Pronto divisó en el horizonte el castillo, la techumbre del caserón familiar y los graneros. Las majadas balaban en los apriscos y algún mastín ladraba ronca y pesadamente. El muchacho iba abstraído sobre el caballo, como envuelto en tanta quietud y con el ánimo pacificado, dejándose llevar por el conocido sendero.
De repente unas voces le hicieron salir de su ensimismamiento. Dos caminantes, charlando en voz alta, iban por delante en la misma dirección y no tardó en darles alcance. Enseguida les reconoció como peregrinos por sus hábitos pardos y por los bordones que portaban en sus manos. Era una imagen frecuente por aquellos senderos. Les saludó:
—¡La paz de Dios, hermanos peregrinos! ¿Adonde van vuesas mercedes?
—Al santo templo del Apóstol, a Compostela. ¿Falta mucho para Sangüesa?
—No, hermanos. Mas ya ven vuestras mercedes que es de noche y se perderán. En aquel castillo pueden hospedarse.
—¿De quién son estas tierras, muchacho?
—Del señor de Xavier, mi hermano. Yo vivo en el castillo y mi señora madre tiene por ley dar posada al peregrino, como Dios manda.
—Pues Dios se lo pagará —respondió uno de los caminantes—. Vamos allá, que necesitamos dar descanso al cuerpo.
—¿Vienen de muy lejos? —preguntó cortésmente el muchacho para darles conversación.
—De Jaca. Ha poco que empezamos el camino. Dios quiera que podamos terminarlo.
—Claro, hermanos; el Apóstol os ha de ayudar a llegar allá —les animó él.
—Dios te oiga, muchacho.
Al aproximarse más al castillo de Xavier, se apreciaba su estado ruinoso, con la torre de San Miguel demolida y todas las defensas, murallas exteriores, matacanes y almenas derruidas. De la fortaleza apenas quedaba en pie el caserón destartalado con unos graneros adosados que doña María de Azpilcueta mandó construir con las piedras resultantes de tanto destrozo.
—¿Hubo aquí guerra? —preguntó uno de los peregrinos al muchacho.
—¿Guerra? ¿Por qué pregunta tal cosa vuestra merced? —contestó muy digno él.
—Parece muy desmochado el castillo —observó el peregrino.
—De puro viejo que es se ha caído —respondió huraño el joven y espoleó al caballo para adelantarse—. ¡Allá les espero, hermanos! Que he de ir a avisar, dado lo tarde que es.
Mientras se acercaba a la puerta principal de su casa, el más pequeño de los Jassu reparaba una vez más, como tantas otras, en el agravio permanente que suponía para él y los suyos el estado lamentable de la que fuera durante siglos la fortaleza orgullosa de sus apellidos. Desde que cinco años antes las tropas del Regente de Aragón atacaran Sangüesa y mandaran desmochar las defensas de los señoríos fieles a los reyes navarros, la imagen del castillo delataba ante todos los que por allí pasaban el humillante castigo sufrido por la rebeldía de sus habitantes. Por eso el muchacho no daba explicaciones a nadie. Que cada cual se hiciese sus propias conjeturas.
En este último lustro habían pasado muchas cosas. Tristes las más de ellas. Tuvieron que huir los hermanos mayores a Francia. Porque don Miguel de Jassu y Azpilcueta, el nuevo señor de Xavier, había hecho público y notorio alineamiento del señorío familiar con el rey don Juan de Albret, no sólo con su juramento formulado en Sangüesa delante de otros caballeros, sino porque había además reunido gentes y armas con los que se pusieron al servicio del levantamiento. Sobrevenido el castigo y abatidas las defensas del castillo, comenzaron las penalidades. Los señores de Xavier tuvieron que renunciar a muchos beneficios. Los rebaños trashumantes que atravesaban sus términos dejaron de pagar la cuota por el pasto que comían: un cordero y cinco sueldos. Tampoco los almadieros querían pagar el derecho de paso de la madera que discurría siguiendo la corriente del río Aragón. Doña María de Azpilcueta, sin poderes ni defensa alguna, veía cómo disminuían los ingresos de su casa merced a la indocilidad de pecheros y vasallos. Comenzó a sentirse crudamente la penuria.
Pero en este corto periodo de cinco años, que a Francés de Jassu Je pareció tan largo por dejar atrás la infancia, sucedieron también muchos cambios en los reinos. Murió el Regente, el cardenal Cisneros. Reinaba ahora en las Españas Carlos V, nieto del rey don Fernando. Murió asimismo el virrey de Aragón, don Alonso. Y también murieron los reyes de Navarra en el exilio francés, dejando como heredero de su perdido reino a su hijo don Enrique de Albret.
Al trocarse de tal manera los poderes y variarse tanto el curso de las cosas, pareció que lo que había sido reciente quedaba pronto lejano en el tiempo. Entonces doña María envió memoriales al nuevo rey don Carlos pidiéndole que resarciera al señorío por todos los daños sufridos en sus posesiones. Reclamó cinco mil ducados por los perjuicios del castillo y el pago de todos los préstamos hechos a los reyes navarros desde los tiempos de los abuelos, así como los servicios que se le debían al doctor don Juan de Jassu. No logró sino silencios.
