En el blanco (18 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: En el blanco
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—Los deportes son más divertidos cuando se te dan bien.

—En eso tienes razón. —Sophie soltó una bocanada de humo. Craig observaba sus labios—. Seguramente por eso no me gusta el deporte. Soy muy patosa.

Craig se dio cuenta de que había vencido algún tipo de barrera. Por fin Sophie hablaba con él, y lo que decía sonaba bastante cabal.

—¿Qué se te da bien? —preguntó.

—Poca cosa.

Craig vaciló un momento, y luego soltó:

—Una vez, en una fiesta una chica me dijo que besaba bien.

Contuvo la respiración. Tenía que romper el hielo con ella de alguna manera, pero ¿no se estaría precipitando?

—¿De verdad? —Sophie parecía interesada en el tema, pero desde un punto de vista puramente teórico—. ¿Cómo lo haces?

—Podría enseñártelo.

Una expresión de pánico cruzó su rostro.

—¡Ni hablar! —exclamó al tiempo que levantaba la mano en un gesto defensivo, aunque él no había movido un dedo.

Craig se dio cuenta de que había sido demasiado impetuoso. Le entraron ganas de abofetearse.

—No temas —dijo, sonriendo para disimular su decepción—. No haré nada que no quieras, te lo prometo.

—Es que, verás, estoy saliendo con alguien.

—Ah, entiendo.

—Sí, pero no se lo digas a nadie.

—¿Cómo es él?

—¿Mi novio? Va a la universidad. —Sophie apartó la mirada Y se frotó los ojos, irritados por el humo del cigarrillo.

—¿A la de Glasgow?

—Sí. Tiene diecinueve años. Yo le he dicho que tengo diecisiete.

Craig no sabía si creerle.

—¿Y qué estudia?

—¿Qué más da? Algo aburrido. Derecho, creo.

Craig volvió a mirar por el hueco del suelo. Lori estaba espolvoreando un cuenco de patatas humeantes con perejil picado. De pronto, sintió hambre.

—La comida está lista —anunció—. Te enseñaré la otra salida.

Se dirigió al fondo del desván y abrió una gran puerta. Una estrecha cornisa sobresalía de la fachada; cinco metros más abajo quedaba el patio. Por encima de la puerta, en la parte exterior del edificio, había una polea, la misma que se había utilizado para subir hasta allí el sofá y los arcones.

—No pienso saltar desde aquí arriba.

—No hace falta. —Craig barrió la nieve de la cornisa con las manos y avanzó por ella hasta el extremo. Desde allí al cobertizo adosado del recibidor de las botas había una distancia de medio metro—. ¿Ves qué fácil?

Sophie lo siguió a regañadientes. Cuando llegó al final de la cornisa, Craig le tendió la mano y ella la aceptó sin dudarlo, agarrándose con todas sus fuerzas.

La ayudó a bajar hasta el cobertizo y luego subió de nuevo por la cornisa para cerrar la gran puerta antes de volver con Sophie. Descendieron con cautela por el tejado resbaladizo. Craig se deslizó boca abajo, se colgó del borde del cobertizo y luego salvó de un salto la corta distancia que lo separaba del suelo.

Sophie siguió sus pasos. Cuando tenía las dos piernas colgando del tejado, Craig levantó los brazos, la cogió por la cintura y la bajó a pulso. Apenas pesaba.

—Gracias —dijo ella. Tenía una expresión triunfal, como si acabara de superar una dura prueba.

«Tampoco hay para tanto —pensó Craig mientras entraban en la casa—.A lo mejor no es tan segura como aparenta.»

15.00

El Kremlin se veía hermoso. La nieve cubría las gárgolas y los motivos ornamentales, los marcos de las puertas y las repisas de las ventanas, perfilando en blanco la fachada victoriana. Toni aparcó el coche y entró en el edificio. Dentro reinaba la tranquilidad. Casi todos los empleados se habían ido a casa por temor a quedarse atrapados en la nieve, aunque cualquier excusa era buena para marcharse antes de tiempo el día de Nochebuena.

Toni se sentía dolida y vulnerable. Acababa de encajar una paliza emocional. Pero tenía que apartar los pensamientos románticos de su mente. Quizá más tarde, cuando estuviera a solas en la cama, le daría vueltas a las cosas que Stanley había dicho y hecho. Pero ahora tenía mucho trabajo por delante.

Se había apuntado un buen tanto —por eso la había abrazado Stanley—, pero aun así había algo que la inquietaba. Las palabras de Stanley resonaban en su mente: «Si perdiéramos otro conejo volveríamos a estar en el ojo del huracán». Tenía razón. Un nuevo incidente de aquel tipo volvería a ponerlos en el punto de mira, pero esta vez sería diez veces peor. Ni el mejor relaciones públicas del mundo podría impedir que la cosa se le fuera de las manos. «No habrá más problemas de seguridad en el laboratorio —le había dicho ella—. Me aseguraré de que así sea.» Había llegado el momento de cumplir su palabra.

