París, 6 de enero de 1526
Durante las vacaciones de Navidad, que duraban desde mediados de diciembre hasta la Epifanía, los estudiantes estaban ávidos de fiestas. Seguramente porque les faltaron aquel año los tradicionales jolgorios universitarios a causa de la prohibición del Parlamento. Solían representarse comedias en el patio de los colegios y el día de Reyes, cada año, tenía lugar el más esperado acontecimiento: la entronización del Roi de la Feve. Reunía este evento a una multitud enfervorizada que elegía y coronaba con todo aparato al que desde ese momento sería el Rey de la Haba, un estudiante que era revestido con un manto, corona y cetro, al que se rendía irónica pleitesía con discursos de alabanza, postraciones y cómicos regalos. Como quiera que las mascaradas y bufonadas no podían hacerse en los recintos oficiales de los colegios, los jóvenes fueron a montarse la fiesta por su cuenta, en una concurrida taberna que contaba con un patio suficientemente grande para reunir a tanta gente.
Como solía suceder cuando se juntaba todo aquel mocerío fanfarrón y bullanguero, la cosa derivó finalmente en una pelea entre alumnos de los diversos colegios. Los del Santa Bárbara, a quienes llamaban «barbistas», rivalizaban con los colegiales del Monteagudo, apodados «capettos» por su uniforme de color pardo. La disputa entre ambos venía de largo, sobre todo a causa de las aguas sucias que dejaban correr los segundos por la calle que discurría entre ambos colegios, la rué des Chiens. Unos y otros se rompían a pedradas las ventanas de vez en cuando y tenía que acudir la autoridad para atender las denuncias de los superiores.
Para Francés de Jassu, a sus diecinueve años, estas contiendas estudiantiles constituían una oportunidad inmejorable para resarcir su temperamento, de natural combativo, de la contención a la que le había sometido su madre en Navarra. De manera que no tardó en unirse a sus camaradas barbistas para ir a dar guerra el célebre día de Reyes que tenía echado a las calles al febril estudiantado.
Hecho a vivir en París y acomodado en el colegio, derrochaba energía y simpatía, merced a lo cual capitaneaba ya a una tropilla que no perdía ocasión para salir a divertirse y que no desdeñaba acabar a golpe limpio con los enemigos capettos.
Varios reyes de la haba habían sido coronados en las diversas tabernas. El del Santa Bárbara, en el local que llamaban La Fleur Rouge, pegado a la muralla y en las proximidades de la vieja iglesia de Saint-Étienne-des-Grés. En la inmensa estancia principal de la taberna, se habían apartado las mesas y los estudiantes se apelotonaban en una masa vociferante que, eufórica, vitoreaba a su «monarca». El Rey de la Haba barbista estaba sentado en un sillón a modo de trono, en lo alto de un enorme tonel, coronado con una especie de mitra con orejas de asno y sosteniendo en la mano los huesos pelados de una pata de cerdo, con su pezuña negra.
—Vive le Roí de la Féve! —gritaba un mocetón que ejercía de maestro de ceremonias.
—Vive! —coreaban al unísono los jóvenes.
En medio de la mugre, el humo de las cocinas y el ambiente húmedo y cargado de la taberna, el vino corría a raudales en grandes jarras que pasaban de mano en mano. Se cantaban canciones obscenas, se interpretaban bufonadas sarcásticas y se recitaban poemarios punzantes en los que no se dejaba títere con cabeza en el mundo universitario conocido por todos los presentes. Cuando llegó la hora de los discursos, el retórico escogido para la ocasión estaba tan borracho que no daba pie con bola en lo que trataba de decir, sólo emitía torpes balbuceos.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!… —gritaba la masa enfurecida.
De repente, empezó a percibirse un mefítico hedor en toda la taberna. Los jóvenes, con gestos asqueados, miraban en todas direcciones tratando de descubrir de dónde procedía el nauseabundo aire, impregnado de tan fuerte olor, capaz de descollar sobre la ya de por sí viciada atmósfera del local.
Viose que los que estaban más próximos a la puerta se removían, y pronto se advirtió que tenían las capas manchadas con una especie de papilla oscura.
—
Merde! C’est merde
!
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Es mierda! —secundaron los de lengua española al descubrir la repugnante sustancia sobre sus cabezas y sus ropas.
Entonces reparó la concurrencia en que entraban volando por la puerta y las ventanas envoltorios de trapos que se abrían al chocar contra las paredes, distribuyendo salpicaduras de una hedionda masa de excrementos y putrefactas sustancias que caían sobre el gentío.
