En compañía del sol (17 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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Estas razones tocaron la fibra noble de Francés. Eran las palabras directas que brotaban de una buena educación, de alguien que conocía bien el código de la amistad entre nobles caballeros.

—Muy bien —asintió Xavier con orgullo—. Habla lo que te plazca con el bueno de Pierre. Por lo que a mí respecta, tratémonos con cortesía. Sólo eso. Hasta la noche, que pases un buen día.

Cuando llegó a la pradera del pré aux Clercs, estaba de muy mal humor. Llevaba grabada en la mente la imagen de Íñigo y no podía arrancársela. En su cabeza daba vueltas a la conversación mantenida y no lograba serenarse. Al sacarse de encima la calurosa toga y descalzarse, sintió como si se liberara de tanta tensión. Percibió el contacto de la hierba en los pies y deseó correr esa tarde hasta caer rendido de agotamiento, como si en aquel esfuerzo dejase atrás la rabia y la frustración.

La hermosura del sol septembrino se derramaba sobre la cercana arboleda, junto al Sena. No hacía viento; los molinos de la otra orilla permanecían muy quietos. También reinaba una inmóvil calma en los corrales del suburbio. El tintineo lejano de una campana ponía una nota alegre. Algunos muchachos felices chapoteaban en el agua del río y, más allá, unos pescadores se afanaban remando contra la corriente para pasar al otro lado.

A medida que proseguía su carrera, Francés se iba serenando. Pronto se sintió poseído por la vitalidad que le aportaba el ejercicio. Empezó a mirar las cosas en su aspecto más favorable y, por un momento, dejó de preocuparle el problema del nuevo compañero de cuarto. Después estuvo saltando. Se alegró mucho al descubrir que superaba sus propias marcas.

—¡Bravo, Xavier! ¡Muy bien! —le vitorearon un grupo de estudiantes que hacían deporte cerca de él.

Sabía que su presencia física y sus ágiles movimientos no pasaban desapercibidos en la pradera. Se sentía seguro de sí mismo. Se hizo consciente de que, a esa edad, tenía demasiadas ilusiones de por medio como para amargarse la vida por un asunto tan nimio.

1 de octubre de 1529

Como en años anteriores, ganó la prueba de salto en los juegos de San Remigio. Pero esta vez tuvo que conformarse con un cuarto puesto en la carrera de una legua. Tenía ya veintitrés años y detrás venían otros estudiantes más jóvenes empujando con fuerza. Además, eran días de fiesta y Francés no perdonaba una buena juerga. El vino y la diversión del día anterior mermaron algo sus fuerzas. Pero no le importó. Cedió con la alegría de un buen perdedor el primer puesto que le había correspondido el año antes. Le quedaba saborear la victoria de los saltos, que era merecidamente suya.

El banquete del colegio estuvo en esa ocasión como nunca. El rector del Santa Bárbara, Gouvea, había visitado recientemente al rey de Portugal y traía dineros contantes y sonantes para hacer mejoras. Hubo vino delicioso en abundancia y músicos de categoría.

El momento más emocionante de la fiesta tuvo lugar cuando un muchacho castrado, de embrujadora voz, cantó unos versos del segundo libro de las Elegías de Johannes Murmellius:

Únicamente la virtud perdura
.

El poder, las riquezas y la fama el tiempo los disipa y desparrama
.

¡
Qué pronto pierde el joven su hermosura
!

Por la tarde, los estudiantes se apresuraron a apurar la vida, prosiguiendo la fiesta en las tabernas del barrio Latino. Francés se sumió como tantas otras veces en aquel mundo ansioso y turbulento. Recorrió las pestilentes callejas, los sucios adarves de la muralla, las plazuelas que exhibían el colorido espectáculo de las verduras y las frutas de otoño; se adentró en el barrio de los toneleros, saturado de aromas de roble, y fue hasta el rincón que más apreciaba, una pequeña taberna próxima al suburbio, donde se servía el vino de la Provenza que tanto le gustaba.

—¡Oh, señor Xavier, hoy venís solo! —le saludó la tabernera con su alegre acento provenzal.

