En compañía del sol (8 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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¿
Cómo conviene danzar al villano

que nunca la mano sacó de la reja
?

Busca, si te place, quien dance más liviano
;

déxame, Muerte, con tu trebeja
,

que yo como tocino e, a veces, oveja
,

e es mi oficio trabajo e afán
,

arando la tierra para sembrar pan
,

por ende non curo de oír tu conseja
.

Pero la muerte no le dejó en paz hasta que salió como todos al centro. Y el temido consejo del esqueleto también le alcanzó:

Si vuestro trabajo fue siempre sin arte
,

non faciendo surco en la tierra ajena
,

en la gloria eternal habredes gran parte
,

e por el contrario sufrieredes pena
;

pero con todo eso poned la melena
,

allegaos a mí; yo vos uniré
,

lo que a otros fice a vos lo faré
.

Puso el actor que hacía de labrador los ojos en blanco, torció la boca y fingió estirar la pata con mucha gracia, haciendo brotar las carcajadas de la concurrencia.

De esta manera, fueron uniéndose otros oficios conocidos que recitaban sus lamentos y luego eran contestados por la muerte. Como la representación era larga, caía la noche sobre Xavier. El castillo se recortaba en los cielos color púrpura y decrecía la luz. Una densa bruma empezó a brotar en el valle. Pero la gente que disfrutaba con el animado espectáculo no reparaba en el frío que comenzaba a hacer.

Llegó el momento en que no quedaba en pie ninguno de los actores, excepto la muerte, pues todos yacían en el suelo con los brazos cruzados sobre el pecho. Entonces se aproximaron otros danzarines disfrazados de esqueletos que llevaban antorchas encendidas en las manos. Componía la escena un cuadro macabro que se hacía más dramático por el ritmo rotundo del tambor.

Hasta que de repente comenzaron a sonar las flautas y los panderos iniciando una alegre melodía. Entonces todos los actores que estaban tumbados se alzaron y volvieron de nuevo a bailar. Los vecinos de Xavier aplaudían locos de contento el espectáculo y se unieron al baile cuando el pregonero les animó:

Agora vos, danzad, villanos

a los dulces sones de la mortal danza
.

Alzad vos y tended las manos

que a los más gallardos tarde o pronto alcanza
.

Salgan altos, bajos, feos o pulidos
,

hembras o varones, sanos o feridos
;

mozos, viejos, niños, mujeres, maridos

—Vamos, señora madre, dance vuestra merced —le dijo Miguel de Jassu a doña María—, que se alegrará. Un rato de fiesta no le hace mal a nadie.

—Ay, no, no —negó ella, aunque muy sonriente—. Bailad vosotros, hijos. Hacedlo vosotros por mí.

Mandó el señor de Xavier traer unos pellejos de vino para convidar a toda aquella gente y se improvisó rápidamente una fiesta. Los paisanos, que habían vivido durante años la incertidumbre de la guerra y la reciente zozobra de la peste, se animaron mucho y agradecieron el inesperado jolgorio que Miguel justificaba a voces:

—Si en Sangüesa han de tener fiestas en honor a los santos por haberse visto libres de la peste, ¡gócese primero Xavier! ¡A beber y a bailar todo el mundo!

Francés se sentía feliz en medio de aquel alboroto repentino; por la música tan alegre, por el buen vino, por ver a su madre sonriente y por tener al fin a sus hermanos en casa. Hasta el áspero vicario de la Abadía parecía encantado por ver a la gente divirtiéndose. Al fin y al cabo, las danzas de la muerte eran un auto sacramental piadoso; una severa recomendación para los vivos, el aviso de que todo es transitorio, fugaz y perecedero. La Iglesia no sólo permitía a sus fieles asistir a esas representaciones, sino que además las consideraba altamente edificantes. Por eso estaba representada en la capilla del castillo desde los tiempos de los abuelos, los Aznárez de Sada, la danza de la muerte.

—Vamos, hermano —le dijo Juan de Jassu al pequeño de la familia—, échate un baile, que mover el esqueleto es hoy obligado.

Apuró Francés la jarra de vino que tenía en la mano y se unió al corro de vecinos que danzaban confundidos con los cómicos. Le rodeó enseguida un muchacherío exultante que daba saltos al ritmo de la música y trataba de imitar los pasos de la danza que interpretaban los diversos personajes. La muerte ocupaba el centro e iba tomando y soltando a la gente, que no sentía escrúpulos por bailar con ella.

Francés la vio venir hacia él. Ella le tomó por las manos. Dieron vueltas juntos y el joven se fijó en unos azulísimos ojos que le miraban fijamente desde detrás de la máscara. Se dio cuenta de que el disfraz del personaje principal de la representación ocultaba el cuerpo de una mujer.

—¡Quítate la máscara! —le pidió.

Ella contestó negando rotundamente con rápidos movimientos de cabeza.

—Vamos, quítatela —insistió él.

