Authors: Ken Follett
—No vas a dispararme —insistió él.
—Ponme a prueba y verás.
En ese instante, la señora Gallo entró en la cocina, sosteniendo al cachorro.
—Este pobre bicho aún no ha desayunado —dijo la anciana.
Nigel alzó el arma.
Toni le disparó en el hombro derecho.
Estaba a solo dos metros de él y tenía buena puntería, así que no le costó herirle exactamente donde quería. Apretó el gatillo dos veces, tal como le habían enseñado. El doble disparo resonó en la cocina con un estruendo ensordecedor. Dos orificios redondos aparecieron en el jersey rosado, uno junto al otro en el punto donde se unían el brazo y el hombro. La pistola cayó a los pies de Nigel, que gritó de dolor y retrocedió con paso tambaleante hasta la nevera.
La propia Toni estaba perpleja. En el fondo, no se creía capaz de hacerlo. Era algo completamente abyecto, y la convertía en un monstruo. Sintió náuseas.
—¡Hija de la gran puta! —chilló Nigel.
Como por arte de magia, aquellas palabras le devolvieron el aplomo perdido.
—Da gracias de que no te he disparado al estómago —replicó ella—. ¡Al suelo, venga!
Nigel se dejó caer al suelo y rodó hasta quedarse boca abajo, sin apartar la mano de la herida.
—Pondré agua a calentar —anunció la señora Gallo.
Toni cogió la pistola de Nigel y le puso el seguro. Luego envainó ambas armas en la cinturilla de los vaqueros y abrió la puerta de la despensa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Stanley—. ¿Hay alguien herido?
—Sí, Nigel —respondió Toni con serenidad. Cogió unas tijeras de cocina y las usó para cortar la cuerda de tender que envolvía las manos y los pies de Stanley. En cuanto lo hubo liberado, este la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza.
—Gracias —le susurró al oído.
Toni cerró los ojos. La pesadilla de las últimas horas no había cambiado los sentimientos de Stanley. Lo abrazó con fuerza, deseando poder alargar aquel momento, y luego se apartó suavemente.
—Ten —dijo, tendiéndole las tijeras—. Libera a los demás. —Entonces sacó una de las pistolas—. Kit no puede andar muy lejos, y seguro que ha oído los disparos. ¿Sabes si va armado?
—No creo —contestó Stanley.
Toni se sintió aliviada. Eso simplificaría las cosas.
—¡Sacadnos de esta habitación helada, por favor! —suplicó Olga.
Stanley se dio la vuelta para cortarle las ataduras.
Entonces se oyó la voz de Kit:
—¡Que nadie se mueva!
Toni se dio la vuelta, al tiempo que empuñaba el arma. Kit estaba parado en el umbral de la puerta. No llevaba pistola, pero sostenía un vulgar frasco de perfume como si se tratara de un arma. Toni reconoció el frasco que había visto llenar de Madoba-2 en la grabación de las cámaras de seguridad.
—Llevo el virus aquí dentro —anunció—. Una gota bastaría para mataros.
Nadie se movió.
Kit miraba directamente a Toni, que le apuntaba con la pistola. Él, a su vez, le apuntaba con el pulverizador.
—Si me disparas, dejaré caer el frasco y se romperá.
—Si nos atacas con eso, tú también morirás.
—Me da igual —replicó él—. Me lo he jugado todo en esto. He planeado el robo, he traicionado a mi familia y he participado en una conspiración para matar a cientos, quizá miles, de personas. Ahora que he llegado hasta aquí no pienso echarme atrás. Antes muerto.
Mientras lo decía, se dio cuenta de que era cierto. Ni siquiera el dinero parecía tener para él la misma importancia que antes. Lo único que realmente deseaba era salir victorioso.
—¿Cómo hemos podido llegar a esto, Kit? —preguntó Stanley.
