Authors: Ken Follett
—Eso no es asunto tuyo —replicó Nigel.
El teléfono de Kit empezó a sonar.
No sabía qué hacer. Seguramente era Hamish. Algo debía haber ocurrido en el Kremlin, algo lo bastante importante para que su infiltrado se arriesgara a llamarle. Pero ¿cómo iba a hablar con Hamish delante de su familia sin delatarse? Se quedó paralizado mientras sonaba la novena de Beethoven que había elegido como sintonía.
Nigel puso fin a su dilema:
—Dame eso —ordenó.
Kit le entregó el móvil y Nigel contestó.
—Sí, soy Kit —dijo, imitando razonablemente el acento escocés.
Al parecer, la persona al otro lado de la línea no se dio cuenta de la suplantación, pues Nigel escuchó en silencio lo que esta le decía.
—Entendido —dijo—. Gracias. —Colgó y se metió el móvil en el bolsillo—. Alguien pretendía avisarte de que hay tres peligrosos forajidos en la zona —reveló—. Al parecer, la policía ha salido a buscarlos con una máquina quitanieves.
Craig no acababa de entender a Sophie. Tan pronto se mostraba terriblemente tímida como atrevida hasta el punto de hacerle sonrojar. Le había dejado introducir las manos por debajo de su jersey, se había encargado de desabrochar el sostén mientras él forcejeaba a tientas con los corchetes, y Craig había creído que e moriría de placer cuando le había dejado abarcar sus senos con las manos, pero luego se había negado a que los mirara a }a luz de la vela. Su excitación había ido en aumento cuando ella le había desabotonado los vaqueros como si llevara toda la vida haciéndolo, pero después se había detenido como si no supiera qué hacer a continuación. Craig se preguntó si se le estaría escapando algo, algún código de conducta que él desconocía, aunque empezaba a sospechar que lo único que pasaba era que ella tenía tan poca experiencia como él. Eso sí, lo de besar se le daba cada vez mejor. Al principio se había mostrado vacilante, como si no estuviera segura de si realmente quería hacerlo, pero tras un par de horas de práctica se había convertido en una verdadera entusiasta del beso.
Craig, por su parte, se sentía como un marino zarandeado por la tormenta. Se había pasado toda la noche entre oleadas de esperanza y desesperación, deseo y decepción, angustia y placer. En un momento dado, ella le había dicho en susurros:
—Eres tan bueno... Yo no. Yo soy mala.
Y entonces, cuando él volvió a besarla, se dio cuenta de que Sophie tenía el rostro bañado en lágrimas. «¿Qué se supone que tienes que hacer —se preguntó— si una chica se echa a llorar mientras tienes la mano metida en sus bragas?» Había empezado a retirar la mano, suponiendo que era lo que quería, pero Sophie le había cogido la muñeca y lo había retenido.
—Yo creo que eres buena —le dijo, pero eso sonaba poco convincente, así que añadió—: En realidad, creo que eres maravillosa.
Estaba desconcertado, pero a la vez experimentaba una intensa felicidad. Nunca se había sentido tan cerca de una chica. Creía que iba a estallar de tanto amor, ternura y alegría. Estaban hablando de lo lejos que querían llegar cuando les interrumpió el ruido procedente de la cocina.
—¿Quieres hacerlo? —le preguntó ella.
—¿Y tú?
—Por mí sí, si tú quieres.
Craig asintió.
—Me gustaría mucho.
—¿Has traído condones?
—Sí.
Craig hurgó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un pequeño envoltorio.
—Así que lo tenías todo planeado...
—No, en realidad no. —Era verdad, al menos en parte: no tenía un gran plan—. Pero deseaba que ocurriera. Desde que te conocí no he parado de pensar en... ya sabes, en volver a verte y eso. Y hoy, durante todo el día...
—Has sido muy persistente.
—Lo único que quería era estar así, como estamos ahora.