Entonces la bailarina tiró del joven y le sacó de entre el gentío. Él se dejó llevar hasta un rincón oscuro, entre ambas carretas, donde no había nadie. De repente, la muerte se sacó la máscara de la calavera de un tirón y brotó una abundante cabellera rubia que le cayó sobre los hombros. Francés pudo fijarse en su rostro: era una muchacha bellísima que le sonreía y clavaba en él sus azules ojos.

—¡Eh, qué hermosa eres! —exclamó el joven.

La muchacha se irguió y le rodeó el cuello con los brazos. Le besó en los labios. Francés sintió como una sacudida en el pecho y se aferró a aquel delicado cuerpo con todas sus fuerzas. Pero ella se zafó enseguida del abrazo y se escabulló poniéndose de nuevo la máscara y regresando al gentío.

Capítulo 11

Camino de París, septiembre de 1525

Varios jóvenes cabalgaban ilusionados por la vieja vía romana que servía de calzada a los peregrinos y cruzaba a ultrapuertos, al otro lado de los Pirineos occidentales, donde comenzaba la tierra de Francia. Eran nueve estudiantes, camino de París; hijos de nobles familias cinco de ellos, de Pamplona; de Xavier el sexto, Francés de Jassu, y los tres restantes eran criados que acompañaban a sus amos para servirles y aprovecharse al mismo tiempo de su estancia en la Universidad para hacerse con algún título. Amos y lacayos montaban buenos caballos, resistentes animales que habían de llevarlos en poco más de tres semanas a su destino. En las alforjas portaban las escasas pertenencias que componían un escueto equipaje; pocos vestidos, algún libro y alimentos para el camino. En mayor cantidad unos que otros, todos guardaban entre las ropas, cosidas cerca del cuerpo, las bolsas con los dineros que iban a necesitar para pagar las matrículas, libros y colegios donde habían de hospedarse. Por eso viajaban con cierto miedo, pues por aquellos parajes pululaban los bandidos en tan difíciles tiempos de guerras y conflictos.

Subían al paso las cuestas que escalaban las sierras. El estío vestía el paisaje de bellos tonos. En el cielo azul, pasaban algunas nubes blancas como el mármol. En las alturas corría un vientecillo serrano que refrescaba la cara. Se divisaba desde arriba un espacio inmenso de tierra que parecía llano, a pesar de estar formado por lomas y cerros, uno tras otro, cubiertos de verde pardusco. Los caminos, blancos, serpenteaban apareciendo y desapareciendo, bordeados por altos árboles, entre las colinas y altozanos. Grandes rocas parecían avanzar en la sombra de las laderas, junto a zarzales oscuros. Los cascos de los caballos sonaban fuertemente en el suelo pedregoso del camino.

—No se ve un vivo —comentó uno de los jinetes.

—No ha de faltar ya mucho para Roncesvalles —dijo otro.

Volvieron de nuevo a marchar en silencio hasta que uno de los criados, que era muy cantarín, se arrancó con una copla navarra que resonaba en aquellos montes solitarios levantando algunos ecos.

Un poco más adelante, se pararon junto a una fuente para refrescarse. Sacaron la bota de vino, pan y algo de queso. No habían hecho nada más que sentarse sobre unas piedras cuando se presentaron unos pastores con su rebaño de cabras. Era un padre con sus dos hijos pequeños, de unos nueve o diez años.

—La paz de Dios, señores —saludó.

Los jóvenes les invitaron a comer algo.

—¡Gracias, señores, muchas gracias! —respondió él, alargando la mano para coger el trozo de pan y queso que le ofrecían. También los niños comieron y bebieron un trago de vino de la bota.

—¿Está lejos Roncesvalles? —le preguntó Francés.

—Ahí mismo, señores, a media legua.

—Vaya, hemos llegado —comentó uno de los jóvenes jinetes.

—¿No tienen vuestras mercedes miedo de que les asalten los bandidos con estas cosas de la guerra? —dijo el pastor—. Anda por ahí muy mala gente a cuenta de que el rey de Francia está preso del emperador en Castilla.

—También vuaced ha de temer por su ganado —le dijo uno de los jóvenes—. Si roban a los viajeros, también robarán cabras, ¿o no?

—¡Pues claro, sí pueden! De vez en cuando pasan por ahí, por aquel camino, y, si me ven cerca, me echan mano a algún cabritillo. ¡Ay, qué vida! ¿Verdad, niños?

Sus hijos asintieron con silenciosos movimientos de cabeza.

—¿No os da miedo? —les preguntó Francés.

—A éstos no hay quien los coja —respondió el padre por ellos—. Éstos triscan peñas arriba mejor que las cabras. ¿Verdad, hijos? ¡Ay, qué condenados! ¡Ja, ja, ja…!

Los estudiantes rieron. Uno de ellos sacó unos dulces y se los dio a los niños. Los devoraron en un santiamén.

—¿Son vuestras mercedes navarros? —preguntó el pastor.

—Sí, de Pamplona todos, menos ése de ahí, que es de Xavier —contestó uno de ellos.

—¡Ah, buena tierra ha de ser ésa! —exclamó el pastor—. Aquí, ya ven vuestras mercedes, sierras y más sierras. ¡Y bandidos! Vayan con cuidado que están muy malos los tiempos, ya les digo.

