Al pequeño Francés, este día, los esqueletos de las paredes de la capilla no le producían ni miedo ni risa. En la tierna mente del niño se representaban ahora rotundos, victoriosos, sobre el oscuro agujero que se veía abierto junto al altar mayor; donde, bajo pétrea lápida, iban a quedar cerrados y sellados los huesos de don Juan de Jassu.
Navarra, señorío de Xavier, 12 de mayo de 1516
El vicario dictaba con voz monótona e insistente, repetía cada palabra del aburridísimo texto latino. Francés escribía en su tablilla frases que apenas entendía:
Crucem videntes, unctionem non videntes
…
Afuera hacía un precioso día de primavera. La puerta del patio estaba abierta y se filtraba la luz brillante que bañaba la hierba verde y los arbustos recién brotados. Se escuchaba un tenue zumbido de abejas y el gorjeo constante y entrelazado de multitud de pájaros en la arboleda que había más allá de la Abadía. Nada invitaba a sentirse preso de aquellas cuatro paredes, ni a estar pendiente del monocorde dictar de un maestro tristón. El alma de Francés se iba a las nubes. Pensaba en las palomas que acudían a esa hora a la ribera y en los patos que se reunían más allá del molino. Soñaba despierto con echar a volar su halcón desde algún cerro y verlo como una centella para hacer presa en una perdiz. Escuchaba las voces lejanas de los niños en el prado, el campaneo de los rebaños, el rumor de las golondrinas, el chirriar de las ruedas de las carretas, el golpeteo de los cascos de alguna bestia en el empedrado que se extendía junto a la fuente… La vida se desenvolvía en el exterior con todas las actividades que mandaba el mes de mayo.
—¡Francés de Jassu! —gritó de repente el vicario—. ¡Estás en babia!
El niño se sobresaltó y salió de su ensimismamiento. Atemorizado, miró al maestro con sus enormes ojos.
—A ver, ¿qué he dicho? —le preguntó el vicario—. Repite la última frase.
Francés miró su tablilla y apuntó con su pequeño y delgado dedo índice a lo último que había escrito antes de abstraerse en sus pensamientos.
—
Crucem… Crucem videm… videntes
…
—¡Qué! —exclamó el clérigo rojo de rabia—. ¡En la inopia! Lo que yo digo: ¡en babia! ¿Se puede saber qué te pasa, señor Francés de Jassu? ¿Habré de hablar con tu señora madre y decirle que no prestas atención?
El niño negó con la cabeza muy expresivamente y enseguida puso gesto de estar muy atento.
—Crucem videntes, unctionem non videntes —repitió el maestro lentamente—. Crucem videntes, unctionem non videntes. Es una frase de san Bernardo de Claraval. Es decir, de sancti Bernardi Claravallensis, sancti Ber-nar-di. ¿Comprendes? Sanc-ti Ber-nar-di. ¿Sabes lo que quiere decir?
—No, señor vicario —negó el niño.
—¡Ah, cómo habías de saberlo, criatura! ¡Qué pasará por esa cabecita, Dios bendito! Pues verás: crucem videntes, unctionem non videntes quiere decir que…
En esto se escuchó en el exterior el alboroto de algunas voces. Siguió el grito de una mujer y el estruendo de numerosos pasos.
—¡Oh, cielos! —rugió el maestro—. ¿No se podrá callar esa gente inculta? ¡Aquí no hay quien se entere!
De repente, irrumpió en la estancia uno de los clérigos beneficiados de la Abadía.
—¡Señor vicario —dijo nervioso—, vienen soldados por el camino de Sangüesa!
—¿Soldados? —exclamó el vicario.
—Soldados de Castilla —explicó el clérigo—. Gente de armas del Regente, según dicen. Unos labradores vinieron a dar aviso al castillo y la señora manda que se recoja todo el mundo en la iglesia.
—¡Virgen María, válenos! —rezó el vicario—. ¡Soldados del Regente! ¡Soldados de Aragón!