Quizá no fuera muy elocuente, pero al parecer era lo que ella deseaba oír.
—Vale, pues de acuerdo. Hagámoslo.
—¿Estás segura?
—Sí. Venga, deprisa.
—Vale.
—Dios mío, ¿qué pasa ahí abajo?
Craig no ignoraba que había gente en la cocina. Le había llegado un murmullo de voces, y luego el repiqueteo metálico de una sartén y el olor a beicon frito. No estaba seguro de qué hora sería, aunque le parecía demasiado pronto para desayunar. En cualquier caso, no le había prestado demasiada atención; confiaba en que nadie los interrumpiría allá arriba. Pero ahora había un barullo tal que era imposible seguir haciéndose el sordo. Primero oyó gritar a su abuelo, algo muy poco frecuente en él. Luego Nellie había empezado a ladrar con todas sus fuerzas, y de pronto se había oído un chillido que Craig creyó identificar como la voz de su madre. Justo después, varias voces masculinas habían empezado a vociferar a la vez.
—¿Esto es normal? —preguntó Sophie en tono amedrentado.
—No —contestó Craig—. A veces discuten, pero no se ponen a chillar así.
—¿Qué está pasando?
Craig se sentía dividido. Por un lado quería olvidarse del ruido y comportarse como si Sophie y él estuvieran en un mundo aparte, tumbados en el viejo sofá del desván y tapados por las chaquetas de ambos. Habría fingido no notar un terremoto con tal de poder concentrarse en su suave piel, su aliento cálido y sus labios húmedos. Pero por otro lado intuía que aquella interrupción podía no ser del todo mala. Lo habían hecho casi todo; quizá fuera buena idea posponer el final, para tener algo que esperar con ilusión, un placer adicional con el que soñar despierto.
Abajo, en la cocina, había ahora un silencio tan repentino como el estruendo que lo había precedido.
—Qué raro —comentó Craig.
—Da un poco de cosa.
La voz de Sophie sonaba asustada, y eso acabó de convencer a Craig. La besó una vez más en los labios y se levantó. Se subió los vaqueros y cruzó el desván hasta el agujero en el suelo. Una vez allí, se tumbó boca abajo y miró por el hueco entre los tablones.
Vio a su madre, de pie con la boca abierta en un gesto de perplejidad y terror. El abuelo se secaba un hilo de sangre que le manaba de la boca. El tío Kit tenía las manos en alto. Había tres desconocidos en la habitación. En un primer momento, los tomó a todos por hombres, hasta que se dio cuenta de que uno de ellos era una chica muy poco agraciada con el pelo cortado al rape. Un hombre negro sujetaba a Nellie por el collar, torciéndolo con fuerza. El hombre mayor y la chica empuñaban sendas pistolas.
—¡La madre que me...! ¿Qué demonios está pasando ahí abajo?
Sophie se tumbó junto a él, y al cabo de unos instantes reprimió un grito.
—¿Eso que llevan en la mano son pistolas? —preguntó en un susurro.
—Sí.
—Dios mío...
Craig trató de poner sus pensamientos en orden.
—Tenemos que llamar a la poli. ¿Dónde está tu móvil?
—Lo he dejado en el granero.
—Mierda.
—¿Qué vamos a hacer?
—Piensa, piensa. Un teléfono. Necesitamos un teléfono.
Craig dudaba. Estaba asustado. Lo que más deseaba en aquel momento era acurrucarse en un rincón y cerrar los ojos con fuerza. Tal vez lo hubiese hecho si no hubiera una chica a su lado. No conocería todas las reglas, pero sabía que un hombre debía mostrar valor cuando una chica estaba asustada, sobre todo si eran amantes, o casi. Y si no se sentía especialmente valiente, tenía que fingir.
¿Dónde estaba el teléfono más cercano?
—Hay una extensión junto a la cama del abuelo.
—Yo no puedo moverme, estoy demasiado asustada.