Kit le sostuvo la mirada. Encontró ira en sus ojos, tal como esperaba, pero también dolor. Stanley tenía la misma expresión que cuando mamma Marta había muerto. «Tú te lo has buscado», pensó Kit con rabia.
—Es demasiado tarde para las disculpas —retrucó con brusquedad.
—No pensaba disculparme —repuso Stanley con gesto desolado.
Kit miró a Nigel, que estaba sentado en el suelo, sujetándose el hombro herido con la mano contraria. Aquello explicaba los dos disparos que lo habían llevado a coger el frasco de perfume a modo de arma antes de volver a entrar en la cocina.
Nigel se levantó con dificultad.
—Joder, cómo duele! —se quejó.
—Pásame las pistolas,Toni —ordenó Kit—. Y date prisa si no quieres que suelte esta mierda.
Toni dudó.
—Creo que lo dice en serio —apuntó Stanley.
—Déjalas sobre la mesa —ordenó Kit.
Toni depositó las pistolas sobre la mesa de la cocina, junto al maletín en el que los ladrones habían transportado el frasco de perfume.
—Nigel, recógelas —dijo Kit.
Con la mano izquierda, Nigel cogió una pistola y se la metió en el bolsillo. Luego cogió la segunda, la tanteó unos segundos como si tratara de calcular su peso y, con pasmosa velocidad, la estrelló contra el rostro de Toni. Esta soltó un grito y cayó hacia atrás.
Kit montó en cólera.
—¿Qué coño haces? —gritó—. No hay tiempo para eso. ¡Tenemos que largarnos!
—No me des órdenes —replicó Nigel con aspereza—. Esta zorra me ha disparado.
Kit no tuvo más que mirar a Toni para saber que ya se daba por muerta. Pero no había tiempo para disfrutar de la venganza.
—Esta zorra me ha destrozado la vida, pero no pienso echarlo todo a perder con tal de vengarme —replicó Kit—. ¡Venga, déjalo ya!
Nigel dudaba, mirando a Toni con un odio visceral.
—¡Vámonos de una vez! —gritó Kit.
Finalmente, Nigel dio la espalda a Toni.
—¿Y qué pasa con Elton y Daisy?
—Que les den por el culo.
—Ojalá tuviéramos tiempo para atar a tu viejo y a su querida.
—Pero ¿tú eres idiota o qué? ¿Todavía no te has dado cuenta de que no llegamos?
El interpelado miró a Kit con furia asesina.
—¿Qué me has llamado?
Nigel necesitaba matar a alguien, comprendió Kit al fin, y en aquel preciso instante estaba considerando la posibilidad de convertirlo en su chivo expiatorio. Fue un momento aterrador. Kit alzó el frasco de perfume en el aire y le sostuvo la mirada, esperando que su vida se acabara de un momento a otro.
Finalmente, Nigel bajó la mirada y dijo:
—Venga, larguémonos de aquí.
Kit salió de la casa a toda prisa. Había dejado el motor del Mercedes en marcha, y la nieve que cubría el capó empezaba a derretirse por efecto del calor. El parabrisas y las ventanillas laterales estaban más o menos despejados en los sitios donde él los había barrido apresuradamente con las manos. Se sentó al volante y se metió el frasco de perfume en el bolsillo de la chaqueta. Nigel se subió precipitadamente al asiento del acompañante, gimiendo de dolor a causa de la herida en el hombro.
Kit metió la primera y pisó el acelerador, pero nada ocurrió. La máquina quitanieves se había detenido un metro más allá, y delante del parachoques se amontonaba una pila de nieve de más de medio metro de altura. Kit pisó el acelerador más a fondo y el motor rugió, acusando el esfuerzo.
—¡Vamos, vamos! —exclamó Kit—. ¡Esto es un puto Mercedes, debería poder apartar un poco de nieve, que para eso tiene un motor de no sé cuántos caballos!
