Authors: Ken Follett
—Tiene razón, aunque no sepa de qué siglo está hablando. En el año 1348, la Peste Negra mató a una de cada tres personas en Gran Bretaña. Esto podría ser peor. Ninguna cantidad de dinero puede valer ese riesgo, ¿no creéis?
—Pienso estar muy lejos de Gran Bretaña cuando suelten el virus —reveló Nigel.
Kit se sorprendió. Nigel no le había comentado nada al respecto. ¿Tendría Elton un plan similar? ¿Y qué pasaba con Daisy y Harry Mac? Kit había previsto marcharse a Italia, pero ahora se preguntaba si sería lo bastante lejos.
Stanley se volvió hacia Kit.
—No puedo creer que formes parte de esta locura.
Tenía razón, pensó Kit. Todo aquello era de locos. Pero el mundo no era un lugar muy cuerdo.
—Me moriré de todas formas si no pago el dinero debo.
—Venga ya, no te van a matar por una deuda.
—Por supuesto que sí —aseveró Daisy.
—¿Cuánto dinero debes?
—Doscientas cincuenta mil libras.
—¡Por el amor de Dios!
—Ya te dije que estaba desesperado. Te lo dije hace tres meses, cabrón, pero no me escuchaste.
—¿Cómo demonios te las has arreglado para acumular una deuda tan...? No, déjalo, prefiero no saberlo.
—Apostando a crédito. Tengo un buen sistema, pero he pasado una mala racha.
—¿Mala racha? —intervino Olga—. ¡Kit, despierta de una vez! ¡Te han tendido una trampa! ¡Esos tíos te prestaron el dinero y luego se aseguraron de que perdías porque necesitaban que les ayudaras a asaltar el laboratorio!
Kit no concedió ningún crédito a sus palabras.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó en tono desdeñoso.
—Soy abogada, me las tengo que ver con esta clase de gentuza, oigo sus ridículas excusas cuando los pillan. Sé más de ellos de lo que me gustaría.
Stanley volvió a tomar la palabra.
—Escucha, Kit. Alguna forma habrá de solucionar todo esto sin matar a personas inocentes, ¿no crees?
—Demasiado tarde. He tomado una decisión y no puedo echarme atrás.
—Piénsalo bien, hijo. ¿Sabes cuántas personas van a morir por tu culpa? ¿Decenas, miles, millones?
—Claro, que yo me muera te da igual. Harías lo que fuera por salvar a un montón de desconocidos, pero no moviste un dedo por salvarme a mí.
Stanley gimió de exasperación.
—Solo Dios sabe lo mucho que te quiero, y lo último que deseo es verte muerto, pero ¿estás seguro de querer pagar un precio tan alto por salvar tu propia vida?
Kit abrió la boca para decir algo, pero en ese momento empezó a sonar su móvil.
Lo sacó del bolsillo, preguntándose si Nigel le dejaría con testar. Pero nadie hizo el menor movimiento, así que se acercó el aparato al oído. Oyó la voz de Hamish McKinnon al otro lado de la línea.
—Toni va siguiendo a los de la máquina quitanieves, y los ha convencido para que se desvíen hasta tu casa. Llegará en cualquier momento. Y en el quitanieves van dos agentes de policía.
Kit colgó el teléfono y miró a Nigel.
—La policía viene hacia aquí.
Craig abrió la puerta del garaje y sacó la cabeza para echar un vistazo fuera. Había tres ventanas iluminadas en un extremo de la casa pero las cortinas estaban corridas, así que nadie podía verlo.
Se volvió un momento para mirar a Sophie. Había apagado las luces del garaje, pero sabía que ella estaba en el asiento del acompañante del Ford de Luke, con el anorak rosa cerrado hasta arriba para protegerse del frío. Alzó la mano a modo de despedida y salió al exterior.
