Authors: Ken Follett
—¿Y ahora, qué hago yo? —se preguntó en voz baja.
Craig y Sophie estaban tumbados lado a lado en el suelo del desván, espiando el piso de abajo por el hueco que había entre los tablones de madera, cuando Daisy entró en la cocina arrastrando a Hugo completamente desnudo.
Craig se quedó sin palabras. Aquello parecía una pesadilla, o uno de esos cuadros antiguos que mostraban cómo los pecadores eran arrastrados hasta las simas del infierno. Apenas podía asociar a aquel hombrecillo humillado e indefenso con su padre, el hombre de la casa, el único con suficiente valor para plantarle cara a su dominante madre, el que había regido su destino desde que tenía uso de razón. Se sintió desorientado, carente de peso específico, como si de pronto la ley de la gravedad hubiera quedado en suspenso y no supiera ubicarse en el espacio.
Sophie empezó a llorar bajito.
—Esto es horrible —gimió—. Nos van a matar a todos.
La necesidad de consolarla dio fuerzas a Craig. Pasó un brazo alrededor de sus delgados hombros. Estaba temblando.
—Es horrible, sí, pero todavía no estamos muertos —dijo—. Podemos conseguir ayuda.
—¿Cómo?
—¿Dónde has dejado exactamente tu móvil?
—En el granero, arriba, junto a la cama. Creo que lo puse en la maleta al cambiarme.
—Tenemos que llegar hasta allí y usarlo para llamar a la poli.
—¿Y si nos ve esa gente?
—Nos mantendremos alejados de las ventanas de la cocina.
—¡No podernos, la puerta del granero está justo enfrente!
Tenía razón, y Craig lo sabía, pero debían arriesgarse.
—No creo que miren hacia fuera.
—¿Y si lo hacen?
—Con la que está cayendo, apenas se ve nada.
—¡Seguro que nos pillan!
Craig no sabía qué más decirle.
—Tenemos que intentarlo.
—Yo no puedo. Quedémonos aquí...
La idea era tentadora, pero Craig sabía que si se limitaba a esconderse y no hacía nada para ayudar a su familia, nunca se lo perdonaría.
—Puedes quedarte si quieres, mientras yo voy al granero.
—¡No, no me dejes sola!
Craig había supuesto que diría eso.
—Entonces tendrás que venir conmigo.
—No quiero.
Craig estrechó sus hombros y le dio un beso en la mejilla.
—Venga, sé valiente.
Sophie se secó la nariz con la manga.
—Lo intentaré.
Craig se levantó y se puso las botas y la chaqueta. Sophie se quedó inmóvil, observándolo a la luz de la vela. Intentando caminar sin hacer ruido por temor a que lo oyeran desde abajo, Craig buscó las botas de agua de Sophie y luego se arrodilló y las calzó en sus pequeños pies. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia, todavía aturdida por lo ocurrido. Craig tiró de ella hacia arriba con suavidad, obligándola a incorporarse, y luego le ayudó a ponerse el anorak. Le cerró la cremallera, le puso la capucha y le apartó el pelo del rostro con la mano. Parecía un muchachito con aquella capucha calada, y por un fugaz instante Craig pensó en lo preciosa que era.
Abrió la puerta de la buhardilla. Un viento gélido entró en U habitación, arrastrando consigo una gran ráfaga de nieve. La lámpara que había por encima de la puerta trasera de la cocina dibujaba un semicírculo de luz en la espesa nieve. La tapa del cubo de la basura parecía el sombrero de Ali Baba.
Había dos ventanas en aquel extremo de la casa, una en la despensa y otra en el recibidor de las botas. Los siniestros desconocidos estaban en la cocina. Había que tener muy mala suerte para que uno de ellos entrara en la despensa o saliera al recibidor justo cuando él pasara por delante de la ventana. Craig creía que tenía bastantes probabilidades de salir airoso de aquel trance.
—Venga —animó a Sophie.
Ella se puso a su lado y miró hacia abajo.
—Tú primero.
Craig se asomó. Había luz en el recibidor de las botas, pero no en la despensa. ¿Lo vería alguien? De haber estado a solas se habría sentido aterrado, pero el miedo de Sophie le infundía valor. Barrió la nieve de la cornisa con la mano y luego avanzó por esta hasta el tejado adosado del recibidor de las botas. Barrió un trozo del tejado, se incorporó y alargó el brazo hacia Sophie, que le dio la mano mientras avanzaba paso a paso por la cornisa.
—Lo estás haciendo muy bien —le susurró. La cornisa tenía sus buenos treinta centímetros de ancho, así que aquello tampoco era tan difícil, pero Sophie estaba temblando. Finalmente, bajó hasta el tejado adosado—. Bien hecho —la felicitó Craig.
Fue entonces cuando Sophie resbaló.
Los pies se le fueron hacia delante. Craig seguía sujetándole la mano, pero no podía impedir que perdiera el equilibrio, Y la joven cayó de nalgas sobre el tejado con un golpe seco que debió de oírse abajo. Sophie se quedó tumbada de espaldas y empezó a resbalar por las tejas cubiertas de hielo.
