En compañía del sol (20 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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—¿Provecho? ¿Qué quieres decir?

Íñigo encendió la vela que estaba sobre la mesa. Me miraba fijamente y yo estaba muy pendiente de él. Entonces me pareció adivinar cierta confusión en su semblante. Sus pupilas se movían con inquietud. Comprendí que escogía las palabras que me iba a decir.

—El mundo no te satisface —afirmó circunspecto, como si pusiera voz a la maraña de mis pensamientos.

Me estiré hacia atrás receloso. Creo que sonreí. Contesté:

—Sé lo que piensas de mí, no hace falta que lo digas. Es cosa sabida: Ex abundantia cordis os loquitur (De lo que abunda en el corazón habla la boca). En el fondo consideras que soy un hombre inseguro que no sabe adonde va. Alguien perdido en el mundo y a causa del mundo. Piensas que no encuentro mi lugar y que no estoy satisfecho. En eso, Íñigo, te equivocas. Sé bien adonde he de ir, y nadie debe interponerse en mi camino.

—¿Adonde? —me preguntó Íñigo alzando las manos.

—A mis propios asuntos, que a nadie más conciernen. Tú tienes tu propia búsqueda, Favre la suya, y yo la mía.

—En eso dices bien, compañero. Cada uno tiene su propio camino y ha de recorrerlo. Mas veo, y debo decírtelo como de verdad lo siento, que acabaremos en el mismo sitio.

—¡Eres terco! —le espeté con hilaridad.

Íñigo sonrió. Prosiguió, a pesar de mi actitud resistente:

—Tú vas en pos de cosas grandes y de muy alto precio…

—¡Claro! —le interrumpí con gesto arrogante—. Me interesa más que nada mi casa; el apellido de los de Xavier, la honra y la estima de nuestra gente. Ése es mi camino. Para esa noble causa vine a París y por eso he aguantado aquí todo tipo de trabajos, estudios soporíferos, fatigas, humillaciones sin cuento y el hastío de cumplir años entre gentes sin rumbo ni meta fija. Me he tragado toda esa Filosofía harto extensa, cargante y vacía que he escuchado día a día a maestros torpes e inútiles, envejecidos entre enseñanzas gastadas y aburridísimas que me hacían bostezar con cada lección.

—También los hay buenos, ¡y muy buenos! —replicó Íñigo.

—No lo niego. Pero… ¿crees acaso que me gusta esta Universidad de París? ¿Piensas que me divierto tanto como dicen por ahí? ¿Tan tonto me consideras? Cada día que he pasado aquí ha sido con plena conciencia de que éste no es mi sitio. Y pensarás: ¿qué hago aquí, pues? Eso ni yo mismo te lo sabré responder. Aunque sé bien que no voy a pasarme aquí la vida. A mi alrededor, cada día descubro a más gente innoble,, habladora, resentida, aburrida y acomodada a esta suerte de vida estúpida, buscando sólo su título para medrar dentro de la Iglesia, a costa de reírles las gracias a los más imbéciles miembros de la Universidad. ¡Qué asco! Es un mundo colmado de superficialidad, insustancial, ficticio, mentiroso y montado sobre el artificio.

Se hizo un silencio rotundo. Yo estaba rabioso. Con la mirada perdida, desahogaba mi alma. Era como si soltara todo lo que durante años había acumulado bajo la aparente coraza de un temperamento decidido y jovial, bajo mi vitalidad permanente. Me puse en pie repentinamente y fui hacia la ventana. Con más calma, proseguí, ante la atenta mirada de Íñigo:

—En mi casa ya no comprenden qué hago aquí. ¿Seré clérigo? ¿Para qué? La Iglesia, esta Iglesia nuestra, está preñada de las mismas mentiras que abundan en el mundo. ¡Todo es falso! Cuando vine aquí, pensaba que descubriría cosas interesantes acerca de Dios. En cambio, ¿qué hallé? Palabras, palabras y palabras; rollos interminables, hastiantes y fatigosos, como pesados fardos de lastre inútil. ¿Es ésa la sabiduría de la Iglesia? ¡A ver si los herejes van a tener razón!

