Authors: Ken Follett
—Aquí fuera no funciona, Kit —observó Stanley. Toni se preguntó si sería verdad. Kit debió de pensar lo mismo:
—¿Por qué no?
Fíjate en el viento que hace —explicó Stanley—. Las gotas se dispersarán antes de que puedan hacer daño a nadie.
—Que os den por el culo a todos —dijo Kit, y tiró la botella al aire. Luego se dio media vuelta, saltó por encima del muro y echó a correr hasta el borde del acantilado, que quedaba a escasos metros de distancia. Stanley se fue tras él.
Toni cogió el frasco de perfume antes de que cayera al suelo. Stanley se lanzó en plancha con los brazos estirados hacia delante. Casi logró coger a Kit por los hombros, pero sus manos resbalaron. Cayó al suelo, pero se las arregló para apresar una pierna de su hijo y la agarró con fuerza. Kit cayó al suelo con la cabeza y los hombros colgando del borde del acantilado. Stanley se tiró encima de él, sujetándolo con su propio peso.
Toni se asomó al precipicio. Treinta metros más abajo, las olas reventaban contra las escarpadas rocas.
Kit forcejeaba, pero su padre lo sujetó con firmeza hasta que dejó de resistirse.
Stanley se levantó lentamente y ayudó a Kit a incorporarse. Este tenía los ojos cerrados y temblaba, conmocionado, como si acabara de tener un síncope.
—Se acabó —dijo Stanley, abrazando a su hijo—. Ya pasó todo.
Permanecieron así, inmóviles junto al borde del acantilado, los cabellos azotados por el viento, hasta que Kit dejó de temblar. Luego, con suma delicadeza, Stanley le hizo dar media vuelta y lo guió de vuelta a la casa.
La familia estaba reunida en el salón, silenciosa y atónita, sin acabar de creer que la pesadilla había terminado. Stanley había cogido el móvil de Kit para llamar a una ambulancia mientras Nellie se empeñaba en lamerle las manos. Hugo estaba tendido en el sofá, cubierto con varias mantas, y Olga le limpiaba las heridas. Miranda hacía lo mismo con Tom y Ned. Kit se había tumbado boca arriba en el suelo, los ojos cerrados. Craig y Sophie hablaban en voz baja en un rincón. Caroline había encontrado todos sus ratones y estaba sentada con la jaula sobre las rodillas. La madre de Toni estaba a su lado, con el cachorro en el regazo. El árbol de Navidad titilaba en un rincón. Toni llamó a Odette.
—¿Cuánto has dicho que tardarían esos helicópteros en llegar hasta aquí?
—Una hora —contestó—. Eso sería si salieran ahora mismo, pero en cuanto ha dejado de nevar les he dado orden de despegar hacia ahí. Están en Inverburn, a la espera de instrucciones. ¿Por qué lo preguntas?
—He detenido a la banda y he recuperado el virus, pero...
—¿Qué, tú sola? —Odette no salía de su asombro.
—Olvídate de eso. Ahora lo importante es coger al cliente, la persona que está intentando comprar el virus y usarlo para matar a un montón de gente. Tenemos que dar con él.
—Ojalá pudiéramos.
—Creo que podemos, si nos damos prisa. ¿Podrías enviarme un helicóptero?
—¿Dónde estás?
—En casa de Stanley Oxenford, Steepfall. Está justo sobre el acantilado que sobresale de la costa exactamente veinticuatro kilómetros al norte de Inverburn. Hay cuatro edificios que forman un cuadrado, y el piloto verá dos coches estrellados en el jardín.
—Veo que no te has aburrido.
—Necesito que el helicóptero me traiga un micrófono y un radiotransmisor inalámbricos. Tiene que ser lo bastante pequeño para caber en el tapón de una botella.
—¿Cuánto tiempo de autonomía tiene que tener el transmisor?
—Cuarenta y ocho horas.
—Vale, no hay problema. Supongo que tendrán alguno en la jefatura de Inverburn.
—Una cosa más. Necesito un frasco de perfume, de la marca Diablerie.
—Eso no creo que lo tengan en jefatura. Habrá que atracar alguna perfumería del centro.
—No tenemos mucho tiempo... espera. —Olga trataba de decirle algo. Toni la miró y preguntó:
—Perdona, ¿qué dices?
—Yo puedo darte un frasco de Diablerie idéntico al que había sobre la mesa. Es la colonia que uso normalmente.
—Gracias. —Toni se volvió hacia el auricular—. Olvídate del perfume, ya lo he solucionado. ¿En cuánto tiempo puedes hacerme llegar ese helicóptero?
—Diez minutos.
Toni consultó su reloj.
—Puede que sea demasiado tarde.
—¿Dónde tiene que ir el helicóptero después de recogerte a ti?
—Ahora te vuelvo a llamar y te lo digo —contestó Toni, y colgó el teléfono.
Se arrodilló en el suelo junto a Kit. Estaba pálido. Tenía los ojos cerrados pero no dormía, pues respiraba con normalidad y se estremecía cada cierto tiempo.