—¡Son ellos! ¡Los putos capettos! —rugieron los barbistas—. ¡Todo el mundo afuera! ¡A por ellos!…
Salió la turba furiosa a la calle. Los colegiales del Monteagudo iban llevando a hombros a su Rey de la Haba. Inevitablemente, se formó una pelea. El aire se llenó de piedras y chocaron ambos tropeles de jóvenes en un duro combate de puñetazos y patadas. Duró el enfrentamiento el tiempo que tardó en llegar un buen destacamento de la guardia de la ciudad y empezó a repartir mamporros con sus recios bastones a diestro y siniestro. Los tropeles de muchachos corrían despavoridos. La masa se movía en oleadas; ora se juntaban formando estampida en la que muchos caían al suelo y eran pisoteados, ora se deshacía y desaparecían los estudiantes huidos de los guardias por el laberinto de callejuelas que empezaban a quedarse a oscuras a esa hora de la tarde, cuando la luz crepuscular decrecía.
—Arrêtez-vous, au nom du roi! —gritaban los oficiales detrás de los jóvenes alborotadores—. Arrêtez-vous!…
Como solía suceder, dieron alcance a los más borrachos, que se quedaban rezagados o que yacían en cualquier callejón sin poder moverse. Esos infortunados irían a dar con sus desmadejados cuerpos en las frías mazmorras de la temida cárcel de los estudiantes. Allí les aguardaba una buena tanda de azotes y varios días a pan y agua. Después, devueltos a sus colegios, tendrían que soportar aún un castigo más: la salle, que era otra pública azotaina en el patio central, en presencia de todos los compañeros, propinada con varas en nombre del principal. Se reservaba este vergonzante escarmiento en todos los colegios para quienes desobedecían las reglas de la casa o cometían faltas graves.
Como Francés gozaba de ágiles piernas, pudo escapar sin demasiado esfuerzo de los guardias y, más tarde, cuando las aguas volvieron a su cauce, proseguir la fiesta en el reservado interior de la taberna del Poisson, donde se refrescaba la reseca garganta con un buen vaso de vino. Con él, varios camaradas disfrutaban recordando el suceso, felices por haber escapado sanos y salvos del trance.
A la luz de los candiles, bajo el sopor de la bebida y secándose las ropas junto a un enorme leño que ardía en la chimenea, el joven saboreaba la intensidad de aquella vida despreocupada y alegre. Percibía esa nítida llamada a gozar de los sentidos en la edad en que todo es vehemente, enérgico, sin ataduras, como si la existencia misma fuera a detenerse al día siguiente y hubiera que apurarla al máximo.
París, 26 de septiembre de 1526
A primera hora de la mañana brillaba un sol espléndido sobre París. A pesar de haberse iniciado el otoño con intensas lluvias, a finales de septiembre el cielo estaba intensamente azul y la atmósfera era transparente. Un nutrido grupo de jóvenes estudiantes del colegio de Santa Bárbara pasaban alegres bajo el arco de una de las puertas de la muralla, la que llamaban de Saint-Germain. Cruzaron el arrabal y encaminaron sus pasos en dirección a un enorme y noble edificio rodeado de muros, fosos y torres albarranas: la gran abadía de Saint-Germain-desPrés. Rodearon el robusto complejo monacal que formaba de por sí una pequeña ciudad y, por una vereda que discurría por en medio de un pequeño bosque, hacia el este, no tardaron en llegar a la extensa pradera que se alargaba siguiendo el curso del Sena; la que llamaban el pré aux Clercs.
—Hace un buen día —comentó uno de los jóvenes—. La hierba ha crecido y el suelo no está encharcado.
—Sí —dijo otro de ellos—. Serán unos magníficos juegos.
—¡Hemos de ganar! —exclamó un tercero—. ¡Santa Bárbara ganará!
A esa hora de la mañana, la gran pradera, muy verde, estaba llena de estudiantes que se reunían allí para los tradicionales juegos de San Remigio, la competición deportiva que, durante tres días, tendría muy ocupados a todos los estudiantes, antes del comienzo del curso.
Era creencia generalizada en París que el pré aux Clercs pertenecía a la Universidad por donación de Carlomagno, para recreo de los estudiantes. En este precioso lugar, junto a la orilla del río, se ejercitaban todos los martes y jueves los jóvenes en carreras, saltos, esgrima, lanzamiento de jabalina, lanzamiento de pesos y juegos de pelota. Les servía el ejercicio para liberarse del trajín diario y para desfogue de las energías de la mocedad, por lo que era obligada la asistencia al deporte dos veces por semana en todos los colegios.
Pero nunca estaba la pradera más concurrida que en los días previos a la fiesta de San Remigio. Había allí jóvenes representando a los múltiples colegios, alumnos, profesores, bedeles y personal empleado en las diversas tareas de la Universidad. Aunque también destacaba la presencia de muchos desocupados: mercachifles que vendían comida y bebida, individuos en busca de clientes para los burdeles y jugadores que apostaban ruidosamente en las pruebas a favor de este o aquel participante. La visión de tal gentío en la inmensa extensión, despejada de árboles y edificios, resultaba impresionante, con el Sena al fondo, en cuya otra orilla se divisaba la colina de Montmartre, los jardines y tapias del suburbio, los molinos de viento y las torres del Louvre asomando desde detrás de las murallas de la ciudad.
—Allá están los nuestros —señaló uno de los jóvenes.