—¡Xavier, eso no! —me gritó Íñigo.

Era la primera vez que le veía manifestarse con firmeza. Se aproximó a mí visiblemente angustiado por mis palabras.

—Digo lo que siento —expresé—. ¿Es esto lo que ha de llenar el corazón insatisfecho de los hombres? ¿Qué hacen, sino apartar más y más a las gentes de Dios?

—¿Qué haces tú? —me preguntó con una enigmática sonrisa.

—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué puede hacer un hombre solo?

—En principio, si, como dices, todo está tan mal, la Iglesia tan alejada de Dios y sus maestros tan perdidos en vacías palabras; si faltan hechos, más que enseñanzas gastadas, obras que irradien la luz del ejemplo de la fe…, ¿no será todo eso porque faltan hombres que se ofrezcan a Dios, haciendo oblación de sus vidas por sólo su amor y su gloria? ¿No será que abundan, más que estos, quienes van sólo en pos de sí mismos, buscando el amor propio y la propia gloria?

—¡Eh! ¿Lo dices por mí? —repliqué.

—No, no, amigo mío. Lo digo porque sé que en el fondo sientes eso igual que yo.

Fue entonces cuando me contó Íñigo muchas cosas de su vida, con gran humildad, con una sinceridad exenta de toda falsa modestia. Tanto fue así, que no se arredró a la hora de revelarme sus muchas faltas, sus pecados, los lados más sombríos y tristes de su juventud; cosas todas ellas que el común de los mortales oculta o disfraza con falsas razones, aderezos vanidosos y verdades a medias. A medida que narraba su mocedad, sus primeras ilusiones, sus desengaños pasados, las mentiras a las que recurrió para alcanzar una gloria y prestigio en el mundo, y la bajeza de sus pasiones, yo iba sintiendo pudor al principio. Pero después fui dándome cuenta de que era él honesto consigo mismo, más que nada; alguien que estaba convencido de que en todo camino espiritual existe un tiempo de penitencia, un tiempo de sufrimiento y de cruz y un tiempo de resurrección, y de que todos estos aspectos se reflejan en cada una de las situaciones de la vida particular del hombre. Por eso me contaba su propia experiencia, porque se sentía feliz de haber descubierto que no existía para él otro camino que alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto salvar el ánima. Deseaba comunicar eso a raudales.

Fue esa razón y no otra la que me llevó a seguir su ejemplo: el descubrir que las glorias humanas son fatuas, que todo aquí es pasajero y contingente. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas, de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente, en todo lo demás, desear solamente y elegir lo que más conduce al fin para el cual somos creados.

Capítulo 25

Lisboa, 7 de abril de 1541

Desde muy temprano, siendo aún noche cerrada, una multitud iba camino del puerto para ver partir a la flota. Era una madrugada fresca, con brisa marina de poniente que se transformaba en viento a medida que amanecía. Las cinco poderosas naves cabeceaban, bajando y subiendo en las aguas oscuras al ritmo del oleaje, junto a Belém. El conjunto componía un bonito espectáculo, con la hermosa torre abarrotada de hombres principales, caballeros y heraldos del rey que portaban coloridas banderas que se agitaban al viento y vistosos estandartes. Los navíos a su vez tenían ya izados los gallardetes blancos con sus cruces pintadas de rojo que ondeaban flamantes en lo alto de las arboladuras.