Salieron apresuradamente y fueron a la iglesia, obedeciendo el mandato de doña María de Azpilcueta, señora de Xavier, viuda de don Juan de Jassu. En el interior del templo se encontraron a mucha gente reunida en torno al altar mayor. Otros entraban en ese momento.
—¿Por dónde vienen los soldados? —preguntó alguien.
—Están muy cerca —explicó uno de los pastores—. A las puertas mismas de Sangüesa.
El pequeño Francés sabía muy bien lo que aquello significaba para su familia. El momento temido había llegado. Durante meses venía escuchando las conversaciones en casa. Todo eran dificultades desde que la hueste del rey de Castilla ocupó Navarra. En medio de grandes disgustos y apenado por muchas traiciones murió el doctor don Juan de Jassu.
A finales de enero se supo en Xavier una noticia que llenó de esperanzas a muchos navarros. El rey don Fernando, el invasor, había muerto cerca de Cáceres. Era llegado el momento de expulsar a los castellanos usurpadores. El rey don Juan de Albret regresaba de Francia para reconquistar el reino. Muchos nobles, importantes caballeros, eclesiásticos y burgueses se reunieron en la conspiración agramontesa para recuperar el trono de don Juan y doña Catalina.
A Xavier llegaron noticias que pusieron nervioso a todo el mundo. Enterados de que las tropas leales al rey navarro venían descendiendo incontenibles hacia el sur, los tíos y hermanos de Francés estaban exaltados. La gente se echaba a las montañas llevándose todas las armas que había en las casas. Miguel y Juan de Jassu juntaron a un puñado de vasallos y se unieron a la gente de Sangüesa para ir a engrosar el ejército de los reyes. Doña María de Azpilcueta estaba muy asustada al ver a sus hijos en pos de la guerra. Su esposo había sido un hombre pacífico, un doctor en Decretos, un hombre de toga, un diplomático acostumbrado a solucionar las cosas mediante las leyes y las hábiles palabras de concierto. Mas sus hijos estaban arrebatados por la furia patria. Se sentían llamados a defender lealmente a sus reyes y, como a tanta gente brava de Navarra, nada podía apaciguarlos. Allá iban a unirse a las viejas banderas.
El regente de Aragón era el arzobispo de Zaragoza, don Alonso, hijo natural del rey Fernando, y no estaba dispuesto a consentir que Navarra se le subiera a las barbas recién muerto su augusto padre. Reunió a las huestes castellanas y aragonesas con Tarazona y puso rumbo a Pamplona ni corto ni perezoso, al frente de treinta mil hombres bien armados y ansiosos de botín de guerra. En Xavier sabían muy bien el peligro que se avecinaba.
—No hemos hecho nada malo —decía entre sollozos doña María de Azpilcueta—. Somos gente cristiana y honrada que ha servido siempre a la Santa Iglesia lo mejor que ha podido. ¿Por qué hemos de huir?
En la sala grande del palacio nuevo, dentro del castillo, estaban reunidas más de medio centenar de personas: los habitantes de la fortaleza, el vicario, los clérigos, los administradores, los molineros, los salineros, el jefe de los almadieros y los hidalgos del señorío; abuelos, padres e hijos, todos con semblante grave, muy preocupados. Francés, con el mismo temor que los demás, escuchaba muy atento las conversaciones de sus mayores.
—Si asedian la fortaleza no podremos resistir ni un día —dijo circunspecto el tío don Martín de Azpilcueta, hermano de su madre.
—¿Asediar la fortaleza? —exclamó doña María—. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho? Somos gente de orden. Mi señor marido sirvió al rey don Fernando hasta su muerte. ¡Nos deben favores y no agravios! ¿Por qué han de asediarnos?