—Hoy tengo ganas de estar solo —contestó él—. Quiero únicamente perderme en la magia de tu vino, lo necesito.

Ella frunció el ceño. Era una mujer muy bella, de piel clara, cabello rubio y distantes ojos grises. Muchos caballeros iban allí por el delicioso vino que servía; otros, por el solo placer de contemplarla. Aunque resultaba inaccesible, distante, y jamás se enredaba en las conversaciones de su distinguida clientela. Aquella tarde, Francés fue allí tanto por el vino como por quién lo servía.

—Debéis ya mucho dinero —observó ella—. Hace dos meses que no pagáis lo que debéis. Mi amo me dijo ayer que no os sirviera, a menos que paguéis lo que debéis.

—He dicho que pagaré —aseguró Francés—. Estoy a la espera de que me envíen el dinero desde mi tierra. ¡Siempre he pagado! ¿Por qué no habría de hacerlo ahora? Si no pensara pagar, no vendría.

—No sé… —murmuró ella, con gesto dubitativo.

Francés sentía una gran vergüenza por tener que suplicar de esa manera. Por eso había ido solo aquella tarde; porque no quería que sus amigos de juerga terminasen de darse cuenta de que estaba sin dinero. El venía tratando durante meses de ocultar su penosa realidad. Se excusaba alegando que tenía que entrenar intensamente para los juegos y que el vino le restaba fuerzas; otras veces se ocultaba o se encerraba en los estudios. También había pedido préstamos a compañeros de confianza. Debía ya bastante.

—Dile a tu amo que salga, haré tratos con él —le dijo a la mujer—. Si está de acuerdo, podrá cobrarme los intereses cuando me llegue el dinero. Será como un préstamo.

Ella sonrió de una manera enigmática. Francés no podía detectar si en su bonita mirada de ojos de hielo había suspicacia, ironía o compasión. La imponente belleza de la tabernera le abrumaba e intensificaba su vergüenza haciendo que le corriera el sudor por la espalda.

Sin decir nada, ella se fue hacia el estante y cogió una botella. Eligió luego un bonito vaso de plata y lo llenó de vino.

—Mi amo no está —dijo—. Permanecerá lejos de París un par de semanas. Es el tiempo de la vendimia, ya sabes. No se fía de la gente que tiene al cuidado de las viñas en la Provenza. Por ahora, aquí mando yo.

—¿No te da miedo quedarte sola en el establecimiento? —le preguntó Xavier, sorprendido porque aquella mujer tan fría descendiera desde la arrogancia que le proporcionaba su belleza para darle explicaciones.

—¿Miedo? ¿De quién? —repuso ella—. Tengo esto —añadió sacando un gran cuchillo de detrás del mostrador—. Y está ése de ahí.

Francés se fijó en el gran perro que dormitaba junto a la puerta, espantándose las moscas con el rabo.

—Eres demasiado hermosa para quedarte aquí sola —le dijo, dejando escapar un pensamiento alocado—, a pesar de esa arma y del perro.

—Hoy vendrá poca gente —observó ella—. Todo el mundo está en la otra parte de París, a ver el alboroto de los estudiantes con sus mascaradas y procesiones.

Al escucharle decir aquello, Francés sintió que le invadía una agradable placidez. Bebió un sorbo y apreció el sabor tan singular de aquel vino que le traía un vago recuerdo de cueros y tierras húmedas removidas por el arado. Cerró los ojos y se sumió en los familiares recuerdos de su país, los campos, las montañas, el no Aragón, las almadías aguas abajo… La presencia amable de su madre pareció llegarle desde tan lejos, pero quiso ver la imagen de su semblante y no fue capaz. Cuando apuró el vaso entero, se aflojaron sus fuerzas y sintió que se le escapaba una lágrima.

—Eh, ¿qué sucede? —dijo de repente la mujer.

Xavier volvió a reparar en que ella estaba allí. Por un momento, su añoranza le hizo olvidarse de eso. Ahora, abochornado, se enjugó las lágrimas y quiso sonreír.