En la gran iglesia del monasterio de los Jerónimos se cantaba misa solemne, con la asistencia del nuevo gobernador de la India, don Martim Affonso de Soussa, los maestres de las naos, los pilotos, sotapilotos, contramaestres, capataces, racioneros, condestables y escribientes de a bordo. También estaban allí participando del oficio los jesuitas: los tres que iban a embarcarse, el nuncio Francisco de Xavier, Messer Paulo y Francisco Mansiíhas; los otros tres que acompañaban la comunidad de la Compañía de Lisboa, Medeiros, Santa Clara y Simón Rodrigues, y también el joven Diogo Fernández, pariente de este último, que, aun no siendo jesuita, se había comprometido a ir con los padres en el viaje.

Concluidos los sermones y los cantos a la Virgen, todo este personal, en medio de gran fervor, se encaminó hacia los muelles para subir a los botes. Enseguida comenzó un ajetreado ir y venir de embarcaciones de todos los tamaños llevando gente hacia las cinco naos «carracas», que descansaban majestuosas, pintadas de negro, enormes y pesadas, con sus tres mástiles cada una y las grandes velas blancas desplegándose, exhibiendo las cruces de la Orden de Cristo.

Los viajeros se arrodillaban en los muelles para recibir las bendiciones de los clérigos, antes de embarcarse. Muchos se confesaban en los últimos momentos, para ir en gracia de Dios, por si acaso perecían en naufragio. Había lágrimas en los ojos, emoción en las miradas y general nerviosismo. Por eso estallaban de vez en cuando algunas peleas, disputas, trifulcas, pues alguien no estaba conforme con los lugares que se le habían reservado, o se consideraba agraviado por el trato. La autoridad del puerto intervenía entonces para evitar que tales problemas llegasen a mayores. Pero nadie podía poner freno a la gran cantidad de granujas, buscavidas y vivanderos que se mezclaban con los abundantes mercachifles, buhoneros y negociantes de todo género que pregonaban a grito limpio sus mercancías, para sacar un último provecho de la barahúnda de viajeros y familiares.

Francisco de Xavier subió al bote con Messer Paulo, Mansilhas y Diogo. El padre Rodrigues les acompañó. Recorrieron emocionados el trayecto hasta la nave capitana, la Santiago, donde debían embarcarse, que estaba a las órdenes del recién nombrado gobernador de la India. Las otras cuatro, la Flor de la Mar, la Santa Cruz, la Sao Pedro y la Santo Spirito, estaban un poco más alejadas de la torre de Belém, aguardando a que terminase de embarcarse todo el personal.

—¡Bienvenidos a bordo, padres! —les gritó a los jesuitas desde el barandal del puente don Martim Affonso de Soussa.

Los padres alzaron la vista. El gobernador era un caballero portugués de imponente presencia, buena estatura, rostro enérgico y ademanes impetuosos; parecía ser un hombre bien acostumbrado a ejercer el mando. Nada más poner los pies en cubierta, Francisco fue a presentarse a él al castillo de popa, le saludó con brevedad y le rogó que no se preocupase por ellos, que continuase atento a las obligaciones de su gran responsabilidad.

—Con vos, hace presencia Dios en mi barco —le dijo afablemente el gobernador.

—¡Que Él nos guarde! —exclamó muy sonriente Xavier.

Para no interrumpir las faenas propias del embarque, los jesuitas se apartaron del lugar donde estaban tendidas las escalas y pasarelas. Los padres Francisco y Rodrigues se retiraron hacia un rincón, bajo el castillo de proa. Se acodaron en la baranda y contemplaron desde allí el maravilloso espectáculo que constituía Lisboa, derramándose a lo lejos por las laderas hacia las orillas del Tejo. El sol había ascendido a las alturas y una luz resplandeciente bañaba la bahía. El ir y venir de los botes proseguía frenético y la muchedumbre continuaba asistiendo bulliciosa en el puerto a los menesteres de aquel día tan señalado.

—Ya quisiera yo ir con vosotros —dijo el padre Rodrigues, perdiendo la mirada en la lejanía del horizonte.

