En la Tierra del Fuego (48 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Christine se inclinó ligeramente y pegó su cara contra la de la joven.

—Ahora eres una de mis hijas, Elisa. Y eres la mejor de todas. Me puedo fiar de ti.

Elisa negó con la cabeza, pues aquella alabanza le parecía infundada. A lo mejor era cierto que ella era más trabajadora que Christl y más cuidadosa que Lenerl. No obstante, ¿compensaba esa verdad aquella otra gran mentira?

«Yo no amo a Lukas. Amo a otro —le hubiera gustado gritar—. Ya no puedo esperar más a Cornelius y si acepto a tu hijo es por esa única razón, no por amor. Me cae bien, lo aprecio, pero no me caso con él por amor.»

Elisa se reprimió para no confesar aquello y, ante las siguientes palabras de Christine, sospechó que ni siquiera era necesario.

—En su momento, cuando acepté casarme con Jakob —empezó a decir su futura suegra expresando aquella duda que Elisa no se atrevía a pronunciar—, pensaba que era demasiado pronto, que aún no había disfrutado lo suficiente de la vida y que me merecía algo mejor que él. No es que mi Jakob fuera un mal hombre, pero cada vez que lo miraba sentía que algo faltaba. Y había algo que lo hacía todo más difícil: yo no sabía qué era eso que faltaba. Pero mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, había determinado que me casase con él, y lo hice. ¿Y quieres que te diga una cosa? No es siempre fácil tener un marido que no habla mucho y da pocas muestras de lo que siente, lo que quiere y lo que lo anima. Pero una se acostumbra y, llegado un momento, lo único que importa es que una puede confiar en él. Que una sabe que él está ahí y que se ocupa de ti, que lucha a tu lado para criar a los hijos y para poner suficiente comida encima de la mesa. Eso tiene mucho más valor que perseguir fantasías.

Elisa asintió, pero en su interior empezaba a desperezarse cierto amago de resistencia. ¿Acaso lo que ella sentía por Cornelius no eran más que fantasías que ahora la vida dura de Chile se encargaba de sacarle de la cabeza? ¿Y acaso él, de haberse convertido en su marido, no habría hecho también todo lo que hubiera estado a su alcance para ocuparse de ella y de sus futuros hijos?

Por un momento, apareció ante ella la imagen de esos niños: un grupo de niños ruidosos, alborotadores, que reían a carcajadas, al tiempo que se colgaban de su falda; sin embargo, no podía reconocer el rostro de ninguno, pues la imagen era demasiado vaga. La vida en Chile estaba sujeta al mismo ritmo. Nada cambiaría especialmente tras su boda con Lukas; los dos vivirían en la casa de los Von Graberg, eso estaba acordado, pero, cada vez que Elisa intentaba imaginarse su futuro, no aparecían imágenes en su mente, no había ni asomo de felicidad, solo un vacío.

Y ese vacío la perseguía incluso en sueños. Ya no se veía vagando por aquellas tupidas selvas, sino a través de una oscuridad innombrable; y ya tampoco sujetaba la mano de Cornelius, sino que estaba sola desde el principio. No era ya que lo hubiera perdido; era como si Cornelius no hubiera existido nunca. Al principio se despertaba de aquellos sueños gritando y llorando. En esos días abría los ojos y se sentía como si estuviera muerta.

—Elisa —le decía con insistencia la voz de Christine—. Estoy muy orgullosa de que seas mi hija.

Elisa volvió a asentir. Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero las contuvo antes de que empezaran a correr por sus mejillas.

—Echo de menos a mi madre. Annelie nunca pudo sustituirla realmente. Pero tú… —dijo, y se aclaró la garganta—; tú, Christine Steiner, eres digna de ocupar mañana su lugar.

Poldi escuchó aquellos sonidos y, sin querer, su pie derecho empezó a marcar el ritmo; y esa fue la única señal que lo traicionó. Por lo general, se prohibía siquiera pensar en ello, en cómo había bebido en aquella fiesta, en cómo había bailado y en cómo, finalmente, había entonado aquel canto de alabanza en honor de Barbara.

