No faltaba quien por estos motivos afrentase con palabras injuriosas alguna vez a Francés. Estaba en la edad de empezar a frecuentar las tabernas para echar partidas de cartas o de dados. El acaloramiento que propicia el vino y la bravuconería de la mocedad le llevaron a verse metido en alguna pelea.
Uno de aquellos días de fiestas y toros en que la ciudad se convertía en receptáculo de centenares de hidalgos, militares y campesinos, se formó una gran riña tumultuaria en la plaza por algún motivo insignificante, que derivó luego en una verdadera batalla en la que salieron a relucir las espadas y los puñales. Murieron varias personas y las autoridades prendieron a numerosos jóvenes entre los que se encontraban algunos primos de Francés. El pequeño de los Jassu había participado en la refriega, pero supo escapar a tiempo y corrió a ocultarse en su casa.
Doña María de Azpilcueta se enteró del suceso y supo de la participación de su hijo. Se comentaba por ahí que, en medio del alboroto, Francés y sus primos habían coreado en alta voz frases a favor de los reyes navarros, vivas exaltados a la causa de Fuenterrabía y otras peligrosas alusiones en contra de Castilla y del rey Carlos. Aterrorizada, la madre llamó al joven a su presencia y le habló con mucha dureza.
—Esto se acabó, hijo; desde ahora nada de caballos, espadas, juego de pelota y tabernas. No voy a consentir que sigas el camino de tus hermanos en pos de una causa perdida. ¡Nada de eso! No me voy a pasar el resto de mi vida con el corazón en un puño. Bastante tenemos ya con lo que nos ha tocado en suerte. No consentiré que empieces tan joven a verte metido en pendencias. ¡No, tú no, Francés! Tú no irás detrás de los pasos de tus hermanos, tíos y primos.
El joven escuchaba en silencio la reprimenda. En el fondo, lamentaba haberle causado aquel sofocón a su madre a sabiendas de todo lo que tenía encima. Ya le había venido advirtiendo ella desde que llegaron a Pamplona de que no le agradaba nada que anduviera tanto tiempo en los prados dedicándose a perfeccionar el manejo de la espada y a aprender otras artes guerreras.
—Te dije que no quiero que seas militar —prosiguió—. No voy a dejar que desperdicies tu vida entre las armas. ¡Odio las armas! Daría la vida porque se terminasen de una vez estas guerras. ¡Ay, Dios Santísimo, san Miguel bendito, cuándo acabará todo esto!
—¿Y qué voy a ser, sino caballero? —replicó Francés discretamente, sin alterarse—. A mi edad, ¿qué otra cosa voy a hacer sino aprender lo que el resto de los muchachos de mi condición? Mire vuestra merced, señora madre, la mocedad de las nobles casas, sean navarras, francesas, castellanas o de donde Dios quiera, ¿qué hace, sino servir a sus obligaciones de aprender el uso de las armas y los menesteres de la caballería?
—¡Calla, insensato! Pues no es eso lo único que hay en el mundo. ¿Qué piensas sacar de todo eso? No causarás con tal oficio sino males al prójimo y te acarrearás la ruina. ¡Mira a tus propios hermanos! ¿Qué han ganado con tanta guerra? Han perseguido vientos y ¿qué han cosechado? Tempestades, sólo eso. Ahí los tienes, sin hijos, sin haciendas y… ¡plegue a Dios que no se vean pronto sin la vida!
Dicho esto, doña María prorrumpió en un desconsolado llanto.
—¡Madre, no…! —murmuró Francés muy conmovido, yéndose hacia ella para abrazarla—. No llore vuestra merced, señora, que no querrá Dios que suceda tal cosa.
—Ay, hijo —sollozó ella, cubriéndole de besos—, qué triste vida. Esto es un duro calvario…
—Dígame vuestra merced lo que quiere que sea de mí —dijo él muy afectado por el llanto de su madre.