Aceleró un poco más, pero no quería que las ruedas perdieran tracción y empezaran a resbalar. El coche avanzó unos cuantos centímetros, y la nieve apilada pareció resquebrajarse y ceder. Kit miró hacia atrás. Su padre y Toni estaban de pie frente a la casa, observándolo. No se acercarían, supuso Kit, porque sabían que Nigel llevaba las pistolas encima.
De pronto, la nieve se desmoronó y el coche avanzó bruscamente.
Kit sintió una euforia sin límites mientras avanzaba cada vez más deprisa por la carretera despejada. Steepfall le había parecido una cárcel de la que nunca lograría escapar, pero al fin lo había conseguido. Pasó por delante del garaje... y vio a Daisy.
Frenó instintivamente.
—¿Qué coño ha pasado? —se preguntó Nigel.
Daisy caminaba hacia ellos, apoyándose en Craig por un lado y en Sophie, la malhumorada hija de Ned, por el otro. Arrastraba las piernas como si fueran muñones inertes y su cabeza parecía un despojo sanguinolento. Un poco más allá estaba el Ferrari de Stanley, con sus sensuales curvas abolladas y deformadas, su reluciente pintura azul rayada. ¿Qué demonios habría pasado?
—¡Para y recógela! —ordenó Nigel.
Kit recordó cómo Daisy lo había humillado y casi lo había ahogado en la piscina de su padre el día anterior.
—Que le den —replicó. Él iba al volante, y no pensaba retrasar su fuga por ella. Pisó el acelerador.
El largo capó verde del Mercedes se levantó como un caballo encabritado y arrancó de sopetón. Craig solo tuvo un segundo para reaccionar. Cogió la capucha del anorak de Sophie con la mano derecha y tiró de ella hacia el borde de la carretera, retrocediendo al mismo tiempo que ella. Como iba entre ambos, Daisy también se vio arrastrada hacia atrás. Cayeron los tres en la mullida nieve que se apilaba al borde de la carretera. Daisy gritó de rabia y dolor.
El coche pasó de largo a toda velocidad, esquivándolos por poco. Craig reconoció a su tío Kit al volante y se quedó de una pieza. Casi lo había matado. ¿Lo había hecho queriendo, o confiaba en que Craig tendría tiempo para apartarse?
—¡Hijo de puta! —gritó Daisy, y apuntó con la pistola al coche.
Kit aceleró, dejando atrás el Ferrari, y enfiló la sinuosa carretera que bordeaba el acantilado. Craig comprobó con terror que Daisy se disponía a dispararle. Tenía el pulso firme, pese al dolor atroz que debía de sentir. Apretó el gatillo, y Craig vio cómo una de las ventanillas traseras saltaba hecha añicos.
Daisy siguió la trayectoria del coche con el brazo y disparó repetidamente, mientras el eyector del arma escupía los cartuchos vacíos. Una hilera de balas se clavó en un costado del coche, y luego se oyó un estruendo distinto. Uno de los neumáticos de delante se había reventado, y una tira de caucho salió volando por los aires.
El coche siguió avanzando en línea recta por unos instantes. Luego volcó bruscamente y el capó se empotró contra la nieve apilada al borde de la carretera, levantando una fina lluvia blanca. La cola del vehículo derrapó y fue a estrellarse contra el muro bajo que bordeaba el acantilado. Craig reconoció el chirrido metálico del acero abollado.
El coche patinó de lado. Daisy seguía disparando, y el parabrisas estalló en mil pedazos. El coche empezó a volcar lentamente, primero inclinándose hacia un costado, como si le faltara impulso, y desplomándose luego sobre el techo. Resbaló unos cuantos metros panza arriba y luego se detuvo.
Daisy bajó la mano que empuñaba el arma y cayó hacia atrás con los ojos cerrados.
Craig la siguió con la mirada. La pistola cayó de su mano. Sophie rompió a llorar.