Nada en el mundo habría conseguido hacerle celebrar con Elisa y Lukas aquella noche de tortura ni reunirse allí con una Barbara que se mostraba fría y distante desde que él la había besado; una Barbara que ya no cantaba, mucho menos con él; una Barbara en cuyas mejillas ya no se abrían aquellos graciosos hoyuelos.

Y aún menos que con Barbara quería encontrarse con el generoso de Tadeus, a quien, por lo visto, a pesar de que normalmente era tan estirado y se reía tan poco, le parecía divertido que un chaval estuviera loco por su mujer.

Lo peor de todo, al cabo, sería ver a Resa, que siempre lo miraba expectante y que tal vez se estuviera preguntando en secreto si él solo se sentía atraído por su madre o si, por el contrario, era ella la que le gustaba. En las últimas semanas, él había hecho todo lo posible por reafirmar precisamente esa última impresión a fin de proteger la reputación de Barbara y su propio orgullo, pero hoy no se sentía capaz de hacer de tripas corazón para ponerse a cortejar a Resa.

Poldi se alejó rápidamente para no tener que seguir escuchando aquella música, el tumulto de voces, las risas. Tras unos pasos, se dio cuenta, sin embargo, de que él no era el único que no se sentía contagiado por el ambiente de fiesta ni el único que había sido expulsado de un mundo en el que todos parecían divertirse de lo lindo.

Christl y Fritz estaban sentados delante del granero, sobre una pila de leña, y tenían la mirada perdida, huraña, como si el acontecimiento del día siguiente fuese un entierro y no la boda de su hermano.

—¿Qué hacéis ahí? —les gritó Poldi.

Fritz alzó la vista y el enfado le dibujó unas arrugas en la frente.

—Has estado bebiendo —le dijo el hermano mayor.

Rápidamente, Poldi intentó esconder la jarra bajo la camisa, pero ya era demasiado tarde. Antes de que empezara la fiesta, había robado un poco del vino de manzana de Annelie y ya se había bebido la mitad.

—¿Y a ti qué te importa? —le respondió el hermano menor con obstinación.

Fritz sacudió la cabeza.

—Así son las cosas: cuando no me necesitáis, no puedo ni abrir la boca. Pero normalmente soy yo el estúpido que tiene que trabajar por todos y al que ni siquiera le dan las gracias.

El tono protestón era habitual en su hermano, no así el ofendido.

Poldi se dejó caer pesadamente sobre la pila de leña. Algunos trozos de corteza se desprendieron.

—¡Oye! —le gritó Christl malhumorada.

—Si no estás satisfecho con tu vida, no deberías aleccionarme ni reprenderme, lo mejor que puedes hacer es emborracharte tú también —gruñó Poldi.

Fritz se cruzó de brazos y apoyó la cabeza contra la pared de troncos del granero.

—Lo que debería hacer es largarme —dijo en voz baja.

Poldi no estaba seguro de haberlo entendido bien. Lanzó a Christl una mirada inquisitiva para ver cómo había acogido su hermana las palabras del primogénito, pero ella estaba demasiado ocupada con sus propias penas como para prestar atención.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Poldi finalmente.

Por un instante, pareció que Fritz iba a sumirse en el mutismo, pero entonces su hermano mayor murmuró algo de forma mecánica:

—Pude haber hecho las cosas mejor, mejor que todos vosotros. Allá en Stuttgart, cuando iba al zoológico los domingos, en un viaje que duraba dos horas de ida y dos de vuelta, en cierta ocasión me abordó un hombre muy culto. Llevaba un frac negro, creo que era un doctor que había dado clases en la universidad. ¿Y sabéis lo que me dijo?

Fritz no esperó a que sus hermanos respondieran.

—Que yo tenía talento, eso me dijo, que solo una mente inteligente era capaz de adquirir tan amplio saber sobre plantas y animales, y que él estaría encantado de ayudarme a incrementar mis conocimientos.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Poldi, mientras Christl seguía allí sentada, sumida en sus pensamientos.

