Estos consejos y las generosas condiciones de capitulación que les ofreció el condestable terminaron haciendo recapacitar a los bravos navarros. Salieron del fuerte y se reunieron secretamente con el mando de los sitiadores. Se les prometió amnistía y la devolución de títulos, posesiones y honra si regresaban a Navarra y juraban fidelidad al emperador Carlos. Ahora debían decidir.
22 de febrero de 1524
El miércoles de ceniza de aquel año, cuando aún la familia vivía en la incertidumbre acerca de lo que había de ser de Miguel y Juan, vino a casa de los Jassu el anciano tío don Pedro de Atondo, canónigo de la catedral de Pamplona. Era este sabio clérigo un hombre de pequeña estatura, reservado y silencioso, que había sido gran amigo y buen consejero del padre de Francés. Con mucha frecuencia, visitaba el castillo de Xavier cuando aún era párroco de Cemboráin y vivía el doctor don Juan de Jassu. Como solía ser esto en verano, se pasaba las horas en lo alto de la muralla, entregado a la lectura de algún libro, a la sombra de la torre de San Miguel. Llegada la noche, se sentaba junto a la chimenea y sólo entonces hablaba largamente. Contaba historias del pasado con mucha elocuencia; cosas que ya todo el mundo tenía olvidadas. Entre otros hechos, solía narrar el asalto a Pamplona de 1471, cuando su padre abrió secretamente las puertas de la ciudad, con mucho peligro de su vida, para que entrase la gobernadora doña Leonor; lo cual le valió la recompensa de poner en su escudo las cadenas de Navarra en oro sobre campo rojo. También contaba antiguas leyendas e historias de los tiempos en los que los moros vivían todavía en los valles.
Doña María y el anciano canónigo se sentaron la una frente al otro, con gesto grave ambos, en la pequeña sala donde se hacía la vida familiar.
—Señor tío, ¿qué piensa vuestra reverencia de todo esto? —le preguntó ella con preocupación.
—¿Te refieres a los de Fuenterrabía?
—Sí. No llegan noticias. Nadie nos dice nada.
—Capitularán, hija —afirmó él, paternalmente—. No dudes de ello. Las condiciones son generosas y ¿qué otra cosa pueden hacer? Francia les ha faltado, no tienen víveres…
Francés estaba de pie junto a la ventana. Escuchaba atentamente las palabras que don Pedro de Atondo pronunciaba con lentitud y exquisita pronunciación de hombre cultivado. El viejo canónigo le traía recuerdos de la infancia; de su padre y de sus hermanos, cuando toda la familia se reunía en Navidad en torno a la mesa; de aquellos tiempos que, a pesar de sus dieciocho años, les parecían muy lejanos, cuando vivía su padre.
—También podrían huir por mar —observó el joven—, a Francia; donde hay mucha gente leal a Navarra dispuesta a seguirles. Desde allí, si envían mensajeros, se les unirán todos los de aquí que esperan la ocasión de levantarse contra Castilla.
El clérigo miró a su sobrino con circunspección. Permaneció un momento en silencio, tal vez meditando en las razones de Francés; o en el asombro que le producía ver cómo había madurado aquel niño que vio por última vez nueve años atrás.
—Eso ya no tiene razón de ser —sentenció—. Hay ahora en las costas francesas más navíos leales a Carlos V que a Francisco I.
—Entonces, ¿qué va a ser de nosotros? —repuso el joven—. ¿Hemos de resignarnos ya para siempre a ser de Castilla?
—Visto de esa manera, es ciertamente un duro agravio a nuestra patria. Mas, ante lo inevitable, hay que alzar la cabeza y mirar al futuro con largueza. Ya hay muchos que consideran el asunto desde otra perspectiva: a fin de cuentas, no pertenecemos a Castilla, sino al mayor imperio cristiano que ha habido en el orbe. ¿Quién conoce los designios de Dios? Quizás quiere Él extender su fe sirviéndose del reinado de Carlos. Parece ser que el santo papa de Roma hoy no duda de que eso ha de reportar beneficios sin cuento a la causa de Nuestro Señor Jesucristo. Los herejes proliferan en Europa y, si no se les pone coto inmediatamente, el demonio se servirá de ellos para sembrar su cizaña. La unidad de los católicos es hoy muy necesaria.
Ante la elocuencia de su anciano tío, Francés quedó desconcertado por un momento. Pero enseguida encontró palabras para responder a tanta sapiencia.
—También se sirve el demonio de la codicia de los poderosos —replicó—. Y Castilla siempre ha ambicionado Navarra.
—Lo mismo que Francia —respondió don Pedro alzando el dedo índice—. Eso no ha de olvidarse nunca. Tan poderoso quería ser Francisco I como su aborrecido Carlos V.
—Dejemos esto, por caridad —terció doña María llevándose la mano a la frente, en gesto de fatiga—. Me cansa ya este asunto. Llevo años escuchando las mismas cosas. Es una cuestión tan dificultosa y enrevesada que sólo Dios puede resolverla.
