Authors: Ken Follett
Toni seguía dudando. ¿Habría alguien apostado en una ventana de la casa, cubriendo el patio con una Browning automática de nueve milímetros? Estaba a punto de averiguarlo.
Echó a correr pero, tan pronto como sus pies se hundieron en la nieve, cayó de bruces en el suelo. Se levantó con dificultad, notando el contacto gélido de la nieve que enseguida le caló los vaqueros y el jersey, y siguió adelante, abriéndose paso con más cuidado pero también más lentamente. Miró hacia la casa con temor. No distinguió ninguna silueta en las ventanas. En circunstancias normales no habría tardado más de un minuto en cruzar el patio, pero cada nueva zancada en la nieve se le hacía eterna. Finalmente alcanzó el granero, entró en su interior y cerró la puerta tras de sí, temblando de alivio por seguir respirando.
Una pequeña lámpara le permitió reconocer las siluetas de una mesa de billar, un variopinto surtido de vetustos sillones, una televisión de pantalla gigante y dos camas plegables, ambas vacías. La estancia parecía desierta, pero había una escalera de mano que conducía a un altillo. Se obligó a dejar de temblar y empezó a trepar por la escalera. Cuando estaba a medio camino, estiró el cuello para echar un vistazo a la habitación y se sobresaltó al tropezar con varios pares de ojillos rojos que la miraban fijamente: los hámsters de Caroline. Siguió subiendo. Allí arriba había otras dos camas. En una de ellas reconoció la silueta durmiente de Caroline. La otra estaba sin deshacer.
Los ladrones no tardarían en salir a buscarla. Tenía que pedir ayuda cuanto antes. Se llevó la mano al bolsillo para sacar el móvil.
Solo entonces se dio cuenta de que no lo llevaba encima.
Alzó los puños cerrados hacia el cielo en un gesto de frustración. Había dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, que había colgado en el perchero del vestíbulo.
Y ahora, ¿qué?
—Tenemos que encontrarla —sentenció Nigel—. Podría estar llamando a la policía ahora mismo.
—Espera —dijo Kit. Cruzó el vestíbulo hasta el perchero, frotándose el codo izquierdo, dolorido a causa del puntapié de Toni, y registró los bolsillos de su cazadora. Poco después, extrajo un móvil con gesto triunfal—. No puede llamar a la policía.
—Menos mal. —Nigel miró a su alrededor. Daisy tenía a Miranda acostada boca abajo en el suelo con un brazo doblado en la espalda. Elton estaba de pie en la puerta de la cocina.
—Elton, busca algo con lo que atar a la gorda —ordenó, y volviéndose hacia Kit, añadió—: tus hermanitas son de armas tomar.
—Olvídate de ellas —replicó Kit—. Ya podemos largarnos, ¿no? No hay que esperar a que salga el sol para ir a por el todoterreno. Podemos coger cualquier coche y seguir el camino que el quitanieves ha despejado.
—Tu hombre ha dicho que van dos policías en esa máquina quitanieves.
—Sí, pero el último sitio donde se les ocurriría buscarnos es justo detrás de ellos.
Nigel asintió.
—Bien pensado. Pero el quitanieves no va a ir despejando la carretera hasta... hasta donde tenemos que llegar. ¿Qué hacemos cuando se desvíe de nuestra ruta?
Kit reprimió su impaciencia. Debían alejarse de Steepfall cuanto antes, pero Nigel no parecía consciente de eso.
—Mira por la ventana —repuso—. Ha dejado de nevar, y el hombre del tiempo ha dicho que pronto empezará el deshielo.
—Aun así, podríamos quedarnos atrapados.
—Corremos más peligro estando aquí, ahora que el camino de acceso está despejado. Puede que Toni Gallo no sea la única visita inesperada del día.
Elton volvió con un trozo de cable eléctrico.
—Kit tiene razón —observó—. Si todo va bien, podemos estar allí sobre las diez de la mañana.
Tendió el cable a Daisy, que ató las manos de Miranda a la espalda.
—De acuerdo —concedió Nigel—. Pero antes tendremos que reunir a todo el mundo aquí, incluidos los chavales, y asegurarnos de que no puedan llamar pidiendo socorro en las próximas horas.
Daisy arrastró a Miranda por la cocina y la hizo entrar en la despensa de un empujón.
—Miranda habrá dejado su móvil en el chalet de invitados —apuntó Kit—. De lo contrario, ya lo habría utilizado. Su novio, Ned, está allí.
—Elton, ve a por él —ordenó Nigel.
—Hay otro teléfono en el Ferrari —prosiguió Kit—. Sugiero que Daisy vaya a echar un vistazo para asegurarnos de que nadie intenta usarlo.
—¿Y qué pasa con el granero?
—Yo lo dejaría para el final. Caroline, Craig y Tom no tienen móvil. En el caso de Sophie no estoy seguro, pero es poco probable. Solo tiene catorce años.
—Muy bien —dijo Nigel—.Acabemos con esto cuanto antes.