—Ah, amigo —dijo ella—. Te asaltó el recuerdo de una mujer, ¿verdad? Este vino de mi tierra tiene eso. Hace retornar el amor perdido, los recuerdos… Éste no es un vino para la fiesta. A mí siempre me hizo llorar…

—Bebe conmigo —le pidió él.

—¡Ah, has llorado tú y ahora quieres ver mis lágrimas!

Los dos se miraron. Francés hubiera deseado abrazarla en ese momento; si no fuera por el gran mostrador de madera que los separaba, no habría podido contenerse. Estaba asombrado mirándola. Le parecía la más bella mujer del mundo, sobre todo porque ahora le sonreía y mostraba unos bonitos dientes blancos entre sus labios finos.

—Tú no pareces una mujer triste —le dijo—. Más bien te veo fuerte y muy decidida.

—¿Decidida? ¡Ja, ja, ja…! —explotó en una carcajada—. Sí, decidida a atender diariamente a hombres a quienes les importa poco quién eres o de dónde vienes.

—¿Tienes hijos?

—No. No estoy casada. Mi amo tiene su mujer en la Provenza. Pero, cuando vino a París a hacer negocios, no quiso estarse aquí solo…

Se hizo un gran silencio muy elocuente. La mujer se volvió hacia el estante y cogió otro vaso de plata. Lo llenó de vino y lo apuró con delicados tragos. Después suspiró.

—¿Te acuerdas de tu tierra? —le preguntó Francés.

—Humm… Antes sí; ahora… Ahora no puedo quejarme. ¿Y tú? ¿De dónde eres? ¿Dónde tienes a esa amada mujer cuyo recuerdo te hizo derramar una lágrima hace un momento?

Xavier sonrió. Encantado al ver que ella estaba conforme con mantener aquella charla, contestó:

—No, no hay más mujer que mi madre allá en Navarra.

—Eres un joven hombre, apuesto y fuerte —le dijo ella—. Veo que no eres clérigo ni soldado, eso parece por tu indumentaria. ¿Qué hace un navarro como tú por París?

—Tú me pareces una mujer bellísima —contestó él, cambiando de conversación y alzando el vaso—. Brindemos con este maravilloso vino. Hace tiempo que vengo a tu establecimiento y nunca había cruzado contigo otras palabras que no fueran las propias de solicitar y pagar la bebida y la comida.

—Veo que no deseas hablar más de tu vida —repuso ella—. Entonces ya supongo por qué estás aquí: eres uno de los hombres del rey don Enrique de Albret, un miembro de la corte del rey sin trono.

—Bien dices, soy súbdito de un rey destronado.

De repente, el perro gruñó perezosamente. Entonces irrumpió en la taberna un trío de caballeros que venían alborotando, hablando a voz en cuello.

—¡Oh, Catherine, sírvenos ese magnífico vino! —pidió uno de ellos.

La mujer salió desde detrás del mostrador y se enfrentó a los tres hombres con los brazos puestos en jarras.

—¡Está cerrado! No serviré más vino. Mi amo está en la Provenza y me obliga a cerrar antes de la puesta de sol.

—¿Y ése? —protestaron los caballeros—. ¡Sólo una copa!

—Nada, ni una copa. Ese está terminando su vino y se marchará ahora mismo.

Cuando los frustrados clientes se fueron refunfuñando, Catherine puso un tronco sobre las brasas de la chimenea, encendió un farolillo, se lavó las manos y, mientras se las secaba con un paño, le dijo a Francés:

—Tengo aquí un queso exquisito. Anda, quédate conmigo, cerraremos y beberemos todo el vino necesario para llorar abundantemente.

2 de octubre de 1529

El primer día de curso, Francés de Xavier despertó en su cuarto del Santa Bárbara con la mente espesa a causa de la resaca. Podría haberse sentido feliz, a pesar de tener el cuerpo estragado y una gran fatiga, si no fuera porque enseguida vio a Íñigo de Loyola mirando por la ventana, como el día anterior.

—Buenos días, Xavier —le saludó Favre.

—Buenos días —respondió él con desgana.

