Authors: Ken Follett
Pero Sophie no le daba pie a nada. No le tocaba el brazo distraídamente ni lo miraba fijamente a los ojos mientras hablaba con ella, ni sacaba a colación temas de conversación románticos, como las citas o los besuquees. En lugar de eso, hablaba de un mundo que lo excluía, un mundo de discotecas -¿cómo se las arreglaba para que la dejaran entrar con solo catorce años?-, amigos que tomaban drogas y chicos que tenían motos.
A medida que se acercaba la hora de la cena, Craig empezó a sentirse desesperado. No quería pasarse cinco días persiguiéndola para acabar robándole un beso. Su intención era ganársela el primer día y dedicar el resto de las fiestas a conocerla «de verdad». Pero resultaba evidente que Sophie llevaba otro ritmo. Tenía que encontrar un atajo hasta su corazón.
Ella parecía considerarlo más allá de todo interés romántico. Tanto hablar de gente mayor era como insinuar que él no era más que un crío, aunque fuera un año y siete meses mayor que Sophie. Tenía que encontrar el modo de demostrarle que era tan maduro y sofisticado como ella.
Sophie no sería la primera chica a la que besaba. Había salido con Caroline Stratton, que estaba en décimo curso, durante seis semanas pero, aunque era guapa, se aburría con ella. Lindy Riley, la rolliza hermana de un amigo del fútbol, había resultado más emocionante y le había dejado hacer varias cosas que no había hecho hasta entonces, aunque después había desplazado sus afectos hacia el teclista de un grupo de rock de Glasgow. Y había besado una o dos veces a otras chicas.
Pero aquello era distinto. Después de conocer a Sophie en la fiesta de cumpleaños de su madre, no había podido dejar de pensar en ella todos los días durante cuatro meses seguidos. Se había descargado una de las fotos que su padre había hecho en la fiesta, en la que él aparecía haciendo señas y Sophie riendo, y la había puesto de salvapantallas en el ordenador. Seguía mirando a otras chicas, pero solo para compararlas con Sophie, y siempre llegaba a la conclusión de que, al lado de ella, eran demasiado pálidas, demasiado gordas o sencillamente carentes de atractivo; en general, todas le parecían de lo más convencional. Le daba igual que Sophie tuviera un carácter difícil. Estaba acostumbrado a las mujeres difíciles, empezando por su madre, pero había algo en ella que lo conmovía profundamente.
A las seis de la tarde, repantigado en el sofá del granero, decidió que ya había visto bastante MTV por un día.
—¿Te apetece que nos vayamos a la casa? —le preguntó.
—¿Para qué?
—Estarán todos sentados alrededor de la mesa de la cocina.
—¿Y...?
«Bueno —pensó Craig—, se está bien. La cocina está calentita, la cena huele que alimenta, mi padre cuenta unas anécdotas que son para partirse, la tía Miranda sirve vino y sencillamente te encuentras a gusto.» Pero sabía que nada de aquello impresionaría a Sophie, así que dijo:
—Puede que haya bebidas.
Sophie se levantó al instante.
—Bien. Me apetece un cóctel.
«Eso ni en sueños», pensó Craig. El abuelo no iba a servir bebidas alcohólicas a una chica de catorce años. Como mucho, si estaban tomando champán, quizá le dieran media copa. Pero no quería aguarle la fiesta. Se pusieron las chaquetas y salieron.
Se había hecho de noche, pero el patio estaba bien iluminado por las luces externas de los edificios circundantes. La nieve caía con fuerza, formando remolinos en el aire, y el suelo estaba resbaladizo. Cruzaron el patio hasta la casa principal y se dirigieron a la puerta trasera. Justo antes de que entraran, Craig se asomó al otro lado de la casa y vio el Ferrari de su abuelo, todavía aparcado frente a la puerta, con una capa de nieve que ahora medía unos cinco centímetros sobre el amplio arco del alerón trasero. Luke aún no habría tenido tiempo de llevarlo al garaje.
—La última vez que estuve aquí, el abuelo me dejó llevar su coche hasta el garaje.
—Pero si tú no sabes conducir —replicó Sophie en tono escéptico.
—No tengo carnet, pero eso no significa que no sepa conducir.
Sabía que estaba exagerando. Había cogido el Mercedes de su padre en un par de ocasiones, una en la playa y otra en un aeródromo abandonado, pero nunca había conducido por una carretera normal.
—Vale, pues apárcalo ahora —lo retó Sophie.
Craig sabía que debía pedir permiso. Pero si lo hiciera parecería que estaba intentando escaquearse. Además, el abuelo podía decir que no, y entonces habría perdido la oportunidad de impresionar a Sophie, así que contestó:
—Vale, venga.
El coche estaba abierto, las llaves puestas.
Sophie se apoyó en la pared de casa, junto a la puerta trasera con los brazos cruzados y un aire de suficiencia qué veía a decir: «Muy bien, demuéstrame qué sabes hacer». Craig no pensaba dejar que se saliera con la suya.