Entonces, la puerta del aseo se abrió y la señora Gallo salió de su interior, todavía con el sombrero puesto.
Kit y Nigel se la quedaron mirando de hito en hito. Kit se había olvidado por completo de ella.
—Encerradla en la despensa con los demás —ordenó Nigel.
—De eso nada —replicó la señora Gallo—. Creo que prefiero sentarme junto al árbol de Navidad.
La anciana cruzó el vestíbulo y se encaminó al salón.
Kit miró a Nigel, que se encogió de hombros.
Craig entreabrió ligeramente la puerta del armario para echar un vistazo fuera. El recibidor estaba desierto. Justo cuando se disponía a abandonar su escondrijo, Elton entró desde la cocina. Craig tiró de la puerta hacia dentro y contuvo la respiración.
Llevaba un cuarto de hora así.
Siempre había algún intruso rondando por allí. Dentro del ¡armario reinaba un olor a chaquetas húmedas y botas viejas. Estaba preocupado por Sophie, que seguía sentada en el Ford de Luke, cogiendo frío. Intentó no impacientarse. La oportunidad que estaba esperando no tardaría en llegar.
Pocos minutos antes, había oído ladrar a Nellie, lo que significaba que había alguien llamando a la puerta. Por un momento, se había sentido esperanzado. Pero Nigel y Elton estaban a escasos centímetros de él, hablando en susurros ininteligibles para él. Dedujo que estarían ocultándose del visitante. Habría saltado del armario y echado a correr hacia la puerta pidiendo socorro a gritos, pero sabía que aquellos dos lo detendrían y lo obligarían a guardar silencio en cuanto se descubriera. Se contuvo, loco de frustración.
Se oyeron unos golpes que parecían venir del piso de arriba, como si alguien intentara echar abajo una puerta, y luego un estruendo distinto, más parecido al un petardo -o un disparo-, seguido del ruido de cristales rotos. Craig estaba asustado. Hasta entonces, la banda solo había utilizado las armas para amenazarlos. Ahora que habían apretado el gatillo, no había manera de saber hasta dónde podían llegar. La familia estaba en grave peligro.
Al oír el disparo, Nigel y Elton se fueron dejando la puerta abierta. Desde su escondrijo, Craig veía a Elton en la cocina, hablando en tono urgente con alguien que estaba en el vestíbulo. Poco después regresó al recibidor y abandonó la casa por la puerta trasera, que dejó abierta de par en par.
Por fin Craig podía moverse sin ser visto. Los demás estaban en el vestíbulo. Era la oportunidad que estaba esperando. Salió del armario.
Abrió el pequeño armario metálico y cogió las llaves del Ferrari, que esta vez salieron sin resistirse.
Con dos zancadas se plantó en la calle.
Había dejado de nevar. Más allá de las nubes empezaba a salir el sol, y los contornos se perfilaban en blanco y negro. A su izquierda avistó a Elton, abriéndose camino por la nieve en dirección al chalet de invitados. Le daba la espalda, por lo que no podía verlo. Craig siguió en la dirección opuesta y dobló la esquina para evitar que lo descubrieran.
Fue entonces cuando vio a Daisy a tan solo unos metros de él.
Por suerte, también ella le daba la espalda. Había salido por la puerta principal y se encaminaba al otro lado de la casa. Craig se fijó en el camino despejado y supuso que mientras él estaba escondido en el armario de las botas habría pasado por allí una máquina quitanieves. Daisy se iba derecha al garaje... y a Sophie.
Se agachó detrás del Mercedes de su padre. Asomando la cabeza por detrás de un guardabarros, vio cómo Daisy alcanzaba el extremo del edificio, se apartaba del camino despejado y doblaba la esquina de la casa, desapareciendo así de su campo visual.
Siguió sus pasos. Moviéndose tan deprisa como podía, avanzó pegado a la fachada de la casa. Pasó por delante del comedor, donde seguía Nellie con las patas delanteras apoyadas en el alféizar. Dejó atrás la puerta principal, que estaba cerrada, y el salón con su reluciente árbol de Navidad. Se quedó perplejo al ver a una anciana sentada junto al árbol con un cachorro en el regazo, pero no se detuvo a pensar quién podía ser.
Alcanzó la esquina y miró en derredor. Daisy iba derecha hacia la puerta lateral del garaje. Si entraba allí dentro, encontraría a Sophie sentada en el Ford de Luke.
Daisy metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de piel negra y sacó la pistola.
Craig observó, impotente, cómo abría la puerta del garaje.
En la despensa hacía frío.
El pavo de Navidad, demasiado grande para caber en la nevera, descansaba en su fuente de hornear sobre una repisa de mármol, relleno y condimentado por Olga, listo para asar. Miranda se preguntó con amargura si viviría lo bastante para saborearlo.
Estaba junto a su padre, su hermana y Hugo, todos ellos atados como el pavo y hacinados en el escaso metro cuadrado de la despensa, rodeados de comida: las verduras dispuestas en los estantes, una hilera de frascos con pasta, cajas de cereales para el desayuno, latas de atún, tomates en conserva y judías en salsa de tomate.