—Mejor quédate aquí.
—Vale.
Craig se levantó. Se abrochó los vaqueros, se ciñó el cinturón y se dirigió a la portezuela del desván. Respiró hondo y la abrió. Se metió a gachas en el armario del abuelo, empujó la puerta de este y salió al vestidor.
La luz estaba encendida. Los zapatos de piel marrón del abuelo descansaban lado a lado en la alfombra, y la camisa azul que llevaba puesta el día anterior asomaba entre las prendas apiladas en el cesto de la ropa sucia. Craig pasó al dormitorio propiamente dicho. La cama estaba deshecha, como si el abuelo acabara de levantarse. Sobre la mesilla de noche, junto a un ejemplar de la revista S
cientific American
, descansaba el teléfono.
Craig nunca había llamado a la policía. ¿Qué se suponía que debía decir? Había visto cómo lo hacían por la tele. Tenía que dar su nombre y el lugar desde el que llamaba, pensó. ¿Y luego, qué? «Hay unos hombres con pistolas en mi cocina» sonaba melodramático, pero seguramente todas las llamadas a la policía sonaban así.
Descolgó el teléfono. No había línea.
Presionó repetidamente la horquilla del aparato y volvió a llevarse el auricular al oído, pero fue en vano.
Colgó el teléfono. ¿Por qué no había línea? ¿Se debía a una avería o a que los desconocidos habían cortado los cables?
¿Tenía el abuelo un teléfono móvil? Craig abrió el cajón de la mesilla de noche. Dentro había una linterna y un libro, pero ni rastro del teléfono. Entonces se acordó: el abuelo tenía un teléfono en el coche, pero no un móvil propiamente dicho.
Oyó un sonido procedente del vestidor. Sophie sacó la cabeza por fuera del armario ropero. Parecía asustada.
—¡Viene alguien! —susurró.
Segundos después, Craig oyó pasos pesados en el rellano.
Regresó corriendo al vestidor. Sophie retrocedió hasta el desván. Craig se dejó caer de rodillas y pasó gateando al otro lado justo en el momento en que se abría la puerta de la habitación. No le dio tiempo de cerrar el armario. Se arrastró hasta el desván y se volvió rápidamente para cerrar la portezuela sin hacer ruido.
—El hombre mayor le ha dicho a la chica que registre la casa —informó Sophie en un susurro—. La ha llamado Daisy.
—He oído sus botas en el rellano.
—¿Has podido llamar a la policía?
Craig negó con la cabeza.
—No hay línea.
—¡Dios mío!
Craig oyó los sonoros pasos de Daisy en el vestidor. Sin duda vería la puerta del armario abierta. ¿Se daría cuenta de que había una portezuela oculta detrás de la ropa colgada? Solo si miraba muy de cerca.
Permaneció atento a sus movimientos. ¿Estaría escudriñando el interior del armario en aquel preciso instante? No pudo evitar estremecerse. Daisy no era muy alta -un par o tres de centímetros más baja que él, supuso-, pero inspiraba verdadero terror.
El silencio se hizo eterno. Craig creyó oír a la desconocida entrando en el cuarto de baño. Al poco, sus botas cruzaron el vestidor y se alejaron. La puerta de la habitación se cerró con estruendo.
—Dios, estoy temblando de miedo —gimió Sophie.
—Yo también —confesó Craig.
Miranda estaba en la habitación de Olga, con Hugo.
Al salir de la cocina, no había sabido qué hacer. No podía salir fuera en camisón y descalza. Había subido las escaleras a toda prisa con la intención de encerrarse en el cuarto de baño, pero enseguida se había dado cuenta de que eso no serviría de nada. Se demoró en el rellano, titubeante. Tenía tanto miedo que sentía náuseas. Debía alertar a la policía, esa era su prioridad.
Olga llevaba el móvil en el bolsillo del salto de cama, pero seguramente Hugo tenía otro.