—Por causa de vuestros señores hijos, doña María —contestó el vicario—. Todo el mundo sabe en los alrededores que andan a unirse a don Juan de Albret llevando a parte de la gente del señorío. El ejército del Regente ataca a estas horas Sangüesa. No sabemos si habrá caído ya la ciudad o resistirá aún. Pero es de temer que no tarde en ser tomada. Enseguida se sabrá allá de qué lado está cada señorío. Y nos, aunque no hemos tomado parte en nada, somos todos personal sospechoso. ¡Hay que huir, señora!
—Mis hijos son jóvenes —replicó doña María—. Han de entender que es el ímpetu de su juventud lo que los mueve. Pero queda aquí toda esta gente. El Regente comprenderá que no somos sino cristianos, fieles temerosos de Dios que a nadie pueden causar daño.
—¡Doña María, hermana —exclamó don Martín de Azpilcueta—, no sea ingenua vuestra merced! El Regente está en su palacio, allá en Zaragoza. Esos hombres que ahora asedian Sangüesa son soldados que no atienden a otra ley que la de la guerra, ni a otra razón que la de su codicia. Esto para ellos es territorio rebelde y no cejarán hasta que sometan y humillen a cada familia.
—Pero… tendrán sus capitanes —repuso ella—. Irán al frente de los nobles caballeros cristianos que sabrán comprendernos. Ellos y nosotros servimos al mismo Dios. ¡El señor arzobispo de Zaragoza es un ministro del Altísimo!
—¡Señora! —intervino un caballero de edad madura, don Guillermo Pérez—. Lo que ha dicho vuestro señor hermano es tan cierto como que Dios es Cristo. Esa soldadesca que asedia Sangüesa es gente altanera e indisciplinada que no ha de respetar a nada ni a nadie. ¡Es la guerra! Comprenda bien eso vuestra merced. Cuando caiga Sangüesa vendrán aquí y… ¡Dios nos libre!
Doña María de Azpilcueta bajó la cabeza y no volvió a hablar. Con gesto confundido, con ansiedad, anduvo por medio de la sala hasta un rincón donde se derrumbó del todo. Una de sus criadas le acercó una silla. Ella se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Todo el mundo la miraba, como esperando su respuesta, hasta que, con potente voz, ordenó don Martín:
—¡No hay tiempo que perder! ¡Hay que irse de aquí! ¡Id y avisad a todos de que han de echarse a los montes! Llevad provisiones, pues no sabemos cuánto tiempo ha de durar esto.
—¡Hay que reunir el ganado y entrarlo bosque adentro! —añadió don Guillermo—. ¡Y que no quede ninguna mujer en el pueblo! Esos demonios deshonrarán a cualquier hembra que se les ponga por delante…
—¡Oh, Dios! ¡Virgen Santísima! —gritaron las mujeres que estaban presentes—. ¡Líbrenos Dios!
Enseguida se deshizo la reunión. Corrió la gente en todas direcciones, a sus viviendas y habitaciones, para recoger cuantas pertenencias de valor tenían.
—Doña María —dijo don Martín a su hermana—, sobrepóngase vuestra merced y saque fuerzas de flaqueza, que Dios no habrá de abandonarnos. ¡Vamos, hermana, que hay poco tiempo!
Los criados reunieron enseguida a los niños del castillo. Otros se encargaron de juntar la plata en sacos, vajillas, adornos, cubiertos… Todo lo que tenía algún valor era puesto en las alforjas de los asnos. Don Martín se ocupó de llevar los dineros que se guardaban en la caja de caudales. Y la tía Violante envolvió en paños las alhajas de la familia. Doña María, más entera ya, estuvo recogiendo cartas, documentos y escrituras importantes que custodiaba un viejo escritorio del despacho de su esposo. También dio orden de que se envolviesen en telas los mejores retratos.
—Señora, la capilla —advirtió el ama Saturnina—. ¿Qué haremos con el Cristo?
—¿No han de respetar al mismo Señor? —dijo adusta doña María—. El Cristo no se ha movido nunca de ahí. Si esas gentes lo destrozan, allá ellos con sus conciencias.
—Pueden robado —sugirió Saturnina.
