En el blanco (19 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: En el blanco
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—Entiendo —repuso él, y quizá, lo había entendido de veras.

—De momento, eso es todo. Me marcho en unos minutos. —Consultó su reloj de muñeca; eran casi las cuatro—. Feliz Navidad, Steve.

—Lo mismo digo.

Steve se fue. Empezaba a anochecer, y Toni podía ver su rostro reflejado en el cristal de la ventana. Parecía cansada y desanimada. Apagó el ordenador y cerró el archivador con llave.

No podía demorarse mucho más. Tenía que volver a casa, cambiarse y conducir ochenta kilómetros hasta el balneario. Cuanto antes se pusiera en marcha, mejor. Las previsiones decían que el tiempo no iba a empeorar, pero no sería la primera vez que se equivocaban.

Le costaba abandonar el Kremlin. La seguridad del recinto era responsabilidad suya. Había tomado todas las precauciones que se le habían ocurrido, pero detestaba tener que delegar.

Se obligó a levantarse de la silla. Era la subdirectora de los laboratorios, no una guardia de seguridad. Si había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvaguardar la integridad del laboratorio, podía marcharse tranquila. De lo contrario, era una incompetente y debía dimitir.

Pero en el fondo sabía por qué le costaba tanto marcharse. Tan pronto como dejara atrás el trabajo, tendría que ponerse a pensar en Stanley.

Se echó el bolso al hombro y salió del edificio.

La nieve caía ahora con más fuerza.

16.00

Kit estaba furioso por tener que dormir en la casa principal.

Se había sentado en el salón con su padre, su sobrino Tom, su cuñado Hugo y el prometido de Miranda, Ned.
Mamma
Marta los miraba desde el retrato que colgaba de la pared. Kit siempre había pensado que tenía una expresión impaciente en aquel cuadro, como si se muriera de ganas de quitarse el vestido de fiesta, ponerse un delantal y empezar a hacer lasaña.

Las mujeres de la familia estaban preparando la cena del día siguiente, y los chicos estaban en el granero. Los hombres veían una película en la tele. El protagonista, encarnado por John Wayne, era un matón de miras estrechas, un poco como Harry Mac, pensó Kit. Le costaba seguir la película. Estaba demasiado tenso.

Le había dicho expresamente a Miranda que necesitaba quedarse en el chalet de invitados. Su hermana se había puesto tan ñoña con la cosa de la Navidad en familia que solo le había faltado suplicarle de rodillas que se uniera a ellos. Pero luego, una vez que él había accedido a sus ruegos, se había mostrado incapaz de hacer cumplir la única condición que él había impuesto. Mujeres...

El viejo, en cambio, no estaba para ñoñerías. Era tan proclive al sentimentalismo como un policía de Glasgow el sábado por la noche. Saltaba a la vista que había desautorizado a Miranda con la ayuda de Olga. Kit pensó que sus hermanas tendrían que haberse llamado Goneril y Regan, como las rapaces hijas del rey Lear.

Tenía que marcharse de Steepfall aquella noche y regresar a la mañana siguiente sin que nadie supiera que se había ausentado. Si hubiera podido quedarse a dormir en el chalet, todo habría sido más fácil. Podía haber fingido que se iba a dormir, apagar las luces y escabullirse sin que nadie se diera cuenta. Ya había movido su coche hasta el antiguo establo reconvertido en garaje, lejos de la casa, para que no se oyera el motor al arrancar. Estaría de vuelta a media mañana, antes de que nadie se extrañara de que siguiera durmiendo, y entonces podía colarse de nuevo en el chalet y meterse en la cama como si nada hubiera pasado.

Pero ahora todo iba a resultar mucho más difícil. Su habitación quedaba en la parte antigua de la casa, junto a la de Olga y Hugo, donde el suelo crujía al menor paso. Para empezar, tendría que esperar a que todos se hubieran ido a la cama para salir. Cuando la casa estuviera en silencio, tendría que salir de su habitación a escondidas, bajar las escaleras de puntillas y salir sin hacer el menor ruido. Y sí de pronto se abriera una puerta y alguien lo sorprendiera -Olga, por ejemplo, para ir al lavabo-, ¿qué diría? «Voy a salir un rato a tomar el aire.» ¿En mitad de la noche, con la que estaba cayendo? ¿Y qué haría por la mañana? Era casi seguro que alguien lo vería entrar. Tendría que decir que había salido a dar un paseo, o una vuelta en coche. Y más tarde, cuando la policía empezara a hacer preguntas, ¿recordaría alguien su estrafalario paseo matutino?

Intentó no pensar en eso. Tenía un problema más urgente entre manos. Debía robar la tarjeta magnética que su padre utilizaba para acceder al NBS4.

Podía haber comprado todas las tarjetas del mundo a un proveedor cualquiera, pero las tarjetas magnéticas salían de fabrica con un código de área incorporado, y solo funcionaban en ese lugar preestablecido. Ninguna de las tarjetas que hubiera comprado a los proveedores habituales habría tenido el código del Kremlin.