Doña María se separó y clavó su mirada en los oscuros ojos de su hijo. Le enternecía aquel rostro hermoso, radiante, que conservaba aún algo de candor de la infancia.
—¡Mi pequeño! —exclamó llena de ternura—. ¡Mi adorable Francés de Jassu, mi niño querido!
—Dígamelo, señora —insistió él—. ¿Qué he de hacer para verla muy feliz?
Ella se mordió los labios y sonrió satisfecha por aquella incondicional manifestación de cariño.
—¿De verdad harás lo que yo te pida?
—Sí, sí, lo juro por el Santísimo Cristo de Xavier —respondió haciéndose la cruz en el pecho—. Por la memoria de mi señor padre don Juan de Jassu.
—Eso es, mi pequeño. Así me gusta escucharte hablar. Sé que lo harás. Siempre fuiste obediente. ¡Ah, —suspiró abrazándole de nuevo—, eres lo único que me queda!
—Dígame ya lo que quiere de mí, señora.
—Quiero que ingreses en el estado eclesiástico.
Francés se separó y miró a su madre con extrañeza.
—Sí, eso es lo que quiero, pequeño Francés de Jassu. Deseo que alcances honra para esta familia, mas no en el servicio de las armas, sino siguiendo la carrera de tu señor padre, que estudió en Bolonia las leyes e hizo mucho bien por este reino.
—¿Clérigo? —murmuró el joven.
—Clérigo —afirmó ella.
Navarra, Pamplona, 10 de octubre de 1523
—¡Viene el emperador! —irrumpió de repente en la casa el tío don Pedro con este grito—. Es cierto lo que anuncian: el cesar Carlos viene desde Burgos camino de Pamplona.
Doña María de Azpilcueta se sobresaltó al escuchar esta noticia.
—Entonces… —musitó esperanzada con débil voz—. Traerá el perdón para los reos… Firmará los indultos.
—Sí, señora —dijo don Pedro de Jassu—. Eso es lo que se dice por ahí. Si viene a Pamplona ha de ser para hacer las paces y firmar los indultos. Dicen que ya han soltado a muchos presos y quieren ir a tener conversaciones con los del fuerte de Fuenterrabía. Ha de ser ésta la oportunidad para que se salven vuestros hijos.
—¡Dios te oiga! —rezó ella—. ¡Santa María, válenos!
12 de octubre de 1523
Los turiferarios sostenían los incensarios de plata delante de la fachada más hermosa de la catedral. El humo perfumado ascendía hacia los cielos grises como el plomo, junto con el murmullo de la multitud que se había congregado en las calles para contemplar la llegada del hombre más poderoso de la tierra. Los clérigos exhibían lujosos ropajes litúrgicos, capas pluviales de damasco y oro, casullas bordadas, dalmáticas de seda y sobrepellices de terciopelo. Los monjes sólo se cubrían con sus toscos hábitos de paño. La nobleza estaba engalanada con sus mejores prendas: jubones, mangas de valona, cuellos almidonados, fieltros, calzas de tersa lana, fajines, altos sombreros, parlotas con plumas de color… Las damas llevaban encima sus más valiosas alhajas. Los lacayos y palafreneros vestían libreas confeccionadas para la ocasión como nunca antes se habían visto en Pamplona. Las corazas y los yelmos de los hombres de armas brillaban como si fueran de plata.
El gentío aguardaba la llegada del monarca en la plaza y en las callejas adyacentes, apretujado, ansioso y vocinglero, retenido por los alguaciles armados con bastones y picas. Los grandes del reino y muchos importantes hombres venidos de fuera ya habían ocupado sus privilegiados sitios dentro del templo, con mayor o menor proximidad al altar según la altura de sus cargos y apellidos.