—Bien dices, querida sobrina —dijo el canónigo—. Encomendémonos al Todopoderoso y dejemos en sus manos aquello que está fuera del alcance de nuestras pobres voluntades. ¡Que todo sea para bien suyo! Recemos —pidió levantándose del sillón y santiguándose.
Se puso en pie doña María y su hijo Francés bajó la cabeza en señal de recogimiento. Inició entonces el clérigo el padrenuestro, al que siguieron el avemaría y el gloria. Terminando el rezo, dijo:
—En fin, ahora, encomendados al poder que todo lo puede, vayamos a lo que nos trae. Veo que el benjamín de Xavier es ya todo un hombre. Me dices, querida sobrina, que habéis acordado prudentemente que este apuesto e inteligente jovencito reciba la tonsura e ingrese clérigo. ¿Lo habéis meditado bien?
—Sí, señor tío —respondió la madre—. Ya le dije a vuestra reverencia que, en estos malos tiempos, no veo nada oportuno que este hijo mío siga el camino de sus hermanos. Deseo que estudie, como su padre y su tío Martín, como vuestra reverencia. Cuando alcance el título, si Dios lo quiere, que decida él lo que ha de ser de su vida. Mas no ha de quedarme a mí el remordimiento de no haberle dado esa oportunidad. En el señorío, ya sabe vuestra reverencia lo que hay. Ya no es como antes; ahora la honra de los de Xavier no se mira como antaño. No, no quiero para él esa vida. ¡Ya hemos sufrido nosotros bastante!
—Bien dices, sobrina. El conocimiento es luz. El estudio te dará una justa visión de las cosas, una aproximación a la verdad, muchacho —le dijo a Francés, poniéndole paternalmente la mano en el hombro—. Hay para quien bastan las cuatro reglas; pero, en el estado eclesiástico, una buena formación lo es todo. ¿Comprendes?
El joven manifestó su conformidad con una sonrisa.
—¡Así me gusta, Francés de Jassu! —exclamó su tío, dándole unas suaves y cariñosas palmaditas en el rostro—. Estudiarás como tu padre y darás a los de Xavier la honra que se merecen. Sólo la sabiduría habrá de redimirnos de tantos desastres. ¿Estás de acuerdo, muchacho?
—Sí, señor.
—Eso mismo pienso yo —afirmó la madre—. Aquí, en Pamplona, lejos de todo aquello, ha de forjarse una vida diferente y hará mucho bien. Eso creo.
—Sí, querida hija —observó el canónigo—. Mas esa nueva vida que dices debe hacerse lejos. No aquí, donde al fin y al cabo se las verá con los mismos problemas por causa de su apellido. ¡Que vaya lejos! ¡A París! —exclamó alzando las manos—. Allá hay una Universidad que es hoy la mayor joya de conocimientos. En esa ciudad, lejos de Navarra, lejos de todo esto, verá con claridad las cosas y se hará el hombre justo y sabio que deseamos para él.
—¿A París? —dijo doña María abriendo unos sorprendidos ojos.
—Sí, hija mía, a París. Una vez fuera de casa, ¿qué más da acá o allá?
—Pero… —observó ella—, ¿cómo ha de organizarse eso? No conocemos a nadie en París.
—Déjalo de mi cuenta, sobrina. Yo redactaré las cartas que hay que enviar y me encargaré de buscarle allá un buen lugar. Ahora lo importante es que reciba la tonsura y para eso hay que ir a hablar con el señor obispo de Pamplona.
—¿Y cuándo ha de marchar?
—Cuanto antes. Mirad, estamos en Cuaresma. En ese tiempo se celebran las ceremonias de tonsura, todos los sábados, en la catedral. Visitemos al obispo y puedes estar segura de que nos ayudará. Él comprenderá nuestras razones. Además, ¿va a ponernos pegas a los de Xavier?
—¿Y los gastos? —observó doña María—. París está lejos y…
—¡Ca! —contestó don Pedro—. No será tanto como puede parecerte. Hoy no es como antes. Hay colegios donde residen los estudiantes y se les da de todo; cama, comida y libros por muy poco. Sólo necesitará llevarse un criado, si acaso, para que le acompañe en el viaje y para que le tengan en consideración como a lo que es: un señor de renombrado apellido.
Navarra, Pamplona, 8 de abril de 1524
Era un sábado lluvioso de primavera. La catedral olía a humedad, a cera e incienso. A pesar de estar abarrotada de gente, conservaba todavía el frío ambiente del invierno. La familia de Francés de Jassu ocupaba un lugar principal en el lado derecho, muy cerca del presbiterio. El joven hijo de doña María de Azpilcueta estaba en el centro, frente al altar mayor, vestido con negra sotana.