—Escribiré —aseguró Xavier—. Iré contando puntualmente todo lo que suceda allá. También Íñigo sabrá en Roma lo que la Compañía hace en la India para mayor gloria de Dios.

Permanecieron durante un rato en silencio. Rodrigues lamentaba en su interior no poder unirse a la empresa misionera. Por la cabeza de Francisco pasaban muchas cosas. Esa última frase que había pronunciado, «para mayor gloria de Dios», despertaba en él sensaciones muy vivas; ilusiones aventureras y deseos de grandes sacrificios, así como recuerdos entrañables.

Ad maiorem Dei gloriam era el lema escogido por Ignacio de Loyola para la Compañía de Jesús, que había sido aprobada por el papa Paulo III el año anterior mediante la bula Regimini militantis. Seis años antes, el día 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción de la Virgen María, Íñigo y seis compañeros se reunieron en París en una capilla al pie de Montmartre, hicieron los votos de pobreza y castidad y además se obligaron por un tercer voto a ir a Jerusalén para entregarse a la conversión de los infieles. Con ello quedaba fundado aquel inicial grupo de hombres con idénticos ideales que se habían rendido al invencible atractivo de la espiritualidad de Ignacio. Todo había comenzado en la habitación que compartían en el colegio de Santa Bárbara. El instrumento que les ayudó a decidirse fueron los «ejercicios espirituales». El primero fue Pierre Favre, a principios de cuando regresó de Saboya. Se introdujo fervientemente en la serie de meditaciones sobre las verdades eternas y la vida de Cristo, en Saint-Jacques. Era un invierno muy frío, con hielos y nieves. Sin probar bocado, en ayuno riguroso, el bueno de Favre meditaba y oraba a la intemperie. Pasados los treinta días que requería la experiencia, se encontró decidido, transformado. Solicitó recibir las órdenes sagradas, celebrando su primera misa el 22 de julio. El grupo ya estaba formado entonces y Francisco muy resuelto a avanzar por el camino de Íñigo. A Favre y a él les siguieron los españoles Diego Laínez y Alfonso Salmerón. A ellos se juntarían poco después otro español, Nicolás Bobadilla, y el portugués Simón Rodrigues. El último de los seis en hacer los ejercicios espirituales era Francisco de Xavier, que se entregaría a ellos tras los votos de Montmartre.

A fines de 1535, Íñigo fue a Loyola, su tierra, donde estuvo algunos meses. Mientras tanto, sus compañeros permanecieron en París, donde se les juntaron otros tres: el saboyano Claudio Jayo y los franceses Pascasio Broét y Juan Coduri. Juntos marcharon a Venecia, donde les esperaba ya Íñigo, con la intención de partir todos hacia Tierra Santa para cumplir el tercero de sus votos. Pero la guerra con los turcos les retuvo durante un año. Fue entonces cuando vieron la necesidad de reforma que tenía la Iglesia y el gran bien que podían hacer entregándose en cuerpo y alma al inmenso trabajo que había de por medio. Decidieron dirigirse a Roma y ponerse a disposición del papa. Así nació en Íñigo la idea de organizar una orden religiosa y trabajar para su aprobación. Con esta determinación, ya desde 1538 él y sus compañeros comenzaron a designar a su asociación con el nombre de «Compañía de Jesús». El romano pontífice Paulo III manifestó desde el principio interés y buena disposición hacia ellos, hasta que resolvió su aprobación final, que tuvo lugar el 27 de septiembre de 1540.

Recordando esta serie de acontecimientos, transcurridos en apenas nueve años, Francisco de Xavier tenía la sensación de haber vivido un proceso casi vertiginoso. Y reconocía con emoción cómo había influido Íñigo en el origen y la actividad desarrollada desde un principio por la Compañía. Todo se debía a su personalidad extraordinaria, a su voluntad arrolladora y a su gran corazón, sobre todo, con el que supo ganarse el afecto singularísimo que le profesaban sus seguidores.

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