Caminando tan deprisa como podía, levantando los pies y las rodillas para no quedarse atrapado en la profunda capa de nieve, avanzó a lo largo de la pared menos expuesta del garaje hasta alcanzar la fachada de la casa.
Iba a coger las llaves del Ferrari. Tendría que entrar en el recibidor de la cocina sin ser visto y sacarlas del pequeño armario donde se guardaban. Sophie había querido acompañarlo, pero Craig la había persuadido de que era menos peligroso si solo iba él.
Sin ella, se sentía más asustado. Para tranquilizarla, había fingido no tener miedo, y eso le había infundido valor. Pero ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Mientras dudaba, agazapado en la esquina de la casa, las manos le temblaban y le flaqueaban las piernas. Era una presa fácil para los intrusos, y si lo cogían no sabía qué hacer. Nunca se había peleado en serio al menos desde que tenía unos ocho años. Conocía a chicos dé su misma edad que lo hacían a menudo, por lo general a la puertas de un bar el sábado por la noche, y todos sin excepción eran unos perfectos idiotas. Ninguno de los tres intrusos de la cocina parecía mucho más fuerte que él, pero aun así le inspiraban pánico. Tenía la impresión de que, en caso de pelea, sabrían qué hacer, mientras que él no tenía ni la más remota idea Y además iban armados. Podían dispararle. Se preguntó cuánto dolería una herida de arma.
Escrutó la fachada de la casa. Tendría que pasar por delante de las ventanas del salón y del comedor, cuyas cortinas no estaban corridas. La nevada había perdido intensidad, y cualquiera que mirara hacia fuera podía distinguirlo fácilmente.
Se obligó a avanzar.
Se detuvo junto a la primera ventana y miró hacia dentro. Las luces de colores parpadeaban en el árbol de Navidad, alumbrando débilmente las familiares siluetas del tresillo y las mesas, el aparato de televisión y los cuatro calcetines infantiles de tamaño descomunal que descansaban en el suelo delante de la chimenea, llenos a rebosar de cajas y paquetes.
No había nadie en la habitación.
Siguió caminando. La nieve era más profunda en aquella zona, donde se había acumulado por la acción del viento que soplaba desde el mar, y Craig hubo de emplear todas sus fuerzas para abrirse paso. Lo habría dado todo por poder acostarse un rato. Se dio cuenta de que llevaba veinticuatro horas sin pegar ojo. Se sacudió la modorra de encima y siguió avanzando. Cuando pasó por delante de la puerta principal, casi esperaba que esta se abriera de golpe y que el londinense del jersey rosado se abalanzara sobre él. Pero no ocurrió nada.
Estaba a punto de pasar por delante del comedor en penumbra cuando un suave ladrido lo sobresaltó. Se llevó un buen susto, pero enseguida se dio cuenta de que solo era Nellie. Seguramente la habrían encerrado allí. La perra reconoció la silueta de Craig y lanzó un gemido.
—Cállate, Nellie, por el amor de Dios —murmuró. No estaba seguro de que la perra pudiera oírlo, pero lo cierto es que se calló.
Craig pasó por delante de los coches aparcados, el Toyota Previa de Miranda y el Mercedes-Benz familiar de Hugo. Un manto blanco los cubría por completo, dándoles un aspecto irreal, como si fueran los coches de una familia de muñecos de nieve. Dobló la esquina de la casa. Había luz en la ventana del recibidor de las botas. Asomó la cabeza tímidamente para echar un vistazo al interior. Desde allí veía el gran vestidor donde se guardaban los anoraks y las botas. Había una acuarela de Steepfall que tenía toda la pinta de ser obra de la tía Miranda, una escoba apoyada en un rincón y el armarito metálico de las llaves, atornillado a la pared.
La puerta del recibidor estaba cerrada, lo que lo favorecía.
Aguzó el oído, pero no oyó nada.