El señor de Xavier, Miguel de Jassu y Azpilcueta, estuvo durante muchos años lejos del señorío, ya fuera en ultramontes, en Francia, o en Pamplona; siempre alejado de la aldea, sin atreverse a presentarse por miedo a comprometer a la familia. Tampoco Juan de Jassu, el capitán, venía a casa.
Al faltar el mayorazgo, algunos vecinos de Sangüesa se envalentonaron y se apoderaron de las tierras de Xavier. Fueron allá ensoberbecidos, al ver las torres humilladas y por los suelos. Roturaron los campos, se edificaron casas de labranza y se asentaron a sus anchas prohibiendo a los roncaleses que se detuvieran en los prados para apacentar los ganados.
Francés deseaba ser mayor para tomar las armas y poner en su sitio a aquella gente que tanto abatimiento causaba al orgullo del noble nombre de la familia.
Cuando, pasados los años, pareció que todo estaba más calmado, regresó Miguel de Jassu. Con tiento y cuidado, el señor de Xavier intentó ordenar las cosas, pero en Sangüesa las autoridades castellanas se negaban a respetarle muchos de sus derechos.
Navarra, señorío de Xavier, mayo de 1521
Durante semanas, el señor de Xavier, don Miguel de Jassu y Azpilcueta, estuvo más inquieto que nunca. Venían al castillo muchos parientes de las familias de Pamplona, Olloqui y Peña. Celebraban reuniones secretas. Se alteraban, daban voces, se oían fuertes puñetazos en las mesas… También iban a Sangüesa a la caída de la tarde y regresaban al amanecer del día siguiente. A los hermanos mayores de Francés se les veía impacientes, como si se avecinaran acontecimientos graves. La gente estaba en vilo, como años atrás, en 1516, cuando se quiso restaurar a los reyes y sobrevino luego el desastre.
Con doña María los hermanos Jassu se manifestaban esquivos y silenciosos. No le hacían partícipe a la madre de sus conspiraciones. No querían causarle a la pobre mujer mayores penas que las que ya había sufrido. Pero ella les leía los pensamientos. Conocía a sus hijos; sabía de sus peligrosas intenciones.
—¿Qué tramáis? —inquiría—. ¡Decidle a vuestra madre lo que pensáis hacer!
—No, no, no, señora —le respondía Miguel con ternura—. Bastante tiene vuestra merced con lo que ha pasado. Déjenos hacer, que somos hombres y sabemos cuidarnos. No se alarme vuestra merced, que no ha de sucedemos mal alguno.
Ella lloraba amargamente. Detestaba aquellos conflictos que retornaban una y otra vez a turbar la paz de sus vidas. Deseaba ardientemente que pudieran estar tranquilos, sin el sobresalto constante de los asuntos políticos.
—Mirad de no hacer un desatino —les decía a sus hijos—. Acordaos de la otra vez. ¡Por el amor de Dios, dejaos ya de locuras!
—Confíe en nosotros, señora madre —insistía don Miguel—. No sufra vuestra merced, que no se lo merece.
14 de mayo de 1521
Era domingo y estaba a punto de terminar la misa mayor en la parroquia de Xavier. Francés de Jassu ayudaba como monaguillo al vicario, que se disponía a impartir la bendición para despedir a los fieles. Pero antes de que nadie abandonase el templo, debía cantarse la Salve a la Virgen. El muchacho entonaría el canto en solitario, como cada domingo; después se le unirían los clérigos y el pueblo. A un lado, junto al presbiterio, doña María de Azpilcueta esperaba emocionada ese momento, arrodillada en un reclinatorio, como la tía Violante. Detrás de ellos estaban los primos y los criados de mayor confianza. El tío Martín solía situarse en un rincón junto al sepulcro de su esposa, que murió joven, hacía treinta años. La iglesia estaba abarrotada, como era costumbre.
El vicario bendijo y pronunció la frase de despedida: «Ite missa est». En ese momento sonó un fuerte estampido en el exterior que retumbó en la bóveda. Lodo el mundo dio un respingo y comenzaron a mirarse unos a otros extrañados. Se oían voces, alboroto de gente y pisadas de caballería afuera en la calle. Dentro de la iglesia se inició un murmullo de conversaciones en voz baja.
Francés miró al vicario, sin saber qué hacer.
—Vamos, vamos, la Salve, ¿a qué esperas? —le apremió el clérigo.
El muchacho inició el canto como si nada pasara y los sacerdotes le siguieron. Los fieles se unieron sin demasiado entusiasmo, como despistados a causa de la inquietud causada por los ruidos del exterior.
Concluida la plegaria, se abrieron las puertas y la concurrencia se precipitó al exterior llevada por su curiosidad. Entonces se incrementó el alboroto. Se escuchaban voces exaltadas, vivas y aplausos. También el redoble de tambores que se iba intensificando.
—¡Dios Bendito, qué pasará ahí fuera! —exclamó el vicario cuando iba camino de la sacristía con los acólitos.
