En compañía del sol (23 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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«
Me humillo totalmente ante ti, Padre, Dios, el Dios —decía en su interior—. Que sea sólo lo que tú quieres
». El silencio era ahora total. «
Tú tienes la llave, tú puedes abrir o cerrar, guardar o soltar… En tus manos están todos mis azares
…»

Con esta plegaria, acabó serenándose completamente y se durmió envuelto en una agradable placidez. Enseguida brotaron los sueños. Se vio a sí mismo ascendiendo por una pendiente sembrada de rocas, con gran dificultad. Alcanzó la cima pelada y seca de un monte, donde un triste pastor le preguntó qué buscaba allí.

—¡A Dios busco! —gritó Xavier con todas sus fuerzas—. Me dijeron que estaba aquí, en lo alto.

El pastor se rió de él a carcajadas.

—Anda, regresa a tus asuntos, que no has de encontrarlo aquí ni en parte alguna.

Francisco, descorazonado, lloró amargamente. Sentía seca la garganta y el cuerpo abrasado de calor. Un sol ardiente caía sobre él como fuego.

—¿En parte alguna? —replicó entre sollozos—. ¿Qué sabes tú de Él?

—¿Y tú? ¿Qué sabes tú? —le espetó furioso el pastor, cuyo rostro se había vuelto invisible.

—¡Sé que me ama! ¡Lo sé! ¡Lo siento aquí, muy adentro!

La fuerza del sol era ya casi insoportable, el aire tórrido y asfixiante.

—Pues si te ama tanto como dices —contestó irónico el pastor—, ¿qué hace que no apaga ese fuego terrible?

—Aquí, aquí muy adentro, aquí… —repetía Francisco.

—¡Ja, ja, ja…! —reía el pastor.

—Aquí, aquí, aquí… ¡Yo lo invocaré! ¡Yo le llamaré! Aquí, desde aquí vendrá… Dios, Dios mío…

Capítulo 29

Océano Atlántico, 3 de junio de 1541

—¡Viento! ¡Viento alisio! —se escuchó gritar de repente.

Francisco se despertó sobresaltado. Los marineros corrían en todas direcciones, trepaban a los palos, izaban las velas, tensaban los cabos. El maestre de la Santiago gritaba las órdenes desde el castillo de popa y la tripulación obedecía como llevada por una energía inusitada, en medio de una gran alegría.

—Padre, padre, levántese y dé gracias a Dios —le decía el gobernador, loco de contento—. ¡Tenemos viento! ¡Al fin, viento alisio! Podemos proseguir.

Francisco alzó los ojos al cielo y vio el velamen hinchado, atrapando el aire que soplaba con inclinación al sudeste. Había menguado el calor y asomaba el sol en el horizonte limpio de brumas. Sentíase la brisa en el rostro y no se percibía ya el olor nauseabundo de las aguas. Todo parecía renovado. La nao se movía surcando el mar azul, regalándoles una feliz sensación de libertad.

Navegaron lentos al principio, pero era maravilloso avanzar. Más adelante, las corrientes fueron muy favorables y el viento se declaró completamente a favor, fijando su dirección y su fuerza. La flota seguía el rumbo alegremente, mientras la tripulación entonaba eufóricas coplas en acción de gracias.

El día de la fiesta de Pentecostés pasaron el ecuador. Como expresión de inmensa gratitud, engalanadas las naves con gallardetes y colgajos de tela que ondeaban al viento, se cantó un solemnísimo tedeum:

Te Deum laudamus: te Dominum confitemur

Arrodillado, vibrando de emoción, Francisco percibió con más fuerza que nunca el sentido de aquellas palabras latinas que tantas veces había repetido:

A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos
.

A ti, eterno Padre, te venera toda la creación
.

Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran
.