Nigel Buchanan lo había interrogado a fondo sobre el robo de la tarjeta.

—¿Dónde la guarda tu padre?

—Normalmente la lleva en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Y si no está allí?

—En su cartera o en el maletín, supongo.

—¿Cómo podrás quitársela sin que te vea?

—Es una casa grande. Lo haré mientras se esté duchando, o cuando salga a dar una vuelta.

—¿No se dará cuenta de que no está?

—No hasta que la necesite, lo que no ocurrirá hasta el viernes, como muy pronto. Para entonces ya la habré vuelto a dejar en su sitio.

—¿Puedes estar seguro de eso?

Llegados a este punto, Elton había intervenido en la conversación. Con su inconfundible acento del sur de Londres, había dicho:

—¡Joder, Nigel! Kit nos tiene que colar en un laboratorio de alta seguridad. Mal iríamos si no pudiera birlarle una puta tarjeta a su viejo.

La tarjeta de Stanley tendría el código de área correcto, pero en su chip estarían grabadas las huellas digitales de Stanley, no las de su hijo. Kit también había pensado en la manera de sortear este obstáculo.

La película se acercaba a su climax. John Wayne se disponía a vaciar el cargador de su pistola. Era una buena ocasión para que Kit pusiera en marcha su plan.

Se levantó, farfulló algo sobre el lavabo y abandonó el salón. Desde el vestíbulo, echó un vistazo a la cocina. Olga estaba rellenando un enorme pavo mientras Miranda limpiaba coles de Bruselas. En una de las paredes del vestíbulo había dos puertas, una que daba al lavadero y otra al comedor. Justo entonces Lori salió del lavadero cargando un mantel doblado y lo llevó al comedor.

Kit entró en el estudio de su padre y cerró la puerta.

El lugar donde tenía más probabilidades de encontrar la tarjeta era, tal como le había dicho a Nigel, uno de los bolsillos de la chaqueta de su padre. Esperaba encontrar la chaqueta en la percha de la puerta o doblada sobre el respaldo de la silla del escritorio, pero enseguida se dio cuenta de que la prenda no estaba en aquella habitación.

Ya puestos, decidió probar otras posibilidades. Era arriesgado -podía entrar alguien, y no sabía qué decir si eso ocurría- pero tenía que intentarlo. De lo contrario, no habría robo, no conseguiría sus trescientas mil libras ni el billete a Lucca y -lo que era peor- seguiría en deuda con Harry Mac. Recordó lo que Daisy le había hecho aquella mañana y se estremeció.

El maletín del viejo estaba en el suelo, junto al escritorio. Kit lo registró rápidamente. Había una carpeta con una serie de gráficos, todos ellos carentes de significado para Kit, el Times del día con el crucigrama a medio terminar, un trozo de chocolate y la pequeña libreta con tapas de piel en la que su padre iba anotando las cosas que tenía que hacer. La gente mayor siempre hacía listas, pensó Kit. ¿Por qué les daba tanto pánico olvidarse de algo?

El escritorio Victoriano estaba perfectamente ordenado y no había ninguna tarjeta a la vista ni nada que pudiera contenerla. Solo una pequeña pila de carpetas, un cubilete portalápices y un volumen titulado
Séptimo Informe de la Comisión Internacional de Taxonomía Vírica
.

Empezó a abrir los cajones. La respiración se le aceleró, el corazón le latía con fuerza. ¿Y qué si le cogían? ¿Qué harían, llamar a la policía? Se dijo a sí mismo que no tenía nada que perder y siguió adelante. Pero le temblaban las manos.

Aquel era el escritorio de su padre desde hacía treinta años, la acumulación de objetos inútiles era impresionante: souven¡rs en forma de llavero, bolígrafos sin gota de tinta, una anticuada calculadora de sobremesa, papel de carta con prefijos telefónicos desfasados, tinteros, manuales de software obsoleto (cuánto hacía que nadie utilizaba el PlanPerfect?), pero ni rastro de la tarjeta.

Kit salió de la habitación. Nadie lo había visto entrar, y nadie lo vio salir.

Subió las escaleras sin hacer ruido. Su padre era un hombre ordenado y rara vez perdía algo. No habría dejado la cartera en cualquier sitio, como el armario de las botas. Si no estaba en el estudio, solo podía estar en su dormitorio.

Kit entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

La presencia de su madre se iba desvaneciendo paulatinamente. La última vez que había estado allí, sus objetos personales aún llenaban la habitación: un recado de escribir en piel, un conjunto de tocador de plata, una foto de Stanley en un marco antiguo. Todo aquello había desaparecido. Pero las cortinas y la tapicería seguían siendo las mismas, confeccionadas con una atrevida tela azul y blanca muy al gusto de la
mamma
.

A cada lado de la cama había una cómoda victoriana de pesada madera de caoba que hacía las veces de mesilla de noche. Su padre siempre había dormido en el lado derecho de la gran cama de matrimonio. Kit registró los cajones de ese lado. Encontró una linterna, seguramente para los apagones, y una novela de Proust, quizá para las noches de insomnio. Luego miró en los cajones del lado de su madre, pero estaban vacíos.