Craig alargó la mano y logró asir un trozo de anorak. Tiró de Sophie con todas sus fuerzas, tratando de frenar su caída, pero él también se apoyaba sobre la misma superficie resbaladiza, y lo que ocurrió fue que ella lo arrastró consigo. Craig se deslizó por el tejado, intentando permanecer de pie e impedir que Sophie cayera abajo.
Los pies de esta golpearon el canalón, que frenó su caída pero tenía medio trasero colgando por fuera del borde del tejado, y estaba en un tris de caerse abajo. Craig agarró la chaqueta con más fuerza y empezó a tirar de Sophie, arrastrándola hacia sí, pero entonces resbaló de nuevo. Soltó la chaqueta y abrió los brazos para no perder el equilibrio.
Sophie gritó y cayó del tejado.
Aterrizó tres metros más abajo, en la mullida nieve fresca, por detrás del cubo de la basura.
Craig asomó la cabeza por el borde del tejado. Casi no llegaba luz a aquel rincón oscuro, y apenas alcanzaba a verla.
—¿Estás bien? —preguntó. No hubo respuesta. ¿Habría perdido el conocimiento?—. ¡Sophie!
—Estoy bien —contestó, desolada.
La puerta trasera de la casa se abrió repentinamente.
Craig se agachó.
Un hombre salió a la calle. Desde arriba, Craig solo alcanzaba a ver su cabeza poblada de pelo corto y oscuro. Echó un vistazo por la parte lateral del tejado adosado. La luz que manaba de la puerta abierta le permitía distinguir a Sophie. Su anorak rosa se confundía con la nieve, pero los vaqueros se veían bastante. Estaba inmóvil. Craig no alcanzaba a verle el rostro.
Una voz gritó desde dentro:
—¡Elton! ¿Quién anda ahí fuera?
El aludido blandió una linterna de lado a lado, pero el haz de luz no mostraba nada excepto copos de nieve. Craig se tumbó boca abajo en el tejado.
Elton se volvió hacia la derecha, alejándose de Sophie, y adentró un poco en la oscuridad, alumbrando sus pasos con la linterna.
Craig se aplanó sobre el tejado, deseando con todas sus fuerzas que Elton no mirara hacia arriba. Entonces se dio cuenta de que la puerta del desván seguía abierta de par en par. Si a aquel tipo se le ocurría dirigir el haz de su linterna en esa dirección no podía sino verla y querría ir a echar un vistazo, lo que podía tener consecuencias nefastas. Craig reptó lentamente hacia arriba por el tejado adosado. Tan pronto como tuvo la puerta a su alcance, la cogió por el canto inferior y la empujó con suavidad. La puerta giró lentamente sobre los goznes hasta el marco en forma de arco. Craig le dio un último empujón y volvió a tumbarse en el tejado. La puerta se cerró con un chasquido.
Elton se dio media vuelta. Craig no se movió. Desde arriba, veía cómo el haz de la linterna barría el hastial de la casa y la puerta del desván.
—¿Elton? —llamó la misma voz desde dentro.
El haz de luz se alejó.
—¡No se ve una mierda! —gritó, visiblemente irritado.
Craig se arriesgó a levantar la cabeza para echar un vistazo abajo. Elton se dirigía al otro lado de la puerta, donde estaba Sophie. Se detuvo junto al cubo de la basura. Si se le ocurría rodear el recibidor de las botas para inspeccionar aquel rincón, la descubriría. Si eso pasaba, decidió Craig, se lanzaría en picado sobre Elton. Seguramente le daría una paliza de muerte, pero quizá Sophie lograra escapar.
Tras unos segundos interminables, Elton se dio la vuelta.
—¡Lo único que hay aquí fuera es nieve! —anunció a voz en grito. Luego entró en la casa y cerró la puerta dando un sonoro portazo.
Craig soltó un gemido de alivio. Solo entonces se dio cuenta de que estaba temblando. Intentó tranquilizarse. Pensar en Sophie lo ayudó. Saltó del tejado y aterrizó junto a ella.
—¿Te has hecho daño? —preguntó, inclinándose hacia ella
Sophie se incorporó.
—No, pero estoy muerta de miedo.
—Bueno. ¿Puedes levantarte?
—¿Estás seguro de que se ha ido?
—He visto cómo entraba y cerraba la puerta. Habrán oído tu grito, o quizá un golpe en el techo cuando te has resbalado, pero seguramente creerán que ha sido la nieve.
—Dios, eso espero.
Sophie se levantó con dificultad.
Craig frunció el ceño, pensativo. Era evidente que aquella gente estaba atenta a cuanto ocurría en la casa y sus alrededores. Si Sophie y él cruzaban el patio hasta el granero, podían ser vistos por alguien que estuviera asomado a la ventana de la cocina. Lo mejor que podían hacer era salir por el jardín, rodearlo hasta el chalet de invitados y acercarse al granero por la parte de atrás. Se arriesgaban a que los vieran entrando por la puerta, pero el rodeo minimizaba las posibilidades de ser descubiertos.
—Por aquí —dijo. Cogió la mano de Sophie, que lo siguió a regañadientes.