—¿Por qué no te vienes conmigo? —preguntó—. ¿O es que tienes miedo?
Subieron los dos al coche.
Aquello era más complicado de lo que parecía a primera vista. Los asientos eran muy bajos -estaban casi al mismo nivel que las soleras de las puertas-, por lo que Craig hubo de introducir una pierna y luego deslizar el trasero por encima del apoyabrazos. Una vez sentado, cerró dando un portazo.
La palanca de cambios era estrictamente utilitaria: una barra de aluminio con un pomo en el extremo. Craig comprobó que estuviera en punto muerto y luego giró la llave en el contacto. El coche empezó a rugir como un Boeing a punto de despegar.
Craig casi deseó que el ruido hiciera salir a Luke protestando con los brazos en alto. Pero el Ferrari estaba parado frente a la parte delantera de la casa y la familia estaba reunida en la cocina, que daba a la parte trasera. El ruido del motor no traspasaba los gruesos muros de piedra de la vieja casa de campo.
Todo el coche parecía temblar, como si lo sacudiera un terremoto, mientras el gran motor se ponía en marcha con indolente potencia. Craig sentía las vibraciones a través del asiento tapizado en piel.
—¡Qué guay! —exclamó Sophie, emocionada.
Craig encendió los faros. Dos fuertes haces de luz se proyectaron sobre el jardín cubierto por la nieve. Apoyó la mano en el pomo de la palanca de cambios, pisó el pedal del embrague y miró hacia atrás. El camino de acceso a la casa se extendía en línea recta hasta el garaje antes de describir una curva para rodear la cima del acantilado.
—Venga, ¿a qué esperas? —protestó Sophie—. Arranca de una vez.
Craig la miró con fingida indiferencia, tratando de ocultar su temor.
—Relájate —dijo, al tiempo que quitaba el freno de mano—. Disfruta del paseo. —Presionó la palanca de cambios hacia abajo y la desplazó a un lado para poner la marcha atrás Rozó el pedal del acelerador tan suavemente como pudo. El motor rugió, amenazador. Liberó el embrague muy poco a poco. El coche empezó a retroceder lentamente.
Craig sostenía el volante sin apenas ejercer presión y sin moverlo a ninguno de los dos lados, y el coche retrocedió en línea recta. Ya sin pisar el embrague, volvió a rozar el acelerador con el pie. El vehículo salió disparado hacia atrás, pasando de largo por delante del garaje. Sophie soltó un grito de miedo. Craig desplazó el pie del acelerador al freno. El coche derrapó en la nieve pero, para su alivio, no se salió de la calzada. Estaba a punto de detenerse por sí solo cuando Craig se acordó de pisar el embrague para impedir que se calara.
Se sentía orgulloso de sí mismo. No había perdido el control, aunque poco le había faltado. Mejor aún, Sophie se había asustado, mientras que él había conservado la calma en todo momento. Quizá eso sirviera para que dejara a un lado su actitud altanera.
El garaje quedaba a la derecha de la casa, y ahora sus puertas estaban adelantadas y a la izquierda del Ferrari. El coche de Kit, un Peugeot negro de dos puertas, estaba aparcado delante del garaje, pero en el extremo más alejado de la casa. Craig encontró un mando a distancia guardado debajo del salpicadero y lo accionó. La más distante de las tres puertas del garaje empezó a abrirse.
El acceso al garaje estaba asfaltado y cubierto por una suave capa de nieve. Había un macizo de arbustos junto a la esquina más cercana del edificio y un gran árbol en el extremo más alejado. Lo único que tenía que hacer Craig era evitar ambos obstáculos e introducir el coche en su plaza del garaje.
Ya más seguro de sí mismo, puso la primera marcha, pisó levemente el acelerador y liberó el embrague. El coche se movió hacia delante. Giró el volante, que al no tener dirección asistida resultaba pesado a tan poca velocidad. El coche giró obedientemente hacia la izquierda. Craig pisó el pedal del acelerador otro milímetro y el coche ganó velocidad, la justa para que la maniobra resultara emocionante. Entonces giró a la derecha para encararlo hacia la puerta abierta, pero iba demasiado deprisa. Pisó el freno.
Craso error.
El coche se deslizaba deprisa por la nieve con las ruedas delanteras giradas hacia la derecha. Tan pronto como Craig apretó el freno, las ruedas traseras perdieron adherencia. En lugar de seguir girando a la derecha, hacia la puerta abierta del garaje, el vehículo derrapó de lado en la nieve. Craig sabía lo que estaba pasando, pero no tenía ni idea de cómo detenerlo. Giró el volante hacia la derecha, pero eso no hizo más que empeorar la situación, y el coche patinó inexorablemente sobre la superficie resbaladiza, como un barco zarandeado por la tormenta. Craig pisó a fondo el freno y el embrague a la vez, pero de nada sirvió.