Se despidieron del pastor y de sus hijos agradeciendo los consejos. En el camino, los jóvenes hablaron del asunto. Eran ciertamente tiempos difíciles. El rey Francisco I de Francia había caído preso de los españoles en febrero, en la batalla de Pavía, y estaba en Madrid a merced de Carlos V. Esto causó un impacto grande en el mundo. Toda Francia estaba de luto, humillada y llena de rencor. Después de tantas guerras como había habido en aquellos territorios, abundaban las partidas de antiguos soldados que andaban en los montes como bandidos: muchos desertores y tropeles de hombres huidos que no podían regresar a sus lugares de origen.

—¿Qué creéis que pasará? —comentaban—. ¿Terminará Francia en manos de España?

—¡Francia es mucha Francia!

—Mas… si tienen preso al rey…

—Francia es más que su rey.

Sin apenas darse descanso, los nueve jinetes cruzaron por el desfiladero de Roncesvalles, a San Juan de Pie del Puerto. Cabalgaron por las Landas, el terreno más peligroso, por unos eriales despoblados que atravesaban caminos arenosos, entre secas retamas, pinos y plantas espinosas. Llegaron por fin a la costa. Por primera vez en su vida, Francés y sus compañeros de viaje vieron el mar. Les causó una gran impresión. Se quedaron durante un largo rato en silencio, como embobados, contemplando la inmensidad azul del agua y los navíos que venían con las velas hinchadas hacia la bahía de Arcachon.

Después de descansar durante una jornada en Burdeos, continuaron en dirección a París por una espléndida carretera que atravesaba extensos viñedos, fértiles campos, tierras verdes donde pastaban orondas vacas y bosques tupidos. En la proximidad de las ciudades olía a uva y a mosto dulce. Pero el otoño estaba ya allí y comenzaban a llegar ráfagas de viento que agitaban y arrancaban las hojas de los árboles, arrastrándolas. La fruta estaba madura y había una luz diferente en la dorada fatiga del crepúsculo.

En esas horas de largo y cansado cabalgar, Francés de Jassu recordaba su casa, a su madre que en la despedida le rogó con lágrimas en los ojos: «Escríbeme con lo que haya».

Más adelante, en las proximidades de Poitiers, el cielo se cubrió con densas nubes grises y comenzó a llover. Caía un agua persistente durante el día y la noche. Viajar empapado es muy incómodo, máxime cuando arreciaron los vientos y los caminos se llenaron de barro. Pero vieron a su paso muchas cosas hermosas: los palacios reales de Amboise y Blois; el santuario de Nuestra Señora de Cléry, donde se detuvieron a orar; la bella ciudad de Orleans, que conservaba la memoria de Juana de Arco muy viva gracias a la estatua de la heroína que asombraba a los visitantes con su lanza en la mano, sobre el puente que cruzaba el Loira.

Desde allí, los nueve jóvenes viajeros tomaron la vía militar empedrada que llegaba hasta París. Era finales de septiembre, un lluvioso día de otoño, cuando divisaron al fin las murallas de la capital de Francia. Mas hubieron de hospedarse en una lúgubre posada de arrabal, por ser la última hora de la tarde y estar cerrada ya la firme puerta que llamaban de Saint-Jacques, alzado el pesado puente levadizo y clausurada la entrada a la ciudad hasta la mañana siguiente.

Capítulo 12

París, 28 de septiembre de 1525

Bajo la lluvia que no cesaba, en pleno otoño, París era una amalgama, fría y gris, de grandeza y miseria. Dentro de la ciudad amurallada se agrupaban cientos de palacios, colegios, iglesias y conventos; una maraña de calles rectas que se alternaban con retorcidos callejones donde brotaban las casas decrépitas y los muros que rezumaban humedades. Las alturas eran dominadas por las torres, las cúpulas ilustres y los campanarios. Fuera de las murallas, frente a la puerta de Saint-Jacques, se extendía el arrabal sembrado de pobres viviendas que se alzaban sobre el barro y el estiércol. Los niños, los cerdos y las gallinas correteaban empapados. Miles de hilillos de humo se elevaban desde las chimeneas hacia los cielos grises. Delante del puente levadizo se alineaban decenas de carretas y bestias cargadas hasta los topes, aguardando para pagar la tasa y entrar a la urbe.

Los nueve jóvenes navarros abonaron el impuesto y penetraron en la ciudad avanzando por la ancha rué de Saint-Jacques, para cruzar el barrio Latino. Ante su mirada llena de asombro, iban quedando atrás los rótulos pintarrajeados de las tabernas y las casas de huéspedes con curiosos títulos: Le Chat Rouge, La Maison Jaune, Notre Dame Blanche, Le Porc-épic, Les Deux Amis… Aunque era muy temprano, comenzaba el ajetreo de los vendedores ambulantes, los aguadores, panaderos y mercachifles que gritaban sus pregones. Los recién llegados pasaron junto a los grandes conventos, de solemnidad majestuosa, como los Dominicos, con su iglesia elevada de enormes ventanales. Preguntaron allí mismo, no muy lejos de la puerta, por el lugar de su destino:

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