El viento soplaba con más fuerza en aquella zona. La tormenta se desplazaba tierra adentro. Lejos del cobijo que ofrecía la casa, la nieve no caía en remolinos danzantes, sino en violentas rachas ladeadas que les azotaban el rostro sin piedad y se les metían en los ojos.
Cuando Craig perdió la casa de vista, echó a caminar hacia la derecha. Allí la nieve tenía medio metro de profundidad y dificultaba mucho el avance. La tormenta le impedía ver el chalet de invitados. Contando los pasos, avanzó lo que consideraba una distancia equivalente a la anchura del patio. Ya completamente a ciegas, supuso que estarían a la altura del granero y volvió a cambiar de dirección. Contó los pasos que según sus cálculos faltaban para darse de bruces con la pared trasera del edificio.
Pero no encontró nada.
Estaba seguro de que no se había equivocado. Había medido las distancias meticulosamente. Avanzó otros cinco pasos. Temía haberse perdido, pero no quería que Sophie se diera cuenta. Reprimiendo una oleada de pánico, volvió a cambiar el rumbo de sus pasos, esta vez para volver a la casa principal. Gracias a la impenetrable oscuridad Sophie no le veía la cara, así que afortunadamente no podía saber lo asustado que estaba.
Llevaban menos de cinco minutos a la intemperie, pero Craig ya empezaba a notar un frío insoportable en las manos y los pies. Se dio cuenta de que sus vidas corrían verdadero peligro. Si no encontraban refugio pronto, morirían de frío.
Sophie no era tonta.
—¿Dónde estamos?
Craig intentó sonar más seguro de lo que se sentía.
—A punto de llegar al granero. Unos pasos más y ya está.
No tardó en arrepentirse de haber pronunciado aquellas palabras. Diez pasos más allá seguían envueltos en tinieblas.
Craig supuso que se habrían alejado más de lo creía del núcleo de viviendas. Eso explicaba el que se hubiera quedado corto al calcular la distancia de regreso. Volvió a doblar hacia la derecha. Había dado tantas vueltas que ya no estaba seguro de saber orientarse. Avanzó diez pasos más a trancas y barrancas y se detuvo.
—¿Nos hemos perdido? —preguntó Sophie con un hilo de voz.
—¡No podemos estar lejos del granero! —replicó Craig en tono airado—. ¡Si apenas nos hemos alejado de la casa!
Sophie lo rodeó con los brazos.
—No es culpa tuya.
Craig lo sabía, pero se sintió agradecido de todos modos.
—Podríamos pedir socorro —sugirió ella—. A lo mejor Caroline y Tom nos oyen.
—Esa gente también podría oírnos.
—Aun así, eso sería mejor que morir congelados.
Sophie tenía razón, pero Craig se resistía a reconocerlo ¿Cómo podían haberse perdido en un recorrido tan corto? Se negaba a creerlo.
Abrazó a Sophie, pero se sentía desesperado. Se había creído superior a ella porque estaba más asustada que él, y por unos momentos se había sentido muy viril protegiéndola, pero ahora estaban los dos perdidos por su culpa. «Menudo hombre —pensó—. Menudo protector.» Su novio el futuro abogado seguro que lo habría hecho mejor, si es que existía.
Justo entonces creyó vislumbrar una luz por el rabillo del ojo.
Se volvió en esa dirección, pero la luz desapareció de su campo visual. Sus ojos no avistaron más que oscuridad. ¿Podían ser imaginaciones suyas?
Sophie percibió su tensión.
—¿Qué pasa?
—Me ha parecido ver una luz.
Craig se volvió hacia Sophie y entonces vislumbró de nuevo aquella luz por el rabillo de ojo, pero cuando miró en la dirección de la que parecía provenir se había vuelto a desvanecer.
Recordaba vagamente haber leído algo en clase de biología sobre la visión periférica y su capacidad para percibir objetos que resultan invisibles si se miraban de frente. Había una explicación científica para ello, y tenía algo que ver con el denominado «ángulo muerto» de la retina. Craig se volvió de nuevo hacia Sophie y la luz volvió a brillar. Esta vez no se molestó en volver la cabeza, sino que procuró observarla sin mover los ojos. La luz titilaba, vacilante, pero estaba allí.
Movió la cabeza y volvió a desaparecer, pero ahora sabía en qué dirección debía avanzar.
—Por aquí.
Se abrieron camino con dificultad sobre la nieve. La luz no volvió a aparecer enseguida, y Craig se preguntó si habría tenido una alucinación, algo así como los espejismos de oasis que se avistaban en pleno desierto. Pero entonces la luz parpadeó unos segundos antes de volver a extinguirse.
—¡La he visto! —gritó Sophie.
Siguieron avanzando a duras penas. Segundos después la luz volvió a brillar, y esta vez no se desvaneció. Craig sintió un alivio tremendo, y se dio cuenta de que por un momento había llegado a pensar que iba a morir, y Sophíe con él.
Cuando se acercaron a la luz, Craig vio que era la que había por encima de la puerta trasera de la casa. Habían trazado un círculo y volvían al punto de partida.