—Bien tarde era ayer cuando llegaste —le dijo Peña—. Mucho más de medianoche. Eres campeón de saltos en la pradera; pero saltando las tapias del colegio de noche tampoco hay quien te gane.

Todos rieron esta ocurrencia guasona. Y Francés se levantó de la cama de un salto para hacer ver que estaba en plena forma.

—Ahí tienes un paquete —le indicó Pierre—. Lo trajo ayer tarde el portero para ti.

—¡Al fin! —exclamó Xavier—. ¡El dinero que esperaba!

Cogió el envoltorio y enseguida reparó en el sello y en la letra de su hermano Miguel. Cortó los cordeles y deslió la tela, encontrándose, como otras veces, con una bolsa de cuero y una carta. Palpó monedas en el interior de la bolsa y se dispuso muy alegre a abrir el sobre.

Sus compañeros se estaban aseando. Peña sostenía el jarro y Favre recogía en sus manos el agua que caía sobre la jofaina para lavarse la cara. Íñigo ya estaba vestido, con la toga puesta, y seguía mirando por la ventana, tal vez para evitar un mal encuentro como el de ayer.

De repente, Xavier emitió un gemido, arrugó el papel que tenía entre las manos y sollozó:

—¡Mi señora madre! ¡Mi pobre madre ha muerto! ¡Oh, Dios! ¡Dios bendito!

Los tres compañeros se fueron hacia él para consolarle. Le abrazaron y le palmearon cariñosamente el hombro. Favre y Peña se pusieron muy tristes. Cuando alzó sus ojos llorosos, Francés vio que también Íñigo estaba visiblemente apenado.

LIBRO II

Viaje que hizo Francisco de Javier a la India y lo que le sucedió en Goa y en la costa Malabar.

EN COMPAÑÍA DEL MAR
(
DOCE AÑOS DESPUÉS
)

Capítulo 23

Lisboa, 31 de marzo de 1541

Hacía viento, el cielo estaba lleno de nubes que se aproximaban desde el mar sobre las aguas del Tejo, azul grisáceas. La rúa Portuense se veía polvorienta allá abajo en la zona de la ribeira, abarrotada de carros, fardos apilados, barriles y todo tipo de enseres destinados a aparejar los navíos que entorpecían el constante ir y venir de los cargadores, los preparativos de los marineros y las evoluciones de las filas de soldados que llegaban para embarcarse. Todo el barrio de Alfama era un río de gente que transitaba por los mercados, por delante de las fachadas de color de barro, por las empinadas calles y escaleras. Lo que antes fue la mejor zona de la cidade seguía mostrando un aspecto ruinoso, después de que el terremoto derrumbara miles de casas diez años atrás. Los edificios se habían rehecho con rapidez, pobremente. A pesar de ser mayoría las casas pequeñas, de ladrillos o de adobes revestidos de cal morena, también se veían verdaderos palacios con grandes puertas, balcones espaciosos o altas galerías, muchos de ellos convertidos en talleres o negocios con vistas al puerto. Lo viejo tenía su hermosura y su nobleza, a pesar de estar deslucido y ennegrecido por las humedades atlánticas. La vida seguía su curso en las tiendas, en las tabernas o en los grandes almacenes frente a los muelles. Un variopinto gentío de todas las razas, en el que destacaban millares de esclavos y esclavas con exóticas vestimentas, se distribuía por las calles próximas al puerto. Sobre el laberinto del barrio, en la colina oriental, se asomaba el imponente Castelo de Sao Jorge desde las sólidas y altísimas murallas que coronaban la cima. Y hacia el oeste se levantaban por encima de los más antiguos edificios las torres orgullosas de la Sé. Lisboa era fascinante a cualquier hora del día, no sólo por su belleza, sino porque miraba hacia otros mundos, convertida en el corazón palpitante del imperio portugués que se extendía hacia el Oriente remoto de donde provenían las especias, por una parte, y hacia el Occidente, por otra, en el Nuevo Mundo recién descubierto, poblado de infinitas selvas vírgenes y caudalosos ríos.

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