En compañía del sol (15 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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—Estoy pelado —le confesó a Pierre—. Si mi familia no me envía pronto dinero, no sé qué haré.

—Pues entonces estamos iguales —le dijo Favre echándole el brazo amigablemente por encima de los hombros—. ¡Bienvenido al reino de los alegres faltos!

Pero Francés no era tan conformista como su amigo. No se resignaba a vivir sin la holgura en la que se había desenvuelto hasta entonces. Empezó a atravesar momentos difíciles. Antes de pasar la vergüenza de enfrentarse a tener que salir sin dinero, prefirió encerrarse a estudiar como un anacoreta. Durante algún tiempo, sólo existieron para él los libros y el ejercicio físico. Este género de vida, obligado que no querido, le sumió en un permanente mal humor.

En mayo volvió a escribir a su casa, ya que no recibía contestación a sus cartas anteriores. Un mes después le llegó una exigua remesa de dinero y las escuetas explicaciones que le daba su hermano Miguel de Jassu en una breve misiva:

«
Nuestra señora madre está en cama. Hace tiempo que no se levanta, ni para asistir a misa en la capilla del castillo. La vida está difícil en nuestras heredades. La hacienda produce poco, los gastos son muchos. Mi boda con doña Isabel de Goñi supuso un gran esfuerzo. Ahora, nuestro señor hermano toma esposa, doña Juana de Arbizu. Sólo un milagro de Nuestro Señor podrá hacernos salir airosos de tantas obligaciones. Querido hermano, prívese vuestra merced de todo tipo de lujos y váyase pensando en regresar a esta tierra, que no podemos sostenerle ahí más tiempo. Dios le guarde en su mano. Nuestra señora madre, señores tíos y hermanos le encomiendan. Dada en Xavier a 16 de mayo del año del Señor de 1528
».

Esta carta fría y dura le llenó de preocupaciones. Era como si le envolviera un oscuro nubarrón. Se vino abajo y durante algunos días fue incapaz de concentrarse. Por un lado, le entristecía profundamente el recuerdo de doña María, a la que se imaginaba sin fuerzas y sin deseo de vivir, rendida en el lecho. Por otra parte, comenzó a enervarle la idea de que sus hermanos eran los causantes de la ruina del señorío, por las empresas guerreras alocadas e irreflexivas de su juventud.

No podía escribir a su madre pidiendo el auxilio monetario que necesitaba para continuar los estudios, pues no deseaba causarle mayores tormentos en su estado. Recurrir de nuevo a los hermanos veía que sería inútil, pues andaban preocupados sólo por los asuntos de sus matrimonios, y se veía que ya tenían decidido hacerle regresar a Xavier. ¿A quién acudir entonces? Se acordó de su hermana mayor, Magdalena, la cual era abadesa de las clarisas de Gandía. Le escribió y le contó sus problemas: deseaba seguir estudiando, había aprobado el examen de Bachillerato y era una lástima abandonar ahora París, a menos de un año de la Licenciatura. Endulzó sus palabras, las revistió con anhelos vocacionales, de deseos de servir a la Iglesia. Sabía bien cómo llegar al corazón piadoso de una entregada monja para ablandarlo. Después de enviar la carta al convento, se quedó sumido en sus preocupaciones, aguardando a que su angustiada súplica surtiera efecto.

Junio de 1529

También Pierre Favre estuvo inquieto y preocupado durante aquella primavera de 1529. Trabó amistad con un estudiante que le acarreó complicaciones. Se trataba de un tal Íñigo, vascongado, que vino a París desde Barcelona a comienzos del año anterior y enseguida dio que hablar por su extraña personalidad, sugestiva para unos, detestable para otros. Se daba habilidad para atraerse a los estudiantes y les proponía meditaciones e intensas oraciones en las que les convencía de que abandonasen las ambiciones mundanas. Pierre, de natural piadoso, no tardó en verse inclinado hacia las ideas del tal Íñigo. Le conoció, entró en relación con él y modificó del todo sus costumbres. Ya antes frecuentaba poco las tabernas; después de encontrarse con el vascongado, se apartó firme y definitivamente de las diversiones licenciosas propias de los estudiantes.

Francés, que sólo conocía a Íñigo de vista, se irritaba al darse cuenta de que su amigo mudaba de ánimo y le parecía que se estaba dejando arrastrar a una suerte de adoctrinamiento extraño, una especie de alumbramiento peligroso.

—Apártate de ese loco, Favre —le advertía—, que te hará loco a ti y te perderás.