¿Qué ocurría cuando le dabas un puñetazo a alguien? En el cine se limitaban a desplomarse en el suelo, pero Craig estaba casi seguro de que eso no ocurriría en la vida real. Y lo que era más importante aún, ¿qué ocurría si alguien te daba un puñetazo a ti? ¿Cómo de doloroso sería? ¿Y si lo hacían una y otra vez? ¿Y qué se sentía al recibir un disparo? Había oído en alguna parte que no había nada más doloroso que una bala en el estómago. Estaba completamente aterrado, pero se obligó a seguir adelante.
Asió el pomo de la puerta trasera, lo giró tan suavemente como pudo y empujó hacia dentro. La puerta se abrió y Craig entró en el recibidor. Era una estancia pequeña, de menos de dos metros de largo, acotada por una antigua e impresionante chimenea de ladrillo y el profundo armario que había junto a esta. El armarito de las llaves colgaba de la pared de la chimenea. Craig abrió la portezuela. En su interior había veinte ganchos numerados, algunos con una sola llave y otros con juego enteros, pero enseguida reconoció las del Ferrari. Las cogió y tiró hacia arriba, pero la cadenita se quedó enganchada. Craig sacudió las llaves, intentando contener la sensación de pánico que lo invadía. Entonces oyó cómo giraba el pomo de la puerta de la cocina.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Quienquiera que fuese, estaba intentando abrir la puerta que comunicaba la cocina con el vestíbulo. Había girado el pomo, pero era evidente que no conocía la casa, porque empujaba la puerta en lugar de tirar hacia dentro. Craig aprovechó ese breve lapso para meterse en el vestidor y cerrar la puerta.
Lo había hecho sin pensar, dejando las llaves atrás. Tan pronto como se encontró en el interior del armario, se dio cuenta de habría sido casi igual de rápido salir al jardín por la puerta trasera. Intentó recordar si la había cerrado. Creía que no. ¿Y sus botas? ¿Habrían dejado un rastro de nieve fresca en el suelo? Eso revelaría que alguien había estado allí no hacía ni un minuto, porque de lo contrario la nieve se habría derretido. Y encima había dejado abierto el armario de las llaves.
Una persona observadora se fijaría en las pistas y lo descubriría en pocos segundos.
Craig contuvo la respiración.
Nigel forcejeó con el pomo hasta que se dio cuenta de que la puerta se abría hacia dentro, no hacia fuera. Tiró del pomo con fuerza e inspeccionó el recibidor de las botas.
—Aquí, no —dijo—. Hay una puerta y una ventana. —Cruzó la cocina y abrió de un tirón la puerta de la despensa— Los meteremos aquí. No hay ninguna otra puerta y solo una ventana, que da al patio. Elton, tráelos aquí.
—Ahí hace frío —protestó Olga.
En la despensa había un aparato de aire acondicionado.
—No sigas, por Dios, que voy a llorar —se burló Nigel.
—Mi marido necesita un médico.
—Después de lo que me ha hecho, suerte tiene de no necesitar un sepulturero. —Nigel se volvió de nuevo hacia Elton—. Mételes algo en la boca para que no chillen. ¡Date prisa, que no nos sobra el tiempo!
Elton encontró un cajón repleto de paños de cocina limpios y los utilizó para amordazar a Stanley, Olga y Hugo, que había recobrado el conocimiento pero todavía estaba aturdido. Luego ordenó a los prisioneros que se levantaran y los condujo a empujones hasta la despensa.
—Escucha —empezó Nigel, dirigiéndose a Kit. Se le veía tranquilo, anticipándose a los acontecimientos e impartiendo órdenes, pero estaba pálido y en su rostro enjuto y cínico había una expresión sombría. «La procesión va por dentro», pensó Kit—. Cuando llegue la pasma, tú sales a abrir la puerta —prosiguió—. Muéstrate amable y relajado, como un ciudadano ejemplar. Diles que aquí no pasa nada extraño, que todo el mundo está durmiendo excepto tú.