—¡Después no pasó nada! —protestó Fritz—. Después llegó el momento de marcharse a Chile, y yo no podía dejar que os marcharais solos. ¡Mamá y papá me necesitaban! ¡Apostaban por mí! Pero nunca… mamá nunca me ha dicho una palabra alentadora. Solo tiene ojos para ti… y ahora, de modo excepcional, para Lukas, pero solo porque se va a casar con Elisa.

Con una sacudida, Christl se sobresaltó.

—¡Elisa, que es mucho más trabajadora que yo! —exclamó.

A su hermana parecían importarle poco las penas de Fritz, pero que este mencionara a su futura cuñada pareció dar rienda suelta a su amargura.

—¡Y ahora ella llevará el vestido más bonito!

Poldi se levantó, estaba mareado. No sabía si se debía al vino de manzana o a las envenenadas palabras de su hermana.

—Bueno, no empieces de nuevo con lo del vestido de Elisa —la increpó él—. Ella se casa mañana. Si te casaras tú…

—¿Sí? ¿Y con quién me voy a casar? —lo interrumpió ella con acritud—. ¿Con Viktor? Viktor está completamente loco, ¡¿sabéis lo que me ha dicho?!

—Pues hace poco decías cosas muy distintas. Cualquiera podía notar que le estabas haciendo ojitos.

—¡Venga ya! —gritó la joven—. Me daba lástima porque no tiene padres, solo esa hermana tan estirada. Pero ambos, y eso os lo puedo asegurar, se lo tienen merecido. ¡No son personas normales! ¡No habrá nada que me haga acercarme de nuevo a ese loco!

Del mismo modo que antes Christl había hecho caso omiso de las palabras de Fritz, ahora el hermano mayor tampoco la escuchaba a ella, sino que miraba hacia otra parte con ojos tristes.

Poldi rio con sorna.

—Entonces quédate con Andreas Glöckner —le propuso—. Ese entrará pronto en una edad en que necesitará una mujer.

—¿Ah, sí? —dijo Christl con tono venenoso—. ¿Igual que Resa necesita un hombre? Tú serías el hombre adecuado para ella, Poldi, ¿no te parece? Pero no, claro, lo había olvidado: solo tienes ojitos para su madre.

Con una exclamación de enfado, Poldi golpeó la pila de leña. Se desprendieron nuevos trozos y rodaron ante sus pies. Esta vez fue Fritz quien exclamó un indignado «¡eh!», pero Poldi ya se había largado. Mientras caminaba deprisa, alzó la jarra de sidra y se la llevó a la boca. La espuma blanca le salpicó la cara. No podía correr y beber a la vez, por lo que se vio obligado a detenerse, al tiempo que tragaba el vino ávidamente.

Por eso, pudo oír la voz de la mujer que, después de que él se hubiera ido, se había acercado a sus hermanos para preguntarles:

—¿Dónde está Poldi? No lo he visto en todo el día.

Un calor hirviente le subió a Poldi a la cara.

Barbara.

Era Barbara la que estaba buscándolo.

—Probablemente quiera ahogarse en uno de esos pantanos —oyó que se mofaba Christl.

La jarra se le cayó de las manos cuando echó a correr para alejarse cada vez más y con mayor rapidez. La idea de enfrentarse borracho a ella, a sus fríos ojos, era insoportable.

Poldi corrió hasta que le faltó el aliento y la maleza le cerró el paso. Se dejó caer al suelo apoyándose en el tronco de un árbol gigantesco, aspiró el olor penetrante de la corteza y cerró los ojos. Durante un rato fue como si solo existiesen él, el árbol, las gotas que caían y le golpeaban la cara, la tierra húmeda, la corteza del árbol contra la que frotaba la cara, aunque le dolía: o más bien porque le dolía. Aquel dolor lo distraía de su vergüenza, le devolvía la sobriedad y le permitía ver de nuevo las cosas claramente, por lo menos hasta el momento en que aquella voz sonó a sus espaldas.

—Poldi, ¿qué estás haciendo?