Se fue a su despacho. Solo se le ocurría una amenaza, inminente, la que podían representar los defensores de los derechos de los animales. La muerte de Michael Ross podía servir de inspiración a otros que, movidos por su ejemplo, intentaran «liberar» a los animales retenidos en los laboratorios. También cabía la posibilidad de que Michael trabajara en colaboración con un grupo de activistas y que estos tuvieran otro plan. Era posible incluso que les hubiera facilitado la clase de información confidencial que les podía ayudar a burlar el sistema de seguridad del Kremlin.

Toni marcó el número de teléfono de la jefatura de la policía regional, que se encontraba en Inverburn, y preguntó por el comisario jefe Frank Hackett, su ex.

—Te has salido con la tuya, ¿eh? —comentó él—. Vaya potra. Tendrías que estar en la calle.

—Hemos sido sinceros, Frank. Lo mejor en estos casos es ir con la verdad por delante, ya lo sabes.

—A mí no me dijiste la verdad. ¡Un hámster llamado Fluffy! Me has hecho quedar como un imbécil.

—Fue un poco cruel por mi parte, lo reconozco. Pero tú no tendrías que haberle filtrado la noticia a Carl. Yo diría que estamos en paz, ¿no crees?

—¿Qué quieres de mí?

—¿Crees que había alguien más involucrado en el robo del conejo, aparte de Michael Ross?

—Sin comentarios.

—Yo te pasé su libreta de direcciones. Supongo que has investigado los nombres que aparecían en ella. ¿Qué me dices, por ejemplo, de Amigos de los Animales? ¿Son gente que se limita a manifestarse pacíficamente o es posible que pasen a la acción directa?

—Mis investigaciones todavía no han concluido.

—Venga, Frank, solo te estoy pidiendo que me des una pista. ¿Debo preocuparme porque vuelva a pasar algo parecido?

—Me temo que no puedo ayudarte.

—Frank, hubo un tiempo en que nos quisimos. Fuimos compañeros durante ocho años. ¿No crees que esto es absurdo?

—¿Tratas de utilizar nuestra antigua relación para convencerme de que te pase información confidencial?

—No. A la mierda la información. La puedo obtener por otros medios. Lo único que trato de decirte es que no quiero ser tratada como un enemigo por alguien que en el pasado significó mucho para mí. ¿Por qué no podemos llevarnos bien?

Se oyó un clic, y luego el tono de llamada. Frank le había colgado el teléfono.

Toni suspiró. ¿Entraría Frank en razón algún día? Deseó que encontrara otra novia. Quizá eso lo tranquilizara.

Entonces llamó a Odette Cressy, su amiga de Scotland Yard.

—Te he visto en las noticias —comentó Odette.

—¿Qué pinta tenía?

—Autoritaria —contestó Odette, reprimiendo la risa—. El tipo de persona que jamás se presentaría en una discoteca con un vestido transparente. Pero yo sé la verdad.

—Hazme un favor, no se la cuentes a nadie.

—En fin, el caso es que vuestro incidente con el Madoba-2 no parece guardar ninguna relación con... mi campo de investigación.

Se refería al terrorismo.

—Me alegro —dijo Toni—. Pero me gustaría preguntarte algo, desde un plano puramente teórico...

—Adelante.

—Los terroristas podrían conseguir muestras de virus como el Ebola de forma relativamente sencilla entrando en un hospital cualquiera de África central, donde no encontrarían más medidas de seguridad que el guardia de turno, seguramente un chaval de diecinueve años que se pasa el día repantigado en el vestíbulo fumando cigarrillos. ¿Por qué iban a embarcarse en la azarosa aventura de asaltar un laboratorio de alta seguridad?

—Por dos motivos. En primer lugar, ignoran lo fácil que es conseguir el Ébola en África. En segundo lugar, el Madoba-2 no es lo mismo que el Ébola. Es peor.

Toni recordó lo que Stanley le había dicho, y se estremeció.

—Tasa de supervivencia cero.

—Exacto.

—¿Y qué me dices de Amigos de los Animales? ¿Los has investigado?

—Por supuesto. Son inofensivos. Lo más que podemos esperar de ellos es que corten una carretera.

—Estupendo. Solo quiero asegurarme de que no vuelva a ocurrir algo parecido.

—No me parece probable.

—Gracias, Odette. Eres una buena amiga. No quedan muchas como tú.

—Suenas un poco baja de ánimos.

—Bueno, mi ex me está poniendo las cosas difíciles.

—¿Solo eso? Ya tendrías que estar acostumbrada. ¿Ha pasado algo con el profesor?

Toni no podía engañar a Odette, ni siquiera por teléfono.

—Me ha dicho que su familia es lo más importante para él en este mundo, y que nunca haría nada que pudiera perjudicarla.

—Qué tonto.

—Si alguna vez conoces a un hombre que no lo sea, pregúntale si tiene un hermano.

—¿Qué vas a hacer por Navidad?

—Me largo a un balneario. Masajes, limpieza de cutis, manicura, largos paseos.