Kit no sabía cómo iba a apañárselas para aparentar tranquilidad cuando estaba tan nervioso como si tuviera delante a un pelotón de fusilamiento. Se aferró al respaldo de una silla para dejar de temblar.
—¿Y si quieren entrar de todas formas?
—Disuádelos. Si insisten, hazlos pasar a la cocina. Nosotros estaremos en ese cuartito de ahí atrás —puntualizó, señalando el recibidor de las botas—. Tú, quítatelos de encima lo antes posible.
—Toni Gallo viene con ellos —observó Kit—. Es la encargada de la seguridad en el laboratorio.
—Bueno, pues dile que se vaya por donde ha venido.
—Querrá ver a mi padre.
—Dile que no puede ser.
—No sé yo si aceptará un no por respuesta...
—¡Por el amor de Dios! —explotó Nigel, alzando la voz —¿Qué crees que va a hacer, tumbarte de un puñetazo y entrar pisoteando tu cuerpo inconsciente? Dile que se vaya a tomar por el culo y santas pascuas.
—De acuerdo —concedió Kit—, pero tenemos que asegurarnos de que mi hermana Miranda no se va de la lengua. Está escondida en el desván.
—¿En el desván, qué desván?
—El que queda justo por encima de esta habitación. Mirad dentro del primer armario del vestidor. Detrás de los trajes colgados hay una pequeña puerta que conduce a la buhardilla.
Nigel no le preguntó cómo sabía que Miranda estaba allí. Miró a Daisy.
—Encárgate de ella.
Miranda vio cómo su hermano hablaba con Nigel y escuchó sus palabras.
Cruzó el desván a toda prisa y, franqueando la puerta a gatas, se metió en el armario de su padre. Respiraba con dificultad, el corazón parecía a punto de salírsele del pecho y notó cómo la sangre se le agolpaba en el rostro, pero no se dejó dominar por el pánico. Todavía no. Desde el armario, saltó al vestidor.
Había oído decir a Kit que la policía estaba de camino, y por un instante había creído que estaban a salvo. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que los hombres de uniforme azul irrumpieran por la puerta principal y detuvieran a los ladrones. Pero luego había escuchado con horror cómo Nigel pergeñaba rápidamente un plan para librarse de ellos. ¿Qué podía hacer ella si la policía se disponía a marcharse sin haber detenido a nadie? Había decidido que, llegado ese momento, abriría una ventana y empezaría a gritar.
Ahora Kit había dado al traste con su plan.
Le aterraba volver a enfrentarse a Daisy, pero se obligó a pensar fríamente, o casi. Podía esconderse en la habitación de £it, al otro lado del rellano, mientras Daisy registraba el desván. ¡s[o lograría entretenerla más que unos pocos segundos, pero quizá fuera suficiente para abrir una ventana y pedir socorro.
Cruzó la habitación a la carrera. Justo cuando posó la mano en el pomo de la puerta, oyó las botas de Daisy en la escalera. Demasiado tarde.
La puerta se abrió bruscamente y Miranda se escondió detrás de esta. Daisy irrumpió en la habitación y se fue directa al vestidor sin mirar atrás.
Miranda se escabulló por la puerta. Cruzó el rellano y se metió en la habitación de Kit. Corrió hasta la ventana y apartó las cortinas, esperando ver los coches de policía con sus faros destellantes.
Pero no había ni un alma allí fuera.
Miró en la dirección del camino de acceso. Empezaba a clarear, y se distinguían los árboles cubiertos de nieve en las lindes del bosque, pero ni rastro de la policía. Miranda estaba al borde de la desesperación. Daisy tardaría pocos segundos en inspeccionar el desván y darse cuenta de que no había nadie allí. Luego empezaría a buscarla en las demás habitaciones de la planta de arriba. Necesitaba ganar tiempo. La policía no podía estar muy lejos.