendes? —le replicó Christl—. ¿No recuerdas cómo eran las cosas antes, en nuestro país…?

En realidad, ni ella misma se acordaba de nada de lo que ocurría en su región de origen, en Wurtemberg.

Pero lo que Christl sí sabía era que en los días de fiesta las chicas solteras llevaban vestidos rojos para demostrarles a todos que todavía estaban libres. ¡Y ella quería un vestido rojo como aquellos!

—¡La que se casa es Elisa, no tú! —le dijo Poldi lacónicamente, y la dejó allí plantada sin más.

Y eso era precisamente lo que su madre le había reprochado. Era un día especial para Elisa, así que era ella la que merecía llevar el mejor vestido y recibir las mayores atenciones.

Christl suspiró resignada. ¿Por qué nadie la comprendía? ¿Por qué nadie quería entender que ella también deseaba casarse algún día? ¿Y cómo iba a atraer la atención de un hombre —de un hombre muy concreto, por cierto— si iba por la vida con esos harapos?

El único consuelo era que, aparte del vestido, no había muchas cosas por las que pudiera envidiar a Elisa. Aquel casamiento era, en realidad, un asunto bastante triste.

En su país, los días de boda, un gran carromato solía recorrer el pueblo cargado con todos los efectos de la dote. El carro iba acompañado de unos músicos y, finalmente, llegaba hasta la casa de la novia y esta tomaba asiento en él para luego ser acompañada por su padre hasta los límites de los terrenos de la familia, donde era acogida por el novio.

Aquí en Chile no tenían tal carro. Elisa no poseía siquiera un arcón para reunir en él su ajuar, pues, al fin y al cabo, lo cierto es que no tenía nada. Y en lo que sí había insistido mucho la madre de Christl era en que la novia llevara una corona de mirtos, como ella misma la había llevado en el pasado.

—¿Y habrá la misma variedad de mirtos aquí? —le había preguntado Annelie llena de duda.

Christl sonreía ahora con sorna al recordarlo. Elisa podía contar con algunos matojos con espinas y unas pálidas florecillas. Pero la risa de Christl desapareció cuando recordó también que su madre había insistido en mantener una segunda tradición: la de celebrar la despedida de solteros típica de su país.

¡Y en esa despedida a Christl le encantaría llevar puesto un bonito vestido!

—¡Qué voy a hacer! —soltó la chica con obstinación. Ya no había nadie a quien acudir con sus llantos, sus protestas y sus improperios, así que se alejó con paso firme de la casa de los Steiner a fin de, por lo menos, buscarse un acompañante para esa fiesta.

Y cuando llegó a su objetivo, se examinó las manos, que se había cepillado durante mucho rato, hasta que estuvieron limpias. Y esa mañana se había peinado también cuidadosamente y se había hecho unas trenzas con mucho esmero. Tenía más bien poco pelo y de un tono más desvaído que el de Elisa, pero tampoco era del todo feo.

Su corazón empezó a palpitar con fuerza, a causa de la agitación, a medida que se acercaba. La casa de los Mielhahn estaba en silencio y a ella le pareció algo descuidada. Las otras mujeres adornaban sus casas con lo poco que tenían a mano. Annelie, Christine y Barbara hacían cortinas y manteles, recogían flores y tejían alfombras. Sin embargo, ahora, cuando Christl echó un vistazo dentro de la casa de Viktor y Greta, no vio nada por el estilo.

En fin, cuando ella se convirtiera en la esposa de Viktor, haría que la casa resultase acogedora y en su boda llevaría un vestido mucho más bonito que el de Elisa. ¡Su madre se lo debía!

Christl se apartó de la ventana y llamó a la puerta. Se oyó el eco de los golpes, pero no hubo respuesta.

Christl frunció el ceño. ¡Había visto a Viktor yéndose a casa un poco antes! ¡Tenía que estar allí!

La joven llamó de nuevo y ahora lo hizo con tal fuerza que los tablones unidos a duras penas para hacer las veces de puerta crujieron amenazadoramente. ¡Otro enérgico golpe como aquel y se romperían! Molesta, Christl dio un paso atrás y en ese preciso instante oyó que, dentro de la casa, unos pasos se acercaban arrastrándose.

Christl esbozó una sonrisa. Pareció transcurrir una eternidad hasta que la puerta se abrió por fin: lo que quedó abierto fue un pequeño palmo y a través de él pudo reconocer la nariz de Viktor.

—¡Hola, Viktor! —le gritó Christl con cordialidad.

—¿Qué quieres? —le preguntó él hoscamente.