Francés de Jassu estaba junto a su madre al pie de uno de los pilares, hacia la mitad de la nave central de la catedral, donde se reunía gran parte de su parentela. No sólo estaban los tíos y primos de Pamplona; también los de Beire, Idocín, Olloqui y algunos de Sangüesa. Cerca de ellos se extendían los miembros de otras familias navarras, así como muchos funcionarios, militares y clérigos. Hablaban entre ellos en voz baja, se saludaban con respetuosas inclinaciones de cabeza y se mostraban reverentes ante las capillas laterales del templo y las muchas imágenes que allí se veneraban. A pesar de la aparente contención grave y ceremoniosa, en contraste con el bullicio del exterior, se evidenciaban la expectación y un general nerviosismo.
De repente, estalló fuera un creciente clamor de voces y no tardó en escucharse estruendo de tambores.
—Ya llega, ahí está, al fin viene… —comentaban dentro de la catedral al adivinar lo que sucedía.
Se inició un canto devoto y comenzó a avanzar una solemne procesión de cruces y ciriales por el centro de la iglesia. Iban delante los maceros y detrás muchos abades, canónigos y dignidades eclesiásticas; seguían los obispos con sus mitras apuntando al cielo y sus báculos de pulidos metales preciosos. Se vio al final irrumpir el palio bordado en oro bajo el que iba el emperador Carlos. Todo el mundo se inclinó entonces en profunda reverencia hasta casi tocar el suelo con la cabeza. En ese momento, la escolanía comenzó a entonar un Gloria in excelsis Deo.
Francés se fijó de soslayo, con suma discreción, en el augusto personaje que tantos motivos de disgusto y preocupación había dado a su familia. Tenía el joven rey unos labios abultados entre sus espesos bigote y barba rubicundos; la mandíbula inferior prominente y una piel muy clara en el rostro, donde sus ojos brillaban con cierta altanería. Vestía oscuras ropas, capa color púrpura y portaba un pequeño cetro de oro en la mano.
—¡Viva el césar invicto! —exclamó una voz potente.
—¡Viva! —contestó la gente con timidez manifiesta.
Ocupó su sitio el emperador y dio comienzo el oficio religioso con muchos cantos, sahumerios y plegarias. Resplandecía el altar mayor con cientos de velas encendidas y brillaba la soberbia verja que había forjado el maestro Guillermo Ervenat y que apenas llevaba un lustro instalada en el coro. Allá arriba, la venerada imagen de Santa María la Real lanzaba destellos recubierta de fina plata.
15 de diciembre de 1523
Se hospedó el emperador en Pamplona en el palacio de los Cruzat, en la rúa de la Cuchillería, donde estuvo recibiendo diariamente a numerosos nobles navarros, a los que concedió prebendas, otorgó privilegios y pagó generosamente el haberse puesto de su parte en la recién concluida guerra. También escuchó las peticiones de quienes le solicitaban el perdón por estar condenados y otras gracias a cambio del juramento de fidelidad. Así lograron el indulto general aquellos que se unieron a los franceses en 1521, cuando irrumpieron desde ultramontes junto al rey don Enrique de Albret. También alcanzó la remisión de las penas a todos los que lucharon contra los castellanos en Noáin y Maya.
El 15 de diciembre, doña María de Azpilcueta estaba alborozada, henchida de gozo, pues vino a casa el tío Pedro de Jassu para comunicar que los pregoneros reales andaban por las plazas anunciando el perdón del rey incluso para los de Fuenterrabía.
—¡Gracias a Dios! —exclamaba—. ¡Al fin! ¡Al fin mis pobres hijos podrán regresar a casa!
Salieron todos del viejo caserón de la rúa Mayor; doña María, la tía Violante, don Martín, el tío Pedro y Francés, a escuchar con sus propios oídos la proclama del indulto de boca de los pregoneros. Se juntaron con mucha gente en la calle principal de la ciudad y vieron venir a los soldados del rey a lo lejos, precedidos por los tambores que anunciaban su paso.