Pierre se le quedaba mirando con sus grandes y azules ojos muy abiertos, como asombrado, y contestaba:

—Nada de eso. Íñigo no es un loco; es más cuerdo que tú y que yo. Sabe bien lo que hace y lo que dice, amigo Francés. Tienes que conocerle. Cuando le escuches hablar, podrás juzgar por ti mismo y no por lo que se dice por ahí.

—¿Conocer yo a ese vascongado loco? ¡Vamos, Favre, no me hagas reír!

Francés se contaba entre los que detestaban a Íñigo desde el primer momento que tuvieron conocimiento de sus hechos en París, merced a todo lo que se decía de él: que estaba loco, que tenía absurdas y disparatadas ideas, pero que gozaba de gran poder de convicción, siendo capaz de seducir a los incautos que se acercaban a él para arrastrarles a sus locuras.

—Todo lo que se dice por ahí de él es falso —aseguraba Pierre—. ¡Pura calumnia! Íñigo es hombre de oración, un hombre de Dios.

—¡Favre, Favre, entra en razón, por el amor de Dios! ¿No ves que es loco de atar? Si no hay más que verle para reparar en lo poco cuerdo que es…

Francés había visto pasar con frecuencia a Íñigo por delante de Santa Bárbara, confundido entre los muchos estudiantes vestidos con traje talar que iban hacia el vecino colegio de Monteagudo. Sin saber aún quién era, ya se había fijado en él, pues su imagen destacaba. Íñigo cojeaba de la pierna derecha, era enjuto, calvo y de apreciable mayor edad que el resto de los universitarios; presentaba ya las facciones ajadas de un cuarentón y la barba negra veteada por hilos de plata, además del aire propio de una persona madura y experimentada. Si no fuera por el atuendo, fácilmente se pensaría que era un profesor, un clérigo bien situado o un funcionario de la Universidad. Pero envuelto en el traje de estudiante parisino, resultaba algo grotesco.

El primer día que Pierre tuvo la ocasión de hablar con Íñigo, le contó a su compañero Francés la experiencia. Estaba entusiasmado por haber conocido a una persona singular que le había transmitido calma y confianza en sí mismo. Feliz por este encuentro, Favre decía haber comprendido muchas cosas que antes le resultaban inciertas y desconcertantes.

—Pero… ¿de qué habéis tratado? —le preguntó Francés con curiosidad.

—De muchas cosas. Fíjate que estuvimos caminando por la pradera durante más de dos horas.

—¿Por la pradera? ¡Pero si ese individuo es cojo!

—¡Uf, es muy andarín! —exclamó Pierre—. Fíjate que se vino desde Barcelona a París caminando solo.

—Lo que yo digo, loco de remate.

Capítulo 20

París, 11 de julio de 1529

En plena recta final del curso, cuando los estudiantes estaban enfrascados con mayor ahínco en los duros exámenes, estalló el escándalo. En Santa Bárbara no se hablaba de otra cosa: un renombrado maestro burgalés, de más de cuarenta años, y dos jóvenes bachilleres habían abandonado repentinamente sus colegios y se habían apartado del mundo, repartiendo sus bienes entre los pobres, para irse a vivir al hospital de Saint-Jacques, asilo de menesterosos y desamparados.

—¡Es locura! —exclamaban los demás maestros, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Qué insensatez!

—Dicen que andan por ahí los tres, como pordioseros —comentaban los estudiantes—, mendigando de puerta en puerta el sustento diario. ¡Sin nada están, como verdaderos pobres! ¡Hasta los libros han repartido!

Francés regresaba de su entrenamiento en la pradera cuando se topó en la misma portería del colegio con el revuelo.

—¿Te has enterado? —le preguntó el maestro Peña.

—¿Enterarme? ¿De qué?

—El magíster Juan de Castro y los bachilleres Pedro de Peralta y Amador de Elduayen han dejado los colegios y los estudios. Dicen que andan por ahí pidiendo de puerta en puerta.

Francés escuchó atónito el relato de los hechos. El maestro Juan de Castro era muy conocido, por ser miembro de la Sorbona y proceder de una nobilísima familia de Burgos. Se comentaba que, cuando finalizase los estudios de Teología, a buen seguro le esperaba la mitra y con ella un renombrado obispado en España. Peralta era un buen estudiante, bachiller residente del vecino colegio de Monteagudo. Pero no menos escandaloso resultaba el caso de Amador de Elduayen, que era un guipuzcoano del Santa Bárbara, compañero de estudios de Francés y de Pierre Favre, aunque más amigo de este último.

—¡Elduayen! —exclamó Xavier—. ¡Mi compatriota Elduayen! ¿Estás seguro de eso, Peña?

—¡Y tan seguro! El rector del colegio está hecho una fiera. Se encuentra reunido en estos precisos momentos con los miembros de la Sorbona y con el viceprincipal del Monteagudo