—Kit —empezó. No hubo respuesta—. Kit, tengo que hacerte una pregunta. Es muy importante.
Kit abrió los ojos.
—Ibais a encontraros con el cliente a las diez, ¿verdad?
Un silencio tenso se adueñó de la habitación. Todos los presentes se volvieron hacia ellos.
Kit miró a Toni pero no dijo una sola palabra.
—Necesito saber dónde habíais quedado con el cliente.
El interpelado apartó la mirada.
—Kit, por favor.
Sus labios se entreabrieron. Toni se acercó más a su rostro.
—No —susurró Kit.
—Piénsalo bien —le urgió ella—. Esto podría ser tu salvación.
—Y una mierda.
—Te lo digo en serio. El daño causado ha sido mínimo, aunque la intención fuera otra. Hemos recuperado el virus.
Los ojos de Kit recorrieron la habitación de un extremo al otro, deteniéndose en cada miembro de la familia.
Leyendo sus pensamientos, Toni dijo:
—Les has hecho mucho daño, pero no parecen dispuestos a abandonarte todavía. Están todos aquí, a tu lado.
Kit cerró los ojos.
Toni se acercó más a él.
—Podrías empezar a redimirte ahora mismo.
Stanley abrió la boca para decir algo, pero Miranda lo detuvo alzando la mano, y fue ella quien tomó la palabra.
—Kit, por favor... —empezó—. Haz algo bueno, después de todo este daño. Hazlo por ti, para que sepas que no eres tan malo como crees. Dile a Toni lo que necesita saber.
Kit cerró los ojos con fuerza y las lágrimas rodaron por su rostro. Finalmente, dijo:
—Academia de aviación de Inverburn.
—Gracias —susurró Toni.
Toni había subido a lo alto de la torre de control de la academia de aviación. Junto a ella en la exigua habitación estaban también Frank Hackett, Kit Oxenford y un agente de la policía regional escocesa. El helicóptero militar que los había transportado hasta allí permanecía oculto en el hangar. Les había ido de un pelo, pero habían llegado a tiempo.
Kit se aferraba al maletín de piel granate como si le fuera la vida en ello. Estaba pálido, el rostro convertido en una máscara inexpresiva. Obedecía órdenes como un autómata.
Todos escrutaban el cielo más allá de los grandes ventanales. Empezaban a abrirse claros entre las nubes y el sol brillaba en la pista de aterrizaje cubierta de nieve, pero no había rastro del helicóptero del cliente.
Toni sostenía el móvil de Nigel Buchanan, esperando a que sonara. La batería se le había acabado en algún momento de la noche, pero era muy similar al teléfono de Hugo, así que le había cogido prestado el cargador, que estaba ahora enchufado a la pared.
—El piloto ya debería haber llamado —comentó Toni, impaciente.
—Puede que lleve unos minutos de retraso —apuntó Frank.
Toni pulsó algunos botones del móvil para averiguar el último número que Nigel había marcado. La última llamada se había hecho a las 23.45 de la noche anterior, al parecer a un teléfono móvil.
—Kit —dijo—, ¿sabes si Nigel llamó al cliente poco antes de la medianoche?
—Sí, a su piloto.
Toni se volvió hacia Frank.
—Tiene que ser este número. Creo que deberíamos llamar.
—De acuerdo.
Toni pulsó el botón de llamada y le pasó el móvil al agente de policía, que se lo acercó al oído. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Sí, soy yo. ¿Dónde estáis? —Hablaba con un acento londinense similar al de Nigel, motivo por el que Frank se lo había llevado consigo—. ¿Tan cerca? —preguntó, escrutando el cielo a través del ventanal—. Desde aquí no se ve nada...
Mientras hablaba, un helicóptero descendió entre las nubes.
Toni notó cómo se le tensaban todos los músculos.
El agente colgó el teléfono. Toni sacó su propio móvil y llamó a Odette, que estaba en la sala de control de operaciones de Scotland Yard.
—Cliente a la vista.
Odette no podía ocultar su emoción.
—Dame el número de la matrícula.
—Espera un segundo... —Toni escudriñó la cola del aparato hasta distinguir la matrícula, y entonces leyó en alto la secuencia de letras y números. Odette los repitió y luego colgaron.
El helicóptero descendió, produciendo un torbellino de nieve con las palas del rotor, y aterrizó a unos cien metros de la torre de control.
Frank miró a Kit y asintió.
—Ahora te toca a ti.
Kit pareció dudar.
—Solo tienes que seguir el plan al pie de la letra —le recordó Toni—. Dices «hemos tenido algún problemilla por culpa del mal tiempo, pero nada grave». Todo irá bien, ya verás. Kit bajó las escaleras con el maletín en la mano. Toni no tenía ni idea de si Kit seguiría las instrucciones que le había dado. Llevaba más de veinticuatro horas sin pegar ojo, había sobrevivido a un aparatoso accidente de coche y estaba emocionalmente destrozado. Su comportamiento era imprevisible.