El edificio del garaje se desplazaba ante sus ojos hacia la parte derecha del parabrisas. Craig pensó que se estamparían contra el Peugeot de Kit, pero para su alivio el Ferrari esquivó el otro vehículo por los pelos. Pasado el impulso inicial, el coche fue perdiendo velocidad. Por un momento, Craig pensó que se había salido con la suya pero, justo antes de que el coche se detuviera por completo, el guardabarros delantero del lado izquierdo rozó el gran árbol.
—¡Ha sido genial! —exclamó Sophie.
—No, no ha sido genial. —Craig puso el coche en punto , soltó el embrague y salió precipitadamente del coche.
Rodeó el vehículo por delante. El golpe había sido suave, pero a la luz del garaje comprobó para su desesperación que había una abolladura de dimensiones considerables en la reluciente superficie azul del guardabarros.
—Mierda —masculló.
Sophie salió a echar un vistazo.
—No es muy grande —opinó.
—No digas tonterías. —El tamaño no importaba. La carrocería estaba dañada, y la culpa era suya. Sintió un nudo en la boca del estómago. Menudo regalo de Navidad para el abuelo.
—Puede que no se den cuenta —aventuró Sophie.
—Claro que se darán cuenta —replicó irritado—. El abuelo lo sabrá en cuanto vea el coche.
—Bueno, pero puede que eso no ocurra hasta que pase algún tiempo. No creo que vaya a salir con la que está cayendo.
—¿Y qué más da cuándo lo vea? —le espetó Craig con impaciencia. Sabía que estaba siendo arisco, pero ya casi le daba igual—. Tendré que dar la cara.
—Ya, pero mejor si no estás aquí cuando se entere.
—No entiendo cómo... —Enmudeció de pronto. Sí que lo entendía. Si confesaba ahora, estropearía las navidades.
Mamma
Marta habría dicho: «Menudo
bordello
se va a liar». Si callaba ahora pero confesaba más tarde, quizá hubiera menos follón. De todos modos, la idea de posponer su asunción de culpa le resultaba tentadora.
—Tendré que meterlo en el garaje —dijo, pensando en alto.
—Apárcalo con el lado de la abolladura pegado a la pared —sugirió Sophie—. Eso impedirá que lo vea alguien que sencillamente pase por delante.
Lo que decía Sophie no era tan descabellado, pensó Craig. Había otros dos coches en el garaje: el inmenso Toyota Land Cruiser Amazon, un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas que el abuelo solía usar en días como aquel, y el viejo Ford Mondeo de Luke, en el que Lori y él se desplazaban de la casa a su pequeño chalet, que quedaba a kilómetro y medio de distancia. Si el tiempo empeoraba, quizá pidiera prestado el Land Cruiser y dejara su Ford allí. En cualquier caso, tendría que entrar en el garaje. Pero si el Ferrari estuviera bien arrimado a la pared no podría ver la abolladura.
El motor seguía en marcha. Craig se sentó al volante. Puso la primera y avanzó lentamente. Sophie entró corriendo en el garaje y se puso delante de los faros del coche. Mientras Craig lo introducía en el garaje, ella le iba indicando por señas lo cerca que estaba de la pared.
En su primer intento no pudo dejar menos de medio metro de separación entre el coche y la pared. Era demasiado. Tenía que intentarlo de nuevo. Miró nerviosamente por el espejo retrovisor, pero no había nadie a la vista. Dio las gracias por el mal tiempo, que hacía que todos se quedaran en casa.
En su tercer intento logró dejar el coche a diez o doce centímetros de la pared. Se apeó y comprobó el resultado. Era imposible ver la abolladura desde ningún ángulo.
Cerró la puerta del garaje, y luego Sophie y él se dirigieron a la cocina. Craig se sentía nervioso y culpable, pero Sophie parecía eufórica.
—Ha sido increíble —dijo.
Craig se dio cuenta de que por fin había logrado impresionarla.
Kit instaló el ordenador en el trastero, un cuartucho al que solo se podía acceder cruzando su dormitorio. Enchufó el portátil, un escáner de huellas digitales y un lector-reproductor de tarjetas magnéticas de segunda mano que había comprado en eBay por 270 libras.
Aquella habitación siempre había sido su refugio. Cuando era pequeño, solo existían tres dormitorios: la suite donde dormían sus padres, la habitación que compartían Olga y Miranda y el trastero de la habitación de estas, donde habían colocado su cuna. Después de la ampliación de la casa y de que Olga se fuera a la universidad, Kit se había adueñado de la habitación del trastero, pero este nunca dejó de ser su santuario.
La diminuta habitación seguía amueblada como el rincón de estudio de un colegial: un sencillo escritorio, una estantería, un pequeño televisor y un sillón plegable que se convertía en cama individual y en la que se habían quedado a dormir sus compañeros de clase alguna que otra noche. Sentado al escritorio, pensó con nostalgia en las tediosas horas que había pasado allí haciendo deberes de geografía y biología, las dinastías medievales y los verbos irregulares, «¡Ave, César!». Había aprendido tantas cosas, y las había olvidado todas.