La sonrisa desapareció de los labios de Christl. Viktor era sin duda reservado e inaccesible, y eso era precisamente lo que hasta entonces a la joven le resultaba tan interesante: siempre había que establecer una lucha para arrancarle algo, como lo del baile en aquella fiesta. Después de aquello, ella lo había seguido algunas veces por el campo y hasta lo había ayudado en las labores y, cuando él le sonreía con timidez —lo cual, por lo demás, sucedía muy pocas veces—, ella se sentía suficientemente compensada. Y todo ello a pesar de que su madre y sus hermanos siempre la estaban molestando diciéndole que en casa nunca se esforzaba tanto. En su casa no había ningún Viktor al que quisiera impresionar y besar. Sí, hasta eso había hecho en una ocasión. O por lo menos lo había intentado. Solo que, antes de que los labios de Christl tocaran los del joven, este se había echado hacia atrás, asustado, y la había dejado allí plantada. ¡Esta noche, en cambio —y de eso Christl estaba segura—, no se le escaparía! ¡Esta noche él tendría que bailar de nuevo con ella y por fin lo besaría!

—¿Qué quieres? —le preguntó de nuevo Viktor.

Él la miró con ojos recelosos, como a una persona totalmente extraña.

Instintivamente, ella dio un paso atrás, pero luego se armó de valor y se mantuvo allí, con firmeza. Señaló algo a sus espaldas. En realidad, de la casa de los Von Graberg solo podía verse el techo a dos aguas, pero si uno escuchaba con atención, podía oírse algo del murmullo y de la música que ya estaba sonando.

—Te he dicho que mañana Elisa se casa con mi hermano. ¡Y hay baile otra vez! A decir verdad, es su último día de libertad.

A la joven Steiner se le escapó una risita nerviosa.

Viktor abrió la puerta y se detuvo en el umbral, pero no parecía tener intención de invitarla a pasar; su manera de estar allí de pie se parecía más bien a la de alguien que cree que de ese modo puede proteger mejor su morada de la llegada de un intruso. Allí estaba, firme, y tenía tal rigidez en la cara que esta parecía oculta bajo una máscara.

La risita de Christl se desvaneció.

—Pensé que querrías acompañarme… y que bailaríamos.

Ella bajó la mirada y entonces, cuando ya no podía ver sus ojos fríos, le resultó más fácil cogerle la mano, apretarla y atraerlo hacia ella.

El joven Viktor se puso aún más rígido.

—¡Suéltame!

—Pero ¿qué te pasa? Ya bailamos una vez, ¿no te acuerdas? Te lo pasaste bien; soy yo, Christl, y pensé que…

Christl se interrumpió. En la cara de Viktor no había comprensión ni familiaridad. No era solo que la estuviera mirando como a una extraña; él mismo se había vuelto de repente un extraño para ella. La decepción empezó a corroerla y entonces la rabia se volvió más tempestuosa. Ya tenía suficiente con no poder llevar un vestido bonito en la fiesta. Ya era bastante tener que renunciar a tantas cosas en aquel extraño país. Y bastante grave era también que siempre estuvieran dándole la lata con que tenía que trabajar más y más duro.

¡Ahora también tenía que soportar los cambiantes estados de ánimo de este extraño joven, esos constantes cambios que marcaban su forma de tratarla!

—¿Pero qué es lo que pasa contigo? —lo increpó Christl—. ¡Das un paso para acercarte a mí y luego das dos hacia atrás! ¿Por qué intentas alejarme siempre? ¡Pensé que te gustaba! ¡Pensé que nosotros dos…! —Christl volvió a interrumpirse—. ¿Es que no te gusto?

De sus labios brotó un chillido, que en nada se parecía a una risa, sino más bien a un gemido, a un sollozo.

Una vez más, ella se le acercó, le tomó la mano nuevamente y, claro, no se dio por satisfecha con ella. Entonces lo agarró por los hombros y, sencillamente, lo atrajo hacia sí, debatiéndose entre las ganas de tener su cuerpo más apretado contra el suyo y la repugnancia que la incitaba a apartarlo de ella, al verlo así tan estirado, tan seco, tan frío…

Y antes de que alguno de esos estados de ánimo pudiera dominarla, una sacudida recorrió el cuerpo de Viktor, que se separó bruscamente de Christl y estuvo a punto de caerse al suelo debido a la fuerza con la que lo hizo. Presa del pánico, se aferró al marco de la puerta, como si esa fuera su única salvación. Y cuando las vigas crujieron amenazadoramente, el joven se soltó y empezó a lanzar golpes a ciegas a su alrededor. No llegó a pegarle a Christl, que había retrocedido unos pasos. Ahora lo miraba perpleja, temerosa ante aquella danza grotesca que Viktor escenificaba, viendo cómo el joven apretaba los puños y pegaba patadas a su alrededor, como si ella hubiera estado planeando estrangularlo y él se hubiera visto obligado a defenderse con todos los miembros de su cuerpo.

—¡Has perdido el juicio! —le gritó ella—. ¿Por qué te comportas de ese modo? —La joven Christl pateó el suelo y, de repente, Viktor se tranquilizó. Su cuerpo parecía paralizado y a Christl eso le daba casi más miedo. Ella sacudió la cabeza—. ¿Acaso tengo necesidad de correr tras alguien como tú?

—¿Alguien como yo?

Su voz sonaba ronca.

