En esta saga contemporánea, la compañía Angelini Shoe, fabricantes de zapatos de boda por encargo desde 1903, es una de las últimas empresas familiares de Greenwich Village. Al borde de la bancarrota, recae en Valentine Roncalli, la talentosa aunque confiada aprendiz de treinta y tres años, la responsabilidad de introducir el viejo negocio artesano en el siglo
XXI
.
Compaginando como puede su relación romántica con el apuesto chef Roman Falconi, su deber para con su familia y un concurso de diseño para unos prestigiosos grandes almacenes, Valentine acompaña a su abuela y maestra artesana, Teodora, a Italia con la esperanza de encontrar inspiración. Allí, en Tuscany y en la isla de Capri, descubrirá su vocación artística y mucho más, transformando su vida en formas que jamás habría esperado.
Adriana Trigiani
Valentine, Valentine
ePUB v1.0
Mapita16/11/12
Título original:
Very Valentine
Adriana Trigiani, 2009
Traducción: Roberto A. Frías Llorens
Nº de páginas: 323
Editor original: Mapita (v1.0)
Agradecimientos: Enylu, sabes que sin ti este aporte no hubiera visto la luz.
ePub base v2.0
A la memoria de mi abuelo, Cario Bonicelli, zapatero
El Leonard's de Great Neck
No soy la hermana guapa. Tampoco soy la hermana lista, soy la graciosa. Me han apodado así durante mucho tiempo, tantos años que siempre pensé, de hecho, que era una sola palabra:
Lagraciosa
.
Si fuera a morir, y creedme que no quiero, y tuviera que elegir un lugar, me gustaría morir aquí mismo, en los lavabos de mujeres del Leonard's, en Great Neck. Son sus espejos. Me veo delgadísima, incluso en 3-D. No soy científica, pero hay algo en la inclinación del espejo de cuerpo entero, en el brillo de las encimeras de mármol azul y en la luz dorada de las arañas de cristal
pavé
que crea una ilusión óptica capaz de transformar mi reflejo en un largo agitador de cóctel, delgado y rosado.
Esta es mi octava recepción (la tercera como parte activa) en el salón La Dolce Vita de Leonard's, el nombre solemne del salón de bodas preferido por nuestra familia, ubicado en Long Island. Todas las personas que conozco, o por lo menos aquellas con las que estoy emparentada, se han casado aquí.
Mis hermanas y yo hicimos nuestro debut en 1984, como damas de honor de nuestra prima Mary Theresa, que tenía más personas del séquito en el estrado que invitados en las mesas. Quizá la boda de nuestra prima fue un sagrado intercambio de votos entre un hombre y una mujer, pero también fue un show, con disfraces, coreografía e iluminación especial, que hacían de la novia la estrella y del novio, su bolso de viaje.
Mary T. se considera a sí misma parte de la nobleza italoamericana, así que los Caballeros de Colón formaron en dos filas para nuestra entrada al salón veneciano Luz Estelar.
Los Caballeros lucían fastuosos con sus esmóquines, los fajines rojos, las capas negras y los tricornios con plumas de marabú. Ocupé mi sitio detrás de las otras chicas en la procesión mientras la orquesta tocaba
Nobody Does It Better
, pero di media vuelta con el propósito de huir cuando los caballeros alzaron sus espadas y formaron un arco. La tía Feen me agarró y me dio un empujón. Cerré los ojos, sujeté con fuerza mi ramillete, y eché a correr bajo las espadas como si mi vida estuviera en peligro.
A pesar de mi miedo a los objetos puntiagudos y tintineantes, ese día me enamoré del Leonard's. Fue mi primer evento italiano oficial. No podía esperar a crecer y emular a mi madre y sus amigas, que bebían cócteles Harvey Wallbanger en vasos de cristal tallado, vestidas con lentejuelas plateadas de la cabeza a los pies. Cuando tenía nueve años pensaba que el Leonard's tenía clase. No importa que desde el carril de adelantamiento del Northern Boulevard parezca un casino de estuco blanco de la Riviera francesa en la ruta hacia Long Island. Para mí, el Leonard's era una casa encantada.