Había dos hombres en la cabina de mando del helicóptero. Uno de ellos, supuestamente el copiloto, abrió una puerta y se apeó del aparato, cargando una gran maleta. Era un hombre fornido de estatura mediana y llevaba gafas de sol. Se alejó del helicóptero con la cabeza agachada.
Instantes después, Kit salió de la torre y echó a caminar por la nieve en dirección al helicóptero.
—Tranquilo, Kit —dijo Toni en voz alta. Frank emitió un gruñido.
Los dos hombres se encontraron a medio camino. Intercambiaron algunas palabras. ¿Le estaría preguntando el copiloto dónde se había metido Nigel? Kit señaló la torre de control. ¿Qué estaría diciendo? Quizá algo del tipo «Nigel me ha enviado a hacer la entrega». Pero también podía estar diciendo «La pasma está allá arriba, en la torre de control». El desconocido formuló más preguntas, a las que Kit contestó encogiéndose de hombros.
El móvil de Toni empezó a sonar. Era Odette.
—El helicóptero está registrado a nombre de Adam Hallan, un banquero de Londres —dijo—, pero él no va a bordo.
—Lástima.
—No te preocupes, tampoco esperaba que lo hiciera. El piloto y el copiloto trabajan para él. En el plan de vuelo pone que su destino es el helipuerto de Battersea, justo enfrente de la casa que el señor Hallan posee en Cheyne Walk, al otro lado del río.
—Entonces ¿es nuestro hombre?
—Me jugaría el cuello a que sí. Llevamos mucho tiempo detrás de él.
El copiloto señaló el maletín granate. Kit lo abrió y le enseñó un frasco de Diablerie que descansaba sobre una capa de perlas de poliestireno expandido. El copiloto dejó la maleta en el suelo y la abrió. En su interior se apilaban, estrechamente alineados, gruesos fajos de billetes de cincuenta libras envueltos en cintas de papel. Allí tenía que haber por lo menos un millón de libras, pensó Toni, quizás dos. Tal como se le había ordenado, Kit sacó uno de los fajos y lo inspeccionó pasando los billetes rápidamente con el dedo.
—Han hecho el intercambio —informó Toni a Odette—. Kit está comprobando los billetes.
Los dos hombres se miraron, asintieron y se estrecharon la mano. Kit hizo entrega del maletín granate y luego cogió la maleta, que parecía pesar lo suyo. El copiloto echó a andar hacia el helicóptero y Kit volvió a la torre de control.
Tan pronto como el copiloto subió a bordo, el helicóptero despegó.
Toni seguía al teléfono.
—¿Recibes la señal del transmisor que hemos puesto en el frasco? —le preguntó a Odette.
—Perfectamente —contestó esta—. Ya tenemos a esos cabrones.
Hacía frío en Londres. No había nevado, pero un viento gélido barría los edificios antiguos y las sinuosas calles. Los transeúntes caminaban con los hombros encogidos y se ceñían las bufandas alrededor del cuello mientras buscaban apresuradamente la calidez de los pubs y restaurantes, de los hoteles y salas de cine.
Toni Gallo iba en el asiento trasero de un Audi gris junto a Odette Cressy, una rubia de cuarenta y pocos años que lucía un traje chaqueta oscuro y una camisa rojo escarlata. En la parte delantera del vehículo iban dos agentes de policía; uno conducía mientras el otro seguía la señal de un receptor de radio inalámbrico y le indicaba adonde debía dirigirse.
La policía llevaba treinta y tres horas siguiendo la pista del frasco de perfume. El helicóptero había aterrizado en el suroeste de Londres, tal como se esperaba. El piloto se había subido a un coche y había cruzado el puente de Battersea hasta la casa que poseía Adam Hallan a orillas del río. A lo largo de toda la noche, el transmisor de radio había permanecido fijo, enviando la señal regularmente desde algún punto de la elegante mansión dieciochesca. Odette no quería detener a Hallan todavía, pues deseaba atrapar en sus redes no solo al magnate, sino también al máximo número de terroristas que pudiera.
Toni había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo. Se había acostado poco antes del mediodía del día de Navidad, creyendo que no lograría conciliar el sueño. No dejaba de pensar en el helicóptero que sobrevolaba Gran Bretaña en aquellos precisos instantes, y le preocupaba que el diminuto transmisor de radio pudiera fallar. Sin embargo, pese a todos sus temores, a los pocos segundos había caído en un profundo sueño.
Por la noche había ido hasta Steepfall para encontrarse con Stanley. Se habían dado la mano y habían estado hablando durante una hora en su estudio. Luego, ella había cogido un avión con destino a Londres y había dormido de un tirón hasta el día siguiente en el piso de Odette, en Camden Town.
Además de seguir la señal de radio, la policía londinense había mantenido bajo estrecha vigilancia a Adam Hallan, a su piloto y al copiloto. Por la mañana, Toni y Odette se habían unido al equipo que vigilaba la casa de Hallan.
Toni había alcanzado su principal objetivo —las muestras del virus mortal volvían a estar a salvo en el Kremlin—, pero también deseaba atrapar a los responsables de la pesadilla que acababa de vivir. Quería justicia.