—Tú no eres un hombre hecho y derecho, Viktor —le gritó ella—. Eres un… un…

No le vino a la mente ningún insulto, algo que se correspondiera con lo que pensaba de él. Pero de pronto cualquier posible sonido se le quedó atascado en la garganta porque entonces fue Viktor el que se abalanzó sobre ella y la agarró por las muñecas, y se las apretó tanto que se le entumecieron los dedos.

—¿Qué has dicho? ¿Qué me has dicho? —le gritaba él una y otra vez.

A Christl se le saltaron las lágrimas; no sabía si lloraba a causa del dolor, del miedo o de la rabia. Varias veces intentó en vano librarse de él, pero solo lo consiguió al cuarto o quinto intento. Cayó al suelo, rodó una vez sobre su propio eje. Rápidamente se incorporó, se le enredaron los pies y cayó por segunda vez. Cegada por las lágrimas, se levantó de nuevo. Cuando se dio la vuelta, vio que él no la seguía. Sollozando, regresó a su casa a toda prisa y, al llegar allí, comprobó que su vestido, ya de por sí bastante feo, estaba ahora cubierto de manchas de hierba.

Viktor se dio la vuelta; su respiración iba sosegándose y la agitación cedía. Solo la voz lo perseguía. Y esa voz le decía, una y otra vez: «No eres un hombre hecho y derecho, no lo eres, no eres un hombre…».

La voz fue perdiendo todo parecido con la de Christl Steiner y, de repente, empezó a asemejarse demasiado a la de su padre. «Eres un pusilánime, un cobarde, no vales para nada, eres un fracasado…»

Apenas llegó a la cocina de su casa, cayó de rodillas, sin fuerzas. Entonces, no sintió la mano que le tocó el cuello y se sobresaltó cuando Greta le preguntó en voz baja:

—¿Le has dicho que se fuera?

—Sí, sí, sí… —balbuceó él. Una imagen se alzó ante sus ojos: la de Christl trabajando con él en el campo, girando en círculos, mientras su falda se levantaba y él podía echar una rápida mirada a sus piernas desnudas. O la veía riendo a carcajadas, con una risa contagiosa. Y él también había reído, le gustaba verla así: al mismo tiempo, ella siempre le había dado un poco de miedo. Algún día —según temía en su fuero interno— ella lo vería tal y como él era en realidad. Un día ella lo insultaría como antes lo había hecho su padre y lo apartaría de su lado.

—¡No vamos a ir a esa fiesta de despedida de solteros! —ordenó él con rudeza—. ¡Yo por lo menos no voy! ¡Y tú tampoco irás! ¡No quiero!

La presión de la mano de Greta aumentó. Greta sabía quién era; sabía que no era un hombre hecho y derecho, que era un cobarde… O incluso sabía algo peor: ¡Qué era un asesino! Tenía las manos manchadas con la sangre de su padre.

Y no obstante, seguía a su lado.

—Me da igual que Elisa se case o con quién se case —dijo ella en voz baja.

—Si no te tuviera a ti… —dijo Viktor suspirando. Entonces se levantó y se apretujó contra su hermana. La voz aún no se había acallado.

«No eres un hombre de verdad, no eres un hombre hecho y derecho, no eres…»

¿Acaso hubiera sido capaz de matar a su padre si no fuera un hombre de verdad?

Tal vez sí que lo era, tal vez era un hombre, pero no para una chica como Christl Steiner. La risa de ella siempre le había parecido demasiado estridente. Y lo de llevar las piernas desnudas le parecía demasiada desvergüenza.

—Tienes que quedarte conmigo, Greta —balbuceó él—. ¡Tienes que quedarte conmigo!

Aunque Elisa todavía no llevaba puesto el nuevo vestido, pues estaba reservado para el día siguiente, Christine la estaba mirando ya con los ojos llenos de brillo. Ella había insistido en arreglar a Elisa para la noche de la despedida, y ahora la tomó por los hombros y la abrazó con fuerza.

—Estás preciosa, Elisa.

Elisa luchó para mostrar una sonrisa. Desde que le había dado el sí a Lukas, una profunda tranquilidad se había apoderado de ella. Se decía a sí misma que eso era exactamente lo que ella quería, que no deseaba continuar con aquella espera agotadora, que no pretendía seguir perdiendo fuerzas luchando, sino que por fin tenía la sensación de haber llegado. Sin embargo, en los últimos días se preguntaba a veces si la paz a la que aspiraba no era más bien una paz sepulcral, en la que ya no penetraba nada, ninguna risa, ningún canto, ningún color. No parecía que en la vida hubiera ya nada de eso, en ella solo había cabida para el deber y el buen juicio. Se resistía a esa idea, se decía que en el último año había tenido muchas alegrías, y sobre todo estaba la satisfacción por la manera en que conducía su vida, aun sin Cornelius, con Lukas a su lado, ese joven tranquilo, dulce, responsable. No obstante, a Elisa le costaba sonreír.

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