—¿Te vas tú sola?

Toni sonrió.

—Te agradezco que te preocupes por mí, pero no estoy tan desesperada.

—¿Con quién te vas?

—Con un montón de gente. Bonnie Grant, una vieja amiga con la que fui a la universidad. Eramos las dos únicas chicas de la facultad de ingeniería. Se acaba de divorciar. También vendrán Charles y Damien, a ellos ya los conoces, y dos parejas con las que no creo que hayas coincidido.

—Las locas de Charles y Damien te animarán.

—Eso seguro. —Cuando los chicos se soltaban la melena, eran capaces de hacer reír a Toni hasta que se le saltaban las lágrimas—. ¿Y tú qué planes tienes?

—No estoy segura. Ya sabes cómo odio hacer planes.

—Pues nada, a disfrutar de la espontaneidad.

—Feliz Navidad.

Colgaron, y Toni llamó a Steve Tremlett, jefe de seguridad.

Toni se la había jugado con Steve, pues era amigo de Ronme Sutherland, el antiguo responsable de seguridad que se había conchabado con Kit Oxenford para robar a la empresa. No había pruebas de que Steve estuviera al tanto del fraude, pero Toni temía que le guardara rencor por haber despedido a su amigo. Pese a todo, había decidido concederle el beneficio de la duda y lo había nombrado jefe de seguridad. Él, a su vez, había recompensado su confianza con lealtad y eficiencia.

Steve se presentó en su despacho al cabo de un minuto. Era un hombre de treinta y cinco años, menudo y de aspecto pulcro, con sus buenas entradas y el pelo rubio cortado al rape, como mandaba la moda. Llevaba una carpeta de cartón en la mano. Toni señaló una silla y Steve tomó asiento.

—La policía cree que Michael Ross trabajaba solo —dijo.

—Yo también lo tenía por un solitario.

—De todas formas, esta noche no se nos puede colar ni un mosquito.

—Eso está hecho.

—Vamos a asegurarnos de que así sea. ¿Tienes por ahí la distribución de los turnos?

Steve le tendió una hoja de papel. Por lo general había tres guardias de turno durante la noche, así como los fines de semana y festivos: uno apostado en la garita de la verja, otro en la recepción y el tercero en la sala de control, pendiente de los monitores. Si por cualquier motivo tenían que ausentarse de sus puestos, llevaban encima teléfonos inalámbricos que funcionaban como extensiones del sistema general. Cada hora, el guardia de la recepción hacía una ronda por el edificio principal, y el de la garita lo rodeaba por fuera. Al principio, Toni no estaba segura de que tres hombres fueran suficientes para una operación tan delicada, pero pronto se dio cuenta de que la seguridad dependía más de los sofisticados medios tecnológicos que del factor humano, que se limitaba a servir de apoyo. De todos modos, había duplicado los efectivos disponibles aquellas navidades, así que habría dos personas en cada uno de los tres puestos citados y efectuarían una ronda cada media hora.

—Veo que vas a estar de guardia esta noche.

—Me vienen bien las horas extra.

—De acuerdo. —Era habitual que los guardias de seguridad hicieran turnos de doce horas, y estaban acostumbrados a convertirlos en jornadas de veinticuatro horas siempre que había escasez de personal o, como era el caso, cuando se producía una emergencia—. Déjame echarle un vistazo a tu lista de contactos.

Steve sacó de la carpeta una hoja plastificada con una relación de los números de teléfono a los que tenía que llamar en caso de incendio, inundación, corte del suministro eléctrico, caída del sistema informático, avería telefónica y otros problemas.

—Quiero que llames a cada uno de estos números a lo largo de la próxima hora —dijo Toni—. Pregúntales si van a estar disponibles durante la Navidad.

—Muy bien.

Toni le devolvió la hoja plastificada.

Y no dudes en llamar a la policía de Inverburn si tienes la menor sospecha de que algo va mal.

El interpelado asintió.

Da la casualidad de que mi cuñado, Jack, estará allí de guardia esta noche. Mi señora se ha llevado a los niños a su casa para pasar la Nochebuena.

—¿Tienes idea de cuántas personas habrá en la jefatura de policía esta noche?

—¿En el turno de noche? Un inspector, dos sargentos y seis agentes de policía. Y también habrá un comisario de guardia.

No era una dotación muy numerosa, pero tampoco habría mucho que hacer una vez que los pubs hubieran cerrado sus puertas y los borrachos se hubieran ido a sus casas.

—¿Por casualidad no sabrás quién es el comisario de guardia?

—Sí. Le ha tocado a tu Frank.

Toni no hizo ningún comentario.

—Llevaré el móvil encima día y noche, y estaré en un sitio con cobertura. Quiero que me llames enseguida si pasa algo fuera de lo normal, sea la hora que sea, ¿de acuerdo?

—Por descontado.

—Me da igual que me despiertes en mitad de la noche. —Iba a dormir sola, pero se abstuvo de comentarlo delante de Steve, que podía haberlo considerado una confidencia embarazosa.

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