Hugo se había llevado la peor parte. Por momentos parecía volver en sí, pero no tardaba en perder de nuevo el conocimiento. Estaba apoyado contra la pared y Olga se había pegado a su cuerpo desnudo para intentar transmitirle calor. Stanley parecía haber sido arrollado por un camión, pero permanecía de pie y estaba atento a cuanto ocurría a su alrededor.
Miranda se sentía impotente y abatida. Le descorazonaba ver a su padre, un hombre tan noble, golpeado y atado de pies y manos. Ni siquiera el sinvergüenza de Hugo merecía lo que le habían hecho. A juzgar por su aspecto, era bastante probable que sufriera daños irreversibles. Y Olga era una mujer admirable; no había más que ver cómo se desvivía por el marido que la había traicionado.
Los demás tenían paños de cocina metidos en la boca, pero Daisy no se había molestado en amordazar a Miranda; de nada servía que se pusiera a gritar ahora que la policía se había marchado. Fue entonces cuando se dio cuenta, con un atisbo de esperanza, de que quizá pudiera liberar a los demás de sus mordazas. —Papá, inclínate hacia abajo —pidió.
Obediente, Stanley flexionó la cintura y se dobló hacia delante, acercando su rostro al de Miranda. El extremo del paño colgaba de su boca. Miranda ladeó la cabeza como si quisiera besarlo en los labios y logró atrapar un extremo del paño entre los dientes. Tiró hacia atrás, extrayendo parte del paño, pero entonces se le escapó.
Miranda soltó un gemido de exasperación. Su padre volvió a inclinarse, animándola a intentarlo de nuevo. Repitieron la maniobra, y esta vez el paño salió entero y cayó al suelo.
—Gracias —dio Stanley—. Dios, qué desagradable.
Miranda repitió la operación con Olga, que dijo:
—Esta cosa me daba arcadas, pero tenía miedo de ahogarme si vomitaba.
Olga retiró la mordaza a Hugo por el mismo procedimiento.
—Tienes que intentar mantenerte despierto, Hugo —le dijo—.Venga, no cierres los ojos.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó Stanley.
—Toni Gallo se ha presentado con una máquina quitanieves y un par de policías —explicó—. Kit ha salido a recibirla como si nada hubiera pasado y la policía se ha marchado, pero Toni ha insistido en quedarse.
—Esa mujer es increíble.
—Yo estaba escondida en el desván de tu habitación y he conseguido avisar a Toni.
—¡Bien hecho!
—La bestia de Daisy me ha empujado escaleras abajo, pero Toni ha logrado escapar. No sé dónde estará ahora mismo.
—Llamará a la policía.
Miranda movió la cabeza en señal de negación.
—Se ha dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, y ahora lo tiene Kit.
—Ya se le ocurrirá algo. Es una mujer de recursos. De todos modos, es nuestra única esperanza. Nadie más sigue libre, excepto los niños... y Ned, claro está.
—Me temo que Ned no nos será de mucha ayuda —apuntó Miranda, apesadumbrada—. En una situación como esta, lo último que necesitamos es un experto en Shakespeare. Miranda se acordó de lo pusilánime que se había mostrado el día anterior cuando su ex mujer, Jennifer, la había echado de su casa. No era de esperar que un hombre como él decidiera plantar cara a tres matones consumados.
Se asomó a la ventana de la despensa. Había empezado a amanecer y ya no nevaba, así que podía distinguir el chalet de invitados en el que Ned estaría durmiendo y el granero donde se alojaban los chicos. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio a Elton cruzando el patio.
—Dios mío —murmuró—.Va al chalet.
Stanley miró por la ventana.
—Tratan de reunimos a todos —dedujo—. Nos dejarán atados antes de marcharse. No podemos dejar que se escapen con ese virus... pero ¿cómo podemos detenerlos?
Elton entró en el chalet de invitados.
—Espero que Ned esté bien.
De pronto, Miranda se alegró de que Ned no fuera un gallito. Elton era implacable, despiadado y tenía un arma. La única esperanza de Ned era dejarse apresar sin oponer resistencia.
—Podría ser peor —observó Stanley—. Ese chico no es trigo limpio, pero por lo menos tampoco es un psicópata, a diferencia de Daisy.
—Está como una cabra, y eso la hace cometer errores —apuntó Miranda—. Hace unos minutos, en el vestíbulo, se ha liado a puñetazos conmigo cuando debería haber ido tras Toni. Por eso ha logrado escapar.
—¿Por qué se ha liado Daisy a puñetazos contigo?
—Porque la encerré en el desván.
—¿Que la encerraste en el desván?
—Sabía que venía a por mí, así que esperé en la habitación, dejé que entrara en el desván y entonces cerré la puerta del armario y la atranqué como pude. Por eso estaba tan cabreada.
—Eres muy valiente —susurró Stanley con la voz embargada.
—Qué va —replicó Miranda. La idea le parecía absurda—. Lo que pasa es que tenía tanto miedo que habría hecho cualquier cosa con tal de escapar.