Aunque estaba aterrada, dudó una milésima de segundo ante la puerta de su hermana. Lo último que quería era verse encerrada con Hugo en la misma habitación. Pero entonces oyó pasos procedentes de la cocina. Rápidamente, abrió la puerta de la habitación, entró con sigilo y cerró la puerta sin hacer ruido.
Hugo estaba apostado a la ventana, mirando hacia fuera, completamente desnudo y de espaldas a la puerta.
—¿Has visto qué asco de tiempo? —rezongó, creyendo hablaba con su mujer.
Miranda se quedó muda unos instantes, sorprendida por su tono distendido. Era evidente que Olga y él habían hecho las paces después de haber pasado media noche discutiendo a gritos. ¿Le habría perdonado Olga por haberse acostado con su hermana? Parecía un poco precipitado, pero a lo mejor no era la primera vez que discutían por la infidelidad de Hugo. Miranda se había preguntado a menudo qué clase de acuerdo tendría Olga con el mujeriego de su marido, pero era algo de lo que su hermana jamás hablaba. A lo mejor era algo recurrente: él la traicionaba, ella lo descubría, se peleaban y se reconciliaban... hasta la siguiente traición.
—Soy yo —dijo Miranda.
Hugo se dio la vuelta, sobresaltado, pero enseguida esbozó una sonrisa.
—Y en camisón... ¡qué agradable sorpresa! Métete en la cama, deprisa.
Miranda oyó pasos en la escalera, al tiempo que se fijaba en el orondo vientre de Hugo; se veía mucho más prominente de lo que lo recordaba, y le daba el aspecto de un pequeño gnomo rechoncho. Se preguntó qué le pudo haber visto.
—Tenemos que llamar a la policía ahora mismo —dijo—. ¿Dónde está tu móvil?
—Aquí —contestó él, señalando la mesilla de noche—. ¿Qué pasa?
—Hay unos tíos con pistolas en la cocina. ¡Llama al 999, rápido!
—¿Quiénes son?
—¡Eso ahora da igual! —Miranda oyó pasos en el rellano. Se quedó paralizada de terror, esperando que la puerta se abriera de sopetón, pero quienquiera que fuese pasó de largo. Su voz sonaba ahora como un grito ahogado—: ¡Creo que me están buscando, date prisa!
Hugo reaccionó. Cogió el teléfono, lo dejó caer al suelo, lo volvió a coger y apretó frenéticamente el botón de encendido.
—¡Esta mierda tarda siglos en encenderse! —farfulló, desesperado—. ¿Has dicho que van armados?
—¡Sí!
—¿Cómo han llegado hasta aquí?
—Dicen que los ha sorprendido la tormenta. ¿Qué coño le pasa a tu móvil?
—«Buscando red» —leyó él—. ¡Venga, venga!
Miranda volvió a oír pasos al otro lado de la puerta. Esta vez estaba preparada. Se tiró al suelo y se deslizó debajo de la cama de matrimonio en el preciso instante en que la puerta se abría de par en par.
Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas volverse invisible. Sintiéndose ridícula, abrió los ojos de nuevo. Vio los pies desnudos de Hugo, sus tobillos peludos, y un par de botas de piel negra con punteras de acero.
—Hola, preciosa. Y tú ¿quién eres? —preguntó Hugo.
Pero Daisy era inmune a sus encantos.
—Dame el teléfono —ordenó.
—Solo iba a...
—Que me lo des, gordo de mierda.
—Vale, ten.
—Y ahora ven conmigo.
—Espera, déjame ponerme algo.
—No sufras, no te voy a arrancar el pingajo de un mordisco.
Miranda vio cómo los pies de Hugo se alejaban a toda prisa de Daisy, pero esta no tardó en darle alcance. Luego oyó un golpe seco y un alarido de dolor. Los dos pares de pies se desplazaron juntos hacia la puerta, abandonando su campo visual. Instantes después, los oyó bajar la escalera.