Francés se sacó el roquete y la sotana de un tirón, deseoso de ir a ver.
—¡Eh, adonde vas tú! —le recriminó el vicario—. Hay que apagar las velas y recoger todo.
Pero el muchacho estaba tan nervioso que no podía contenerse. Salió a todo correr por la nave del templo.
—¡Eh, Francés! ¡Quieto ahí, Francés de Jassu! —le gritaba el clérigo.
Doña María de Azpilcueta seguía arrodillada, como si estuviera ajena a lo que sucedía.
—¡Señora, llame vuestra merced a su hijo! —le dijo el vicario.
Pero ella ni siquiera le miró. Tenía los labios temblorosos y una mirada llorosa perdida en la imagen de la Virgen que presidía el altar mayor.
Afuera hacía un día de brillante sol. La pequeña plaza que se extendía delante de la parroquia rebosaba. La gente había salido de la misa y se había unido a un nutrido grupo de forasteros recién llegados, formando todos una turba vociferante, enloquecida, que vitoreaba y coreaba conocidas frases patrióticas. En el centro se veían caballeros armados, sobre sus monturas, y muchos hombres de a pie en fila, con arcabuces, rodelas y lanzas. De vez en cuando, estallaba en el aire algún disparo y las mujeres gritaban aterrorizadas. Las palomas de un cercano palomar se habían asustado y volaban en desbandada por el cielo azul junto a una nube de golondrinas.
Francés vio a sus hermanos, a caballo, formando parte de la hueste. La gente les aplaudía y aclamaba entusiasmada.
—¡Viva el único rey de Navarra! —gritó don Miguel de Jassu y Azpilcueta con una recia voz.
—¡Viva! —coreó el gentío.
—¡Viva don Enrique de Albret!
—¡Viva!
—¡Viva don Enrique II de Navarra! ¡Viva el rey! ¡Viva Navarra!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Francés sintió que le hervía la sangre en las venas. Se sentía emocionado por ver a sus hermanos, parientes y amigos tan exaltados; dispuestos a defender leal y valientemente a quienes consideraban sus legítimos reyes. Gritaba como el que más; coreaba los vivas y se unía a sus paisanos para cantar las coplas patrióticas cine todo el mundo conocía. Los jóvenes, los muchachos de su edad y aun los niños participaban del jaleo como si se tratara de una fiesta.
El menor de los Jassu corrió a por su caballo y quiso unirse a la banda armada que tan resuelta estaba a reconquistar el reino. Pero doña María se enfureció y fue a apartar a Francés de todo aquel lío. Reprendió a Miguel y a Juan, echándoles en cara que iban a perderse y que perderían también al pequeño metiéndolo en sus peligrosas empresas.
Miguel entonces le dijo al muchacho:
—Anda, vete a casa, que no tienes edad.
—Pero… ¡tengo quince! Ahí hay gente menor que yo…
—¡He dicho que obedezcas a nuestra señora madre! ¡Esto es cosa de hombres!
Francés los vio partir muy animosos, por el camino de Yesa, dando vítores y enarbolando banderas.
—¡Viva don Enrique II! ¡Viva el rey de Navarra! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!…
Durante las semanas siguientes llegaron noticias alarmantes que pusieron en vilo a la familia. Don Miguel y don Juan de Jassu reclutaron gente por los alrededores y compusieron una hueste para unirse al mariscal de Navarra e iniciar la revuelta.
Por otra parte, se supo que en Castilla se habían alzado numerosos nobles, clero y pueblo en contra del rey Carlos V, temerosos de que la autoridad del emperador, representada por los corregidores, terminara con sus privilegios en las Cortes castellanas. El descontento y la indignación cundían en todas partes, pues se temía la rapacería de los consejeros borgoñones y Castilla se resistía a aceptar un rey extranjero. La insurrección había comenzado a gestarse en las Cortes de Valladolid y estalló luego en Toledo, en Segovia y en el resto del reino, constituyéndose una Junta Santa dispuesta a tomar las armas.
En Navarra estas nuevas sembraron muchas esperanzas. La gente estaba de gorja. Pero las cosas se pusieron mucho más serias cuando se conoció la noticia de que el rey Enrique de Albret venía por ultrapuertos ayudado por Francia para recuperar el reino, aprovechando que Carlos V partía para coronarse en Roma emperador del Sacro Imperio. Decían que el joven rey navarro venía con su enorme ejército de franceses, al que se unieron los roncaleses y mucha gente de la baja Navarra. En Pamplona fue saqueado el palacio del virrey y arrastrado por las calles el escudo de los Austrias. El 19 de mayo los regidores de la ciudad prestaron juramento al rey Enrique II y lo mismo hicieron muchas autoridades, nobleza y clero en numerosas ciudades. El mariscal don Pedro de Navarra capitaneó el alzamiento en la merindad de Olite; les siguió Tudela con don Antonio de Peralta a la cabeza y en Estella capituló la fortaleza donde se hacía fuerte la guarnición española. Se decía que el levantamiento era ya general y que no sólo los agramonteses estaban en la causa, sino que muchos beamonteses también se unían.