El obispo avanzó con pasos lentos y trabajosos desde la sede, apoyándose en el báculo. El deán pronunció las palabras que invocaban al Espíritu Santo para pedirle la gracia de que el aspirante a clérigo conservase habitum religionis in perpetuum. Después otro clérigo le cortó un mechón de cabellos de la coronilla en forma de cruz. Entonces la escolanía cantó la estrofa:
Dominus pars haereditatis meae
…
(El Señor es la parte de mi herencia…)
Cuando terminó el canto, el obispo recibió los cabellos en señal de que aceptaba al nuevo clérigo a su servicio. Después de lo cual el canónigo don Pedro de Atondo se aproximó a su sobrino y le ayudó a vestirse el alba, mientras se decía la fórmula:
Induat te Dominus novum hominem
…
14 de mayo de 1524
Francés recibía lecciones en un caserón próximo a la catedral. Acudía cada día de madrugada y salía a última hora de la tarde. Perfeccionaba el latín, la gramática y la retórica que habría de necesitar el año próximo en París. Los clérigos que se encargaban de impartir las clases tenían ciertas deferencias con él, en atención a la familia a la que pertenecía, como dejarle la tarde de los jueves libre para que acudiera al otro lado de la muralla a participar en el tradicional juego de pelota. Esto le ayudaba a evadirse de la rutina y de la tensión a que se veía sometido por tener que recuperar los conocimientos que no había recibido en algunos meses.
El domingo acudía a ayudar como acólito a la misa que celebraba su tío don Pedro de Atondo a las seis de la mañana. Después desayunaban juncos y el joven iba luego a dar un paseo por la ciudad.
Las casas eran hermosas; algunas, verdaderos palacios con grandes puertas, balcones amplios y altas galerías con arcadas en el segundo piso. En todas partes se veían ostentosos escudos de piedra blanca, y en las ventanas sobresalían las orlas esculpidas con filigranas y complicadas formas de cordones y enramadas. Las puertas de las casas se iban abriendo con la primera luz del día y salían distinguidos caballeros y damas con sus familias, camino de la iglesia. Las campanas llamaban a misa aquí o allá. Pasaban muchos curas por las callejuelas, viejas con sus mantillas y tropeles bulliciosos de niños que iban a recibir la doctrina.
Más tarde comenzaba a hacer calor. Entonces se abrían los espaciosos portones de las tabernas y entraban los hombres a beber y a hablar en voz alta, bullangueros, festivos. A Francés le llegaba el aroma del vino y le daban ganas de unirse a aquellos paisanos para adherirse a las conversaciones bravuconas que trataban de los asuntos del reino, de la guerra y de las conspiraciones. Pero se contenía, por obedecer a los deseos de la madre. A pesar de las trifulcas políticas, la vida en Pamplona era alegre.
Uno de aquellos domingos de mayo, cuando el joven acababa de desayunar con su tío e iba a dar el paseo, le pareció escuchar alboroto de gente en una de las plazuelas del barrio viejo. Fue allá llevado por su curiosidad y vio que una multitud se encaminaba por una de las calles principales con aire exaltado, profiriendo gritos y vivas. Al aproximarse más, escuchó lo que decían y le dio un vuelco el corazón.
—¡Los de Fuenterrabía vienen ya! ¡Han salido los de Fuenterrabía! ¡Viva Navarra!
Francés sujetó por el brazo a un muchacho y le preguntó:
—Pues, ¿qué pasa?
—Pasa que la gente navarra ha capitulado en Fuenterrabía y vienen para acá por el arrabal, camino de la catedral.
Francés se unió a aquel gentío y fue a ver, lleno de emoción, si sus hermanos estaban también.
—¿Sabes si viene con ellos el señor de Xavier? —le preguntó al muchacho.
—No sé decirle a vuesa merced. Pero corre por ahí que se han salvado todos. Que vienen con honra y con sus armas, no como vencidos, sino con las cabezas bien altas, pues les han respetado sus títulos y privilegios a los que los tienen, y a los que no, les dejan ir sin cárcel siquiera. ¡Viva Navarra!
En la puerta de la muralla una gran muchedumbre se apretujaba vociferando. Llegaban hombres a caballo y a pie, con armas, como había dicho el muchacho. La gente se abrazaba al encontrarse, lloraban, reían, aplaudían, cantaban y proferían vítores. Francés se preguntó cuáles de aquellos aguerridos soldados serían sus hermanos Miguel y Juan. No podía reconocerlos, puesto que partieron a la guerra hacía más de ocho años. Estaba nervioso, presa de una gran ansiedad, mientras se abría paso por medio de aquel jaleo de personas y caballerías.
—Eh, soldado —le preguntó a uno de los recién llegados—, ¿están con vosotros don Miguel y don Juan de Jassu, los de Xavier?
—Ha tiempo que llegaron —contestó el soldado—. Iban por delante, con don Pedro de Navarra y toda la oficialía. Ya estuvieron en la catedral para dar gracias a Santa María la Real y recibir las bendiciones del obispo. Andarán camino de sus casas.
A todo correr, Francés se encaminó hacia la rúa Mayor. Se cruzaba con mucha gente que venía en dirección a la catedral. Otros iban en su mismo sentido. Había numerosos soldados en las calles; hombres desarrapados, sucios y con aspecto de estar muy fatigados. Algunos grupos iban cantando canciones patrióticas; sonaban las cajas militares, los pífanos y las flautas.
El joven llegó frente al umbral de la casa presa de una gran agitación. La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvo durante un momento para calmar el resuello. Escuchó entonces las voces alegres que salían del interior. Presintió que sus hermanos estaban allí.