Y otra vez el suelo empezó a temblar bajo sus pies; ya no pudo pensar en nada y su cuerpo no parecía estar hecho de otra cosa que de ese anhelo, de ese ardor, de ese tormento.

Barbara se le acercó y se apoyó también en el tronco del árbol.

—¡No seas tan niño, Poldi! —le dijo ella con acritud—. ¿Por qué estás aquí sentado, fuera, ocultándote, como has hecho en las últimas semanas? ¡Ven, entra en la casa, canta, toca algo de música! ¡Tú no eres de los que pierden la oportunidad de celebrar una fiesta!

¿Por qué lo había seguido hasta allí? ¿Por qué no lo dejaba solo de una vez?

—Tú no vas a decirme lo que debo hacer —le respondió él con terquedad.

—¿Por qué no? ¡Podría ser tu madre! —Su voz parecía severa, pero su mirada no era tan fría como la última vez.

—Pero no lo eres —dijo él, vacilante, y añadió al cabo de una pausa—: Tú eres la mujer más hermosa que he conocido.

—Bueno, basta ya —dijo ella alejándose unos pasos del joven; pero no se alejó en dirección a la colonia, sino que se adentró en la selva. Puede que fuera casualidad y no significara nada, pero, de repente, a Poldi le pareció notar en ella lo mismo que sentía él: ese temblor que lo sacudía, ese aleteo en el estómago, como si no hubiera comido nada durante varios días y, a pesar de ello, no tuviera hambre.

«Podía simplemente marcharse», pensó Poldi.

Pero Barbara no se marchaba.

—¿Por qué me has seguido? —le preguntó él con voz ronca—. ¿Acaso tienes miedo de que me pierda en el bosque y me ahogue en el lago? ¡Ya no soy un niño, soy un hombre!

Ella soltó una risotada que pareció un chillido. Una vez más, se le acercó, parecía que iba a agarrarlo, pero lo que hizo fue rodear con sus brazos el tronco del árbol. Él vio cómo sus uñas se clavaban en la corteza.

—¿Tú? ¿Un hombre? —dijo ella en tono burlón—. Tadeus es un hombre. Él sabe lo que tiene que hacer, es trabajador, jamás se escabulle del trabajo, jamás dice ninguna estupidez. Él…, él… —Barbara empezó a tartamudear, se mordió los labios; de repente, parecía sumamente triste—. Aunque tampoco ríe apenas y nunca canta. Solo vive para trabajar. Tener tierras y casa lo hace feliz, y también que todos los suyos estén sanos y puedan trabajar… Fuera de eso…, nada. Nada…

—Si eso es un hombre, entonces yo no quiero serlo —refunfuñó Poldi—. No quiero ser alguien así. Y mucho menos quiero a alguien así para ti.

—Tenemos que regresar —dijo Barbara apartándose del tronco, pero sin hacer ademán de ponerse en marcha. Poldi sintió su aliento cálido y vio el brillo claro de sus dientes cuando ella emitió un sonido, sonido del que Poldi no habría sabido decir si se trataba de una risa o un sollozo.

—Si hubieras querido estar de celebración con los demás, te habrías quedado con ellos. —Al joven casi le fallaba la voz, pero así y todo continuó—: Sin embargo, me sigues hasta esta selva. Hasta esta selva oscura donde nadie puede ver lo que estamos haciendo.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Esto… —De nuevo, la voz le falló, pero de todos modos aquel no era momento para hablar. La cara de Barbara estaba cerca de la suya. Fue muy fácil superar esa distancia; fue muy fácil presionar sus labios contra los de ella. Ya la había besado una vez, pero cuando Poldi recordaba aquel beso solo sentía el golpe de la mano de Barbara en su mejilla, aquel golpe que él no había sabido amortiguar. Hoy ella no le pegó, hoy Barbara abrió la boca hasta que la lengua de Poldi alcanzó sus dientes y fue penetrando más y más en aquella cálida cavidad, hasta que, al final, acabó enredándose con la suya, que estaba húmeda y áspera. Sus bocas chocaron primero torpemente, pero luego se fueron volviendo cada vez más exigentes, más ávidas, más voraces.

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