La experiencia de
La Dolce Vita
comienza cuando te encaminas hacia la entrada. El amplio sendero de acceso, en forma de rotonda, es idéntico al Pemberley de Jane Austen y también se asemeja a la zona de aparcamiento de la tienda Neiman Marcus, en el exterior del centro comercial de Short Hills. De eso va Leonard's: dondequiera que mires recuerdas lugares elegantes en los que has estado. Los ventanales de dos plantas evocan al Metropolitan Opera House, mientras que la fuente escalonada es exactamente la de Trevi. Casi te sientes en el corazón de Roma, hasta que caes en la cuenta de que su cascada está en realidad acallando el tránsito de la I-495.
Sus jardines son una maravilla de los arreglos botánicos, hay bojes tallados en largos rectángulos, bajos lindes de tejo, setos recortados en forma de óvalos y arrayanes esculpidos en espiral, como cucuruchos de helado. Los arbustos, muy cuidados, están colocados en lustrosos lechos de piedras de río, apropiados elementos decorativos que anuncian las esculturas de hielo que se alzan por encima de la rústica barra del interior.
Las luces exteriores recuerdan el Strip de Las Vegas, pero con mucho mejor gusto; como las bombillas están empotradas, generan un brillo tenue y titilante. Setos ornamentales con forma de media luna flanquean las puertas de entrada. Debajo de ellos, arbustos bajos semejantes a albóndigas sirven de base a unas flores, aves del paraíso, que brotan de los setos como sombrillas de cóctel.
La orquesta toca
Burning Down the House
cuando me doy un minuto para recuperar el aliento en el lavabo de mujeres. Estoy sola por primera vez el día de la boda de mi hermana Jaclyn y me gusta, pues ha sido larga. Soporto la tensión de toda la familia en las vértebras del cuello. Cuando me case, me fugaré al ayuntamiento, porque mis huesos no podrían aguantar la presión de otra espectacular boda Roncalli. Me he perdido las gambas rebozadas de cerveza y los canapés de paté, pero sobreviviré. Los meses de preparación de esta boda casi me han causado una úlcera y la ceremonia en sí ha provocado en mi ojo derecho un tic pulsante que solo he podido calmar con un chupete helado que le arrebaté al bebé de mi prima Kitty Calzetti después de la misa nupcial. A pesar de la acidez gástrica, el día está resultando maravilloso. Me alegro por mi hermana menor, a la que recuerdo en mis brazos el día que nació, como una rosa Capodimonte.
Levanto mi bolso con forma de copa de martini cubierto de lentejuelas (el regalo de la novia para la fiesta) hacia el espejo y digo: «Quiero dar las gracias a Kleinfeld de Brooklyn, que imitó a la perfección el vestido sin tirantes de Vera Wang, y también a Spanx, el genio del corsé, que transformó mi cuerpo en forma de pera en una tabla de surf». Me acerco más al espejo y reviso mis dientes. No hay boda italiana sin almejas estilo casino espolvoreadas con hojuelas de perejil, y ya sabéis dónde terminan.
Mi maquillaje profesional, elaborado (a mitad de precio) por Nancy DeNoia, la cuñada de la mejor amiga de la novia, está soportando la presión. Me maquilló hacia las ocho de la mañana, y en este momento, a la hora de cenar, aún parece recién hecho. «Es el polvo.
Banane
, de LeClerc», dijo Tess, mi hermana mayor. Y ella debe de saberlo: conservó la piel mate durante dos partos. Tenemos fotografías que lo prueban.
Esta mañana, mis hermanas, nuestra madre y yo nos sentamos en sillas plegables frente al espejo «edad de oro de Hollywood» de mamá, en el dormitorio estilo Tudor de su casa de Forest Hills, y parecíamos unas hermosas señoritas (o casi) dispuestas en fila.
—Mirad —dijo mi madre, irguiéndose como una tortuga—, parecemos hermanas.
—Somos hermanas —le recordé mientras observaba a mis hermanas en el espejo. Mi madre pareció herida—. Y tú… tú eres nuestra madre adolescente.