Los barbistas se agrupaban en torno a la bandera de su colegio, que estaba clavada en el suelo junto al carretón que transportaba el agua y la comida. Los juegos de San Remigio, además de una competición, eran un animado día campestre que se prolongaría hasta la última hora de la tarde.
Al ver llegar al grupo de compañeros entre los que se encontraba Francés de Xavier, los jóvenes colegiales empezaron a aplaudir y vitorear.
—¡Ya llegan los campeones! ¡Viva Santa Bárbara! ¡Viva!
El maestro Thomé de Noix, que se encargaba del entrenamiento y de organizar los turnos y equipos, se puso muy contento al ver a sus atletas. Corrió hacia ellos y les dijo con ansiedad:
—¡Vamos, muchachos, hay que ponerse el cuerpo a tono! Llevamos ya un buen retraso en el calentamiento.
Los jóvenes deportistas se despojaron de sus trajes talares y se vistieron el amplio calzón y la camisa que se usaban para participar con mayor holgura en las diversas pruebas.
—Tú, el navarro —le dijo Thomé de Noix a Francés—, no me defraudes.
Francés esbozó una sonrisa burlona y alzó la cabeza con aire de suficiencia.
—No te apures.
—No te confíes —replicó el maestro—. Mira quién está ahí, donde los capettos.
Miró Francés en la dirección que señalaba Noix y distinguió enseguida la presencia de Charles Zonon, el joven delgado, seco, de piel curtida, que representaba a Monteagudo en las carreras de saltos. Era sin duda el rival más temido por todos los atletas. Pero Francés se mostraba confiado.
—¿No temes a Zonon? —le preguntó Théophil Bactho, un muchacho barbista, dos años menor que Francés, que le admiraba tanto que no se apartaba de él ni un momento.
—No, no le temo —respondió con rotundidad Francés—. Aquí sólo es de temer Ganse, Bertin Ganse; aquel pelirrojo de allí, el que está con los del Boncourt.
Al escucharle decir aquello, los colegiales barbistas miraron en dirección al Sena, en cuya orilla, bajo unos álamos, se agrupaban los pupilos del colegio Boncourt, cuya bandera roja y dorada destacaba al fondo.
—¿Bertin Ganse? ¿Del Boncourt? —observó extrañado Noix, que había escuchado el comentario de Francés—. Es harto pesado. Mira sus piernas demasiado musculosas.
—Por eso le temo —repuso Francés—. Es pura potencia. Zonon es ágil, delgado y firme. Pero los del Monteagudo no están bien alimentados. ¿No veis esas pieles cetrinas, las orejas y las miradas lánguidas propias de gente que hambrea?
Todos se fijaron atentamente en lo que él decía. Comprendían sus razones porque el Monteagudo era un colegio que tenía fama en todo París de matar de hambre a sus estudiantes. Incluso Erasmo de Rotterdam, que fue colegial de esa institución, había ironizado duramente sobre ello en sus escritos.
—Es cierto —afirmó el joven Théophil—. Sus atletas están famélicos.
—En efecto —prosiguió Francés—. En cambio, fijaos ahora en los del Boncourt: son robustos y saludables. Es gente que come carne y buen pan diariamente. A ellos es a quienes debemos temer, no a los capettos, por mal que nos caigan éstos.
Miraron ahora todos hacia donde estaban los alumnos del Boncourt, junto a los álamos, haciendo pequeñas carreras, dando saltos y estirándose para calentar los músculos antes de la prueba. Eran muchachos robustos, bien vestidos con ropas nuevas, que tenían en el semblante otro brillo y alegría, muy diferente al sombrío aspecto de los del Monteagudo.
—¡Ah, Francés de Xavier —exclamó el maestro Noix, dándole a su atleta favorito una cariñosa palmada en la espalda—, no sólo eres el mejor, además eres el más zorro! ¡Ganarás, muchacho; hoy te llevarás la palma!
Sonaron las trompetas llamando a la competición. Un gran murmullo de emoción se extendió por todo el prado. Los maestros colocaron en fila a sus muchachos y comenzaron a desfilar hacia la zona donde estaban señalados los diversos campos para los ejercicios, con vallas, troncos y sogas.
Dieron comienzo los juegos con algunos ejercicios de equitación, la esgrima antigua, la moderna, el tiro con arcos y ballestas y otras artes militares que divertían mucho al público. Los torneos estaban terminantemente prohibidos, pero se permitía la exhibición de las habilidades propias de la guerra, como la demostración de disparos de arcabuces, culebrinas, cañones y tormentarias. En aquellos tiempos, no se comprendía una buena formación universitaria sin ciertos conocimientos sobre el funcionamiento de los ejércitos.
Llegó el momento del juego de pelota en la modalidad de la pala y se iniciaron los reñidos combates de este deporte con gran animación. Como solía suceder, los espectadores se lanzaban al campo de juego y tuvo lugar una feroz riña que originó la suspensión de la prueba con gran disgusto de todo el mundo. Los ánimos no podían estar más caldeados.