Sentía muy próxima la presencia de Dios, como si lo tuviera justo al lado, en frente, mirándole a los ojos, o mucho más cerca, dentro de él. Una vez más, se alegraba infinitamente por haber sido escuchado. El ciclo se cerraba: peligro y rescate. En su mente cobraba sentido la experiencia de la oración alzada en el peligro y la fuerza de la mano de Dios que nos salva de ellos.

La flota navegó en dirección suroeste hacia Brasil. Durante la noche, lucían las estrellas en el cielo. Se guiaban por la Cruz del Sur, que destacaba nítida sobre el horizonte. A mediodía, el experto maestre tomaba la altura del sol y determinaba el grado de latitud; después fijaba con ayuda de la brújula el grado de longitud. Asombrado, Francisco observaba estas operaciones que le parecían una maravilla fruto de la curiosidad y la inteligencia de los hijos de Dios. Con viento favorable, ninguna manera de viajar podía superar a la navegación.

También este ejemplo le servía en aquel momento para admirarse ante las capacidades del espíritu. «Navegar es como vivir —se decía—. Uno ha de fijar el rumbo, obedeciendo a los dictados de la conciencia y a los mandamientos. Pero se debe confiar en Dios. Él envía el viento del Espíritu que sabe llevar el alma a buen puerto».

—Deben evitarse los arrecifes —le explicaba el piloto de la Santiago—. Hay rocas peligrosísimas en Sao Pedro, en el invisible arrecife de la isla de Fernao de Loronha y del cabo Santo Agostinho. Muchas naos dan allí al través.

—¡Claro! —asentía Xavier—. Es como las tentaciones, que pugnan constantemente por llevarnos a pique: las dudas, los miedos, la desesperación, el mal que hay en nosotros, los vicios, el odio…

El maestre se le quedaba mirando, extrañado.

—¡Qué cosas decís, padre! ¡Cuánto sabéis!

16 de junio de 1541

Alcanzaron al fin la costa de Brasil, pasando indemnes entre los peligrosos arrecifes gracias a la gran pericia de Joáo Gonçalves, a la gran habilidad del piloto y a los conocimientos que los veteranos marineros tenían de estos mares. Les llegó el aroma de la tierra y alcanzaron a ver inmensas bandadas de aves que volaban a ras del agua, así como peces que se elevaban sobre la mar como si tuviesen alas de pájaro.

—¡Peces voladores! ¡Peces voladores! —gritaban los marineros—. ¡Son deliciosos!

Atraparon buena pesca en aquellas aguas, aunque aún no veían la tierra.

Ese mismo día, a última hora de la tarde, un muchacho de la tripulación subió a lo alto del palo mayor y anunció alborozado:

—¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!…

El gobernador Martim Affonso de Soussa oteó muy atento el horizonte donde emergían las montañosas costas brasileñas. Conocía muy bien aquellos territorios de viajes anteriores y determinó dónde se había de echar el ancla. Las cinco naos se adentraron por una cala que terminaba en un fondeadero abrigado. Se veía un fuerte, una gran cruz de madera, un embarcadero destartalado y muchas cabañas techadas con hojas de palma. Echaron pie a tierra en la ensenada. Enseguida acudieron a recibirlos varios centenares de personas. Algunos, muy pocos, eran portugueses. Los demás, naturales de aquella costa: indios, hombres, mujeres y niños completamente desnudos, adornados con coloridas plumas de papagayo y luciendo en la piel complicados tatuajes.

Aquí, en la colonia portuguesa de Salvador de Bahía, recogieron agua potable, leña y víveres. Tripulaciones y viajeros estuvieron encantados por poder bajar de las naves y pisar tierra firme, respirando el fragante aire impregnado con los aromas de la espesura selvática. Comieron guiso de gallina y bebieron vino dulce de caña.

Prosiguió el viaje de la flota de la India atravesando de nuevo el Atlántico, alcanzando en pocos días la proximidad de las islas de Ascençao Menor y Trinidade. Los alisios soplaban de noroeste, más fríos, impulsando las naves por unas aguas inmensas de intenso color azul más oscuro.