La suite se dividía en tres zonas diferenciadas: el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño. Kit entró en el vestidor, una estancia cuadrada revestida de armarios, algunos lacados en blanco, otros con puertas espejadas. El sol se estaba poniendo pero Kit no necesitaba más luz de la que tenía, así que no encendió ninguna lámpara.

Abrió la puerta del armario en el que Stanley guardaba sus trajes. La chaqueta del traje que llevaba puesto colgaba de una percha. Kit hundió la mano en el bolsillo y sacó una gran cartera de piel negra desgastada por el uso. En su interior había un pequeño fajo de billetes y una serie de tarjetas, entre ellas la que buscaba.

—Bingo —murmuró Kit.

Justo entonces, se abrió la puerta de la habitación.

Kit no había cerrado la puerta del vestidor, así que pudo ver a través del vano a su hermana Miranda, que entró en la habitación con un cesto de plástico naranja de la colada.

Kit estaba en su campo visual, de pie ante la puerta abierta del armario de la suite, pero la penumbra impidió que lo distinguiera al instante, y él se escondió rápidamente tras la puerta del vestidor. Si asomaba la cabeza por el canto de la puerta, podía ver a su hermana reflejada en el gran espejo que colgaba de una pared de la habitación.

Miranda encendió la luz y empezó a deshacer la cama. Era evidente que Olga y ella estaban ayudando a Lori con las tareas domésticas. Kit se resignó a esperar.

De pronto, se sintió despreciable. Allí estaba, comportándose como un intruso en su propia casa, robando a su padre y escondiéndose de su hermana. ¿Cómo había podido caer tan bajo?

Conocía la respuesta. Su padre le había fallado. Cuando más lo necesitaba, Stanley le había vuelto la espalda. Él tenía la culpa de todo.

Pero no tardaría en dejarlos atrás, a todos ellos. Ni siquiera les diría adonde se iba. Empezaría una nueva vida en un país distinto. Desaparecería en el plácido día a día de una pequeña población como Lucca. Se dedicaría a comer tomates y pasta, a beber vino de la Toscana, a jugar al pinacle por las noches, apostando cantidades modestas. Sería como uno de esos personajes que pueblan el telón de fondo de los grandes cuadros, un transeúnte que no se detiene a contemplar el mártir moribundo, por fin hallaría la paz que tanto anhelaba.

Miranda empezó a hacer la cama con sábanas limpias, y en ese momento entró Hugo.

Se había puesto un jersey rojo y unos pantalones de pana verdes que le daban el aspecto de un duende navideño. Cerró la puerta tras de sí. Kit frunció el ceño. ¿Qué secretitos podía haber entre Miranda y su cuñado?

—Hugo, ¿qué quieres? —preguntó ella. Sonaba recelosa.

Él esbozó una sonrisa maliciosa, pero se limitó a decir:

—He pensado que podía echarte una mano.

Entonces se dirigió al otro lado de la cama y empezó a remeter la sábana debajo del colchón.

Kit seguía oculto tras la puerta del vestidor, con la cartera de su padre en una mano y la tarjeta del Kremlin en la otra. No podía moverse sin arriesgarse a ser visto.

Miranda lanzó a Hugo una funda de almohada limpia por encima de la cama, y este embutió la almohada en su interior. Juntos, estiraron la colcha sobre la cama.

—Hace siglos que no nos vemos —dijo Hugo—.Te echo de menos.

—No digas tonterías —le espetó Miranda en tono seco.

Kit estaba perplejo y fascinado a un tiempo. ¿De qué iba todo aquello?

Miranda alisó la colcha. Hugo rodeó la cama y se acercó a ella. Miranda cogió el cesto de la ropa sucia y lo sostuvo ante sí como si se tratara de un escudo. Hugo esbozó su mejor sonrisa y dijo:

—¿Qué tal si me das un beso, por los viejos tiempos?

Kit no salía de su asombro. ¿A qué viejos tiempos se refería Hugo? Llevaba casi doce años casado con Olga. ¿Habría besado a Miranda a los catorce?

—Déjate de tonterías, lo digo en serio —replicó Miranda con firmeza.

Hugo cogió el cesto de la ropa sucia y lo empujó. Las corvas de Miranda golpearon el borde la cama, obligándola a sentarse. Soltó el cesto y utilizó las manos para recobrar el equilibrio. Hugo apartó el cesto de un manotazo, se inclinó sobre ella y la empujó hacia atrás al tiempo que se arrodillaba en la cama, aprisionando el cuerpo de Miranda entre sus piernas. Kit estaba atónito. No le extrañaba descubrir que Hugo era un Don Juan, a juzgar por el modo en que flirteaba con todas las mujeres que se cruzaban en su camino, pero jamás habría imaginado que se lo montaba con Miranda.

Hugo le levantó la holgada falda plisada. Miranda tenía caderas y muslos rollizos. Llevaba bragas de encaje negro y un liguero, que para Kit fue la revelación más sorprendente de todas.

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