—El Cristo sabe cuidarse solo —sentenció doña María—. Confiemos en la Divina Providencia.
Subieron a las monturas en el mismo patio del castillo. Las bestias iban muy cargadas: ajuares, alimentos y objetos familiares muy queridos. Pronto estaba saliendo por la puerta principal una larga fila que se encaminaba hacia el norte, a Yesa, para ir a buscar refugio en la sierra de Leire.
Cuando aún no habían perdido de vista el castillo, les alcanzaron unos jóvenes caballeros que cabalgaban al galope.
—¡Dense prisa, señores! —les advirtieron—. Sangüesa ha caído. Arde toda la ciudad y esos castellanos saquean ya cuanto encuentran en su camino.
Aterrorizados, apretaron el paso. Daba pena ver a los ancianos, deshechos en lágrimas, con sus doloridos cuerpos sometidos a aquella huida por ásperos senderos sembrados de piedras. Como si fueran peregrinos, los fugitivos iban rezando.
En el monasterio de Leire les dieron acomodo los monjes. El abad les aseguró que respetarían aquel recinto sacro. No tenía lógica pensar que los soldados de un arzobispo violaran la clausura de un cenobio. Así fue. La hueste del Regente ni siquiera se aproximó a las faldas de la sierra. No les merecía la pena ascender por la dura pendiente para llegar a un sitio que debían dejar intacto.
Desde la altura del monasterio, en las noches claras de mayo, vieron el resplandor de los incendios allá abajo, en los valles.
—¡Diablos encarnados! —rugió don Martín de Azpilcueta—. ¡Están quemando los bosques! ¿Qué ganan con eso? ¿Qué beneficio sacan? ¡El demonio los lleve!
— Ya se han ido, amo! —vino a avisar uno de los pastores que cada día descendían hasta el pie de los montes para observar los movimientos de las tropas del Regente.
—¿Todos? —preguntó don Martín.
—Todos. No hay nadie en Xavier. Todo está solo y…
—¿Y qué?
—Solo y arruinado, amo —explicó el siervo—. El castillo ha sido derruido y quemado, los bosques talados, el molino hecho pedazos y las casas demolidas. Sólo respetaron la Abadía.
—¡Oh, Dios, Santísimo Dios! —rezó don Martín deshecho por el dolor.
Retornaron a Xavier ese mismo día. Con horror, encontraron todo convertido en ruinas. Para el pequeño Francés, aquella visión del encantador lugar de su infancia, asolado, suponía una pena grandísima.
Navarra, señorío de Xavier, 20 de abril de 1520
Por esos caprichos del arte de la cetrería, un muchacho de quince años cabalgaba por los campos llevando su halcón neblí en el puño. Pretendía alcanzar un bando de bravas perdices que volaban largo, más allá del valle, cerro tras cerro, dejándose caer a ras de suelo por las pendientes para perderse en las zonas sombrías de la ladera. El sol de primavera había estado radiante durante la jornada y ahora se ocultaba detrás de la sierra de Izco. El cielo se iba tiñendo de un color purpúreo. Salía la luna. Al paso del caballo por la hierba fresca, se arrancó del suelo con ruidoso vuelo un macho de perdiz grande como una gallina. Soltó las pihuelas el joven y su noble ave se elevó en el aire para lanzarse luego como una saeta y alcanzar a su presa en un impacto de garras y plumas. Al muchacho, feliz por la hazaña de su halcón, se le escapó una alegre carcajada que resonó en la soledad del paraje. Echó pie a tierra y corrió para recoger la perdiz, antes de que la fiera rapaz comenzase a devorarla.
Caía la noche sobre los montes y el cazador emprendía el regreso. Todo empezaba a estar oscuro y silencioso. Cabalgó por un abrupto collado y luego por unos prados suaves que le condujeron hasta el camino que discurría junto a la orilla del río que se deslizaba rápido. La luna roja se reflejaba en el agua; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela corriente abajo.