—¡Ballenas! —anunció uno de los marineros—. ¡Allá, mirad! ¡Ballenas!

Corrieron todos a la baranda de estribor. No sabían hacia dónde mirar y no veían nada especial entre las olas. Hasta que el marinero señaló:

—¡Allí, allí están!

En efecto, se veía emerger de las aguas grises unos enormes y negros bultos.

—¡Son ballenas! ¿Las veis?

—¡Cielos! ¡Qué espanto!

Los viajeros, que nunca antes habían visto el gigantesco monstruo marino, estaban asombrados. Se contaban más de una docena de cetáceos, que aparecían y desaparecían entre las olas. De repente, uno de ellos alzó la cola y golpeó el agua antes de sumergirse. Todo el mundo se asustó y profirió exclamaciones de admiración.

26 de julio de 1541

Cuando se iban aproximando al cabo de las Tormentas, el mar se tornó de un color grisáceo y el cielo se llenó de gaviotas de gran tamaño. Los maestres entonces supieron que se encontraban cerca de las peligrosas aguas que parecían atraer a las más recias tempestades. Había que prevenirse bajando a las bodegas la artillería y todo el lastre necesario para mantener el peso en el centro de las naos, evitando que dieran al través.

—¡Cambiad las velas viejas por las nuevas! —se oía gritar—. ¡Trincad el velamen menudo en vez del grande! ¡Estirad bien la jarcia!

Los veteranos sabían lo que había de hacerse y lo ejecutaron con plena conciencia de que estaban salvando la nao del desastre. A medida que se acercaban a las temidas proximidades del cabo, los semblantes se iban volviendo graves y las miradas oteaban el horizonte para descubrir cualquier asomo de nubarrones tormentosos. En vez de espantar el temido mal, se acentuaban los miedos como consecuencia de las historias de naufragios ocurridos con mucha frecuencia en aquellas aguas.

Una noche que Francisco dormía plácidamente en su catre, acostumbrado ya al vaivén de la nave, le sobresaltó de repente un brusco movimiento y una especie de estampido. Despertó sin saber dónde se encontraba, envuelto en total oscuridad. Todo crujía a su alrededor y algo golpeaba reciamente las paredes. Sintió que le caía agua en el rostro y, al iluminarse la cámara por el súbito resplandor cárdeno de un relámpago, seguido inmediatamente por el trueno, comprendió que la nave soportaba una tormenta.

Salió al exterior. El viento bramaba y las olas se elevaban por encima de la nao, alcanzando los castillos de popa y proa. Todo rodaba y los marineros corrían de parte a parte agarrándose a donde podían, vociferando, maldiciendo, tratando de atar lo que estaba suelto. Había media docena de hombres sujetando el timón para gobernarlo, mientras el piloto y el maestre se habían amarrado y ordenaban lo que debía hacerse sin que apenas se les escuchase a causa del rugir del mar embravecido.

—¡Bajad a la entrecubierta, padre! —le gritó Joao Gonçalves—. ¡Id a refugiaros o pereceréis!

—¿Puedo ayudar en algo?

—¡Sí, rezad, padre! ¡Rezad y quitaos de ahí, no seáis loco, que podéis caer a la mar!

Corrió Francisco a la entrecubierta estrecha y oscura, donde se apelotonaban los viajeros, agarrados firmemente a los asideros de cuero fijados firmemente para este menester. Durante largas horas, soportaron allí la terrible tempestad, rezando, aterrorizados por el subir y bajar de la nave. El agua fría se colaba por todas partes y empapaba las ropas y las mantas, acentuando la incomodidad. Agarrotados, tiritando o vomitando todo lo que llevaban en los estómagos, sólo en Dios ponían su esperanza.

Francisco, eufórico, se erguía procurando tenerse en pie y les gritaba a sus compañeros de infortunio:

—¿Habría de faltar la tempestad? ¡No! ¡No está resuelto el demonio a darnos respiro! ¡Recemos, hermanos! ¡Oremos a Dios! ¡Pidamos perdón por nuestros pecados y pongamos en Él toda nuestra confianza! Padre nuestro que estás en los cielos…

27 de julio de 1541

Fue cesando por fin la tormenta. Era la hora anterior al alba y una luz tenue se colaba desde el exterior. El movimiento violento de la Santiago remitía. Salieron a la cubierta y contemplaron a lo lejos un horizonte claro. Los negros nubarrones quedaban a popa con sus feroces relámpagos, agarrados a la zona que se conocía como la Boca do Inferno.

Se aproximaban ya al cabo de Buena Esperanza, un elevado promontorio que se veía surgiendo sobre el oleaje a una considerable distancia, ora sí, ora no. Pero había señales más precisas de la cercanía de la tierra africana: lobos de mar nadando, juncos desprendidos de las orillas y grandes albatros surcando el cielo con sus largas alas.

A bordo todo estaba mojado; el agua corría por las maderas y chorreaba desde las estructuras. La tripulación se afanaba achicando, atando cubos, sujetando velas, llevando y trayendo fardos, barriles, cajas y otros enseres que se encontraban diseminados por todas partes. Los rostros estaban desencajados por el miedo pasado, y los movimientos eran lentos a causa de la fatiga por la brega nocturna.

A medida que se fue poniendo en orden el caos causado por la tempestad, unas nubecillas grises, azuladas, iban invadiendo el cielo. El horizonte se fue enrojeciendo hacia oriente y el sol hizo su salida triunfal, rozando con su luz dorada las crestas de las olas. Reinó una gran calma, con suave brisa de poniente, y la Santiago fue navegando en solitario, pues la flota se había dispersado y no se veían las demás naves.

Para general alegría, el piloto anunció que se había doblado ya el temido cabo de las Tormentas.

—Deo gratia! —exclamó el capellán desde el alcázar de popa—. Deo gratia! Oremos, hermanos, a María Santísima que nos libró de tan gran peligro.

Enseguida se sacó la imagen de la Virgen y se la paseó por la cubierta, mientras la tripulación entonaba la Salve de los marineros, con su melodía larga y devotísima, sucediéndose las estrofas que encendían los ojos en lágrimas.

Capítulo 30

Costa de Natal, agosto de 1541

Prosiguió el largo viaje la flota de la India dejando atrás el cabo de Agujas y se adentraba por unas aguas desde las que se divisaba una tierra lejana, cuyos puertos y costas no estaban explorados, por interponerse en el litoral terribles arrecifes que ponían en peligro las naves. Más adelante se navegaba frente a la costa de Natal. Veíanse los altos montes, selváticos, y el agua se hacía verdosa delante de las playas.

—¡Mirad! —señaló un marinero—. ¡Mirad allí!

Corrió todo el mundo a la baranda de babor para ver.

—¡Allá! ¡Allá lejos! ¿No veis los humos?

Los viajeros miraron en la dirección que señalaba el marinero y vieron alzarse una columna de humo desde un lejano promontorio. Los marineros contaron entonces que aquellas costas de Natal eran conocidas entre los marineros portugueses como la Terra dos Fumos, porque se veían humaredas que se elevaban a los cielos desde los montes. Nadie sabía si eran los habitantes africanos quiénes encendían hogueras o náufragos abandonados a su suerte que lanzaban desesperadas señales pidiendo auxilio. Pero a ningún maestre se le ocurría virar con su nave en dirección a las playas, puesto que se sabía que vivían en las selvas feroces hombres, desnudos y negros, que asaltaban a cuantos osaban recalar en su costa y, despojándoles de todo, arrasaban las naves, las quemaban y después asesinaban cruelmente a los tripulantes, arrancándoles la piel y sacándoles los ojos.

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