Craig alargó el brazo por encima del cuerpo de Daisy, sin apartar los ojos de los suyos, aterrado ante la posibilidad de que los abriera en cualquiera momento. Sus dedos se cerraron en torno a la cálida empuñadura del arma y la recogió.
La sostuvo con la mano derecha e introdujo el dedo en el guardamonte. Apuntó directamente al entrecejo de Daisy. Lo único que le importaba en aquel momento era que aquel ser monstruoso nunca más volviera a amenazarlo, ni a Sophie, ni a nadie de su familia. Lentamente, apretó el gatillo. Se oyó un clic. El cargador estaba vacío.
Kit estaba tendido sobre el techo del coche. Le dolía todo el cuerpo y en especial el cuello, como si se lo hubiera torcido, pero podía mover todas las extremidades. Se las arregló para incorporarse, Nigel yacía a su lado, inconsciente, acaso muerto.
Intentó salir del coche. Asió el tirador y empujó la puerta hacia fuera, pero no se abría. Se había quedado atascada. La emprendió a puñetazos con la puerta, pero fue en vano. Pulsó el botón elevalunas, pero eso tampoco dio resultado. Se le pasó por la cabeza que podía quedarse allí atrapado hasta que fueran los bomberos a rescatarlo, y por un momento sucumbió al pánico. Luego vio que el parabrisas estaba agrietado. Lo golpeó con la mano y sacó sin dificultad un gran trozo de cristal roto. Salió gateando por el hueco del parabrisas, sin fijarse en los cristales rotos, y una esquirla se le clavó en la palma de la mano. Gritó de dolor y se llevó la mano a la boca para succionar la herida, pero no podía detenerse. Se deslizó por debajo del capó y se incorporó con dificultad. El viento marino que soplaba tierra adentro azotaba su rostro sin piedad. Miró a su alrededor.
Stanley y Toni Gallo corrían en su dirección.
Toni se detuvo junto a Daisy, que estaba inconsciente. Craig y Sophie parecían asustados pero ilesos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Toni.
—No paraba de dispararnos —explicó Craig—. La he atropellado.
Toni siguió la mirada de Craig y vio el Ferrari de Stanley, abollado por ambos extremos y con todas las ventanillas hechas trizas.
—¡Cielo santo! —exclamó Stanley.
Toni le tomó el pulso a Daisy. Su corazón seguía latiendo, aunque débilmente.
—Sigue viva... pero apenas.
—Tengo su pistola. Está descargada.
Toni decidió que los chicos estaban bien. Volvió los ojos hacia el Mercedes que se acababa de estrellar. Kit salió de su interior y Toni echó a correr hacia él. Stanley la seguía de cerca.
Kit huía por la carretera en dirección al bosque, pero estaba maltrecho y aturdido a causa del accidente y caminaba de forma errática. «Nunca lo conseguirá», pensó Toni. A los pocos pasos, Kit se tambaleó y cayó al suelo.
Al parecer, también él se había percatado de que por allí no podría escapar. Se levantó con dificultad, cambió el rumbo de sus pasos y se dirigió al acantilado.
Al pasar por delante del Mercedes, Toni echó un vistazo a su interior y reconoció a Nigel, convertido en un amasijo de carne torturada, con los ojos abiertos y la mirada inexpresiva de la muerte. «Y van tres», pensó Toni. Uno de los ladrones estaba atado, la otra inconsciente y el tercero muerto. Solo quedaba Kit.
Kit resbaló en la calzada helada, se tambaleó, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta. Sacó el frasco de perfume del bolsillo y lo empuñó como si fuera un arma. —Quietos, u os mato a todos —amenazó.
Toni y Stanley frenaron en seco.
El rostro de Kit era la viva imagen del dolor y la ira. Toni reconoció a un hombre que había perdido el alma. Sería capaz de cualquier cosa: matar a su familia, matarse a sí mismo, acabar con el mundo entero.