Apareció un jinete vistiendo uniforme del tercio, al que custodiaban varios piqueros a pie. El caballo era pequeño, de hermoso cuello y corta cola, y no caminaba de frente, sino un poco al sesgo, como en una danza que expresaba altivez y poder. El capitán que iba montado llevaba extendido el rollo con la orden imperial que debía pregonarse. Anunció que la lista de indultados quedaba expuesta en la puerta de la catedral y en un tablero en la plaza del Castillo.
Hacia esta plaza se encaminaron los Jassu Azpilcueta llevados por una gran ansiedad. Había abundante gentío congregado en torno al tablero. Se abrieron paso como pudieron y alcanzaron a ver la larguísima relación de nombres y apellidos escritos en columnas, con los títulos, cargos y procedencia detallados. Comenzaron a buscar a Miguel y Juan de Jassu. No daban con ellos. Se desesperaban.
De repente, un caballero conocido se acercó y les dio una fatal noticia:
—No busquen vuestras mercedes ahí al señor de Xavier. Siento decirles que hay otra lista más allá donde se hace relación de todos los que han sido excluidos del perdón. Lamento tener que comunicarles que he visto en ella su nombre escrito, junto al de su señor hermano y otros parientes.
Fueron hacia esta segunda lista y, deshechos de dolor, comprobaron que había un centenar de nombres que quedaban fuera del indulto, manteniéndoseles la condena a muerte. A la cabeza de ellos figuraban «Miguel de Xabierre, cuya diz es Xavier, e Juan de Azpilcueta, hermano de Miguel de Xavier, cuya diz que era Xavier, Marín de Goñi, e Juan, cuya diz que fue Ollogui, e Martín de Yaso, e Juan de Jaso y Esteban de Jaso, su hermano».
—No ha sido servido Dios de concederme la gracia que tanto le he pedido —suspiró doña María—. ¡Sea lo que Él quiera!
Navarra, Pamplona, enero de 1524
Pasó el emperador Carlos en Pamplona la Navidad de 1523 asistiendo puntualmente en la catedral a todas las celebraciones religiosas que se hicieron con motivo de tan señalada fecha. Asimismo, festejó el nuevo año en la ciudad, mas no la Epifanía, pues el 3 de enero de 1524 marchó a Vitoria con toda su corte para supervisar personalmente los trabajos y aparatos de guerra que se hacían para el asedio de Fuenterrabía, donde más de un millar de navarros resistían todavía desde 1522 bajo el mando de don Pedro de Navarra. Entre ellos se contaban el señor de Xavier y su hermano Juan de Jassu.
En febrero se supo en la capital que el ejército imperial a las órdenes de don Íñigo Fernández de Velasco, condestable de Castilla, había comenzado el ataque con mucho aparato de cañones y apoyo desde el mar para cerrar el paso a las barcazas que llevaban provisiones a los sitiados. Estos ya no podían esperar el auxilio francés que consideraban su última posibilidad de victoria, pues Francisco I ya tenía perdido su reino a manos del duque de Borbón, de los ingleses y de los suizos y borgoñeses aliados del emperador.
En Pamplona la opinión estaba dividida. Unos consideraban a los navarros sitiados rebeldes que debían rendirse y acatar el poder de España. Otros los veían como héroes leales que reñían la última batalla por la libertad de Navarra.
Doña María de Azpilcueta rezaba constantemente.
—No pido que ganen esa guerra —les confesaba a sus parientes—. Sólo ruego a Dios para que se apiade de ellos y salven la vida.
Muchos familiares de los sitiados se juntaron para escribir cartas en las que suplicaban a los de Fuenterrabía que capitularan honrosamente para acogerse a la benevolencia del emperador. De entre ellos, destacaba el doctor don Martín de Azpilcueta, que les declaraba que Francia iba a la ruina y que lo más provechoso para Navarra sería empezar a mirar para España. También algunos renombrados clérigos les enviaron amonestaciones para recomendarles la conveniencia de rendirse y ofrecerse al servicio del poderoso Carlos V.