—No vayamos
tan
lejos.
Con sesenta años de edad, mi madre, llamada Michelina por su padre Michael (todos la conocen como
Mike
), mostraba cierto aire de satisfacción ante el espejo, con su rostro en forma de corazón, los grandes ojos castaños y los carnosos labios barnizados del color de un tiesto de terracota. Mi madre es la única mujer que conozco que llega completamente maquillada al maquillador.
Las hermanas Roncalli —no cuento a nuestro único hermano, Alfred (alias
La Píldora
), mayor que nosotras, ni a papá (apodado
Dutch
)—, formamos un club abierto toda la noche, solo para mujeres. Somos nuestras mejores amigas y lo compartimos todo, con dos excepciones: nunca discutimos sobre nuestra vida sexual ni sobre nuestras cuentas bancadas. Estamos unidas por la tradición, los secretos y la plancha de vapor de nuestra madre.
El vínculo se estrechó cuando éramos pequeñas. Mamá creó las excursiones «solo para chicas»; nos arrastró a la retrospectiva de Nettie Rosenstein en el Instituto de Moda y Tecnología de Nueva York y a nuestro primer espectáculo de Broadway,
Night, Mother
. Mientras mamá nos sacaba a empujones del teatro, dijo: «¿Cómo iba a saber que se suicidaba al final?», preocupada por si nos había traumatizado de por vida. Vimos el mundo a través de las elegantes gafas de mamá. Cada año, una semana antes de las Navidades, nos llevaba al Palm Court, en el hotel Plaza, para tomar el típico té de las fiestas. Después de atiborrarnos de bollos con nata espesa y mermelada de frambuesa, nos hacíamos una foto debajo del retrato de Eloísa, todas con el mismo conjunto, incluida, por supuesto, mamá.
Cuando Rosalie Signorelli Ciardullo se puso a vender maquillaje mineral en polvo directamente desde su coche, ¿adivinad a quién ofreció mamá como modelos ambulantes? Tess (piel seca), yo (grasa) y Jaclyn (sensible). Mamá servía de ejemplo para el grupo de las de 30 a 39 años, sin importar que tuviera 53 en ese momento.
—Todos los grandes artistas comienzan con un lienzo en blanco —anunció Nancy DeNoia, mientras aplicaba la base de maquillaje color Cheerios en mi frente. Y yo estuve a punto de decirle: «Todo el que usa la palabra "artista" probablemente no lo es», pero para qué discutir con la mujer que tiene el poder de convertirte en Cher en su reaparición con los productos que sostiene en la mano.
Permanecí en silencio mientras ella daba golpecitos en mis mejillas con la esponja.
—Estamos disimulando la
schnoz
[1]
—dijo Nancy, y exhaló su aliento con olor a hierbabuena mientras aplicaba pequeños y deliberados golpes al puente de mi nariz. Me sentía igual que con la firme presión de una bolsa de hielo aplicada por la hermana Mary Joseph de la unidad
MASH
del instituto Santa Agonía, cuando un pelotazo de béisbol me golpeó durante una clase de gimnasia. Para que conste, la hermana Mary J. me dijo que ella nunca había visto salir tanta sangre de la cabeza de una persona en su vida, y ella lo debería de saber, pues le quedaba una cojera de sus tiempos de enfermera en Vietnam.
Nancy DeFastidio, que es como nos referíamos a ella en secreto, reculó e inspeccionó mi rostro como si fuera un arquitecto.
—La nariz ha desaparecido, ahora puedo empezar el salvamento.
Cerré los ojos y fingí que pensaba en algo para que Nancy lo notara y detuviera su juego sin sentido acerca de mis malditos rasgos. Tomó una pequeña brocha, la sumergió en agua helada y la agitó dentro de un recipiente cuadrado que contenía tinte color castaño. Sentí un hormigueo en mis cejas mientras pintaba mis diminutos vellos. Crecí con Madonna, y cuando ella arrancaba, yo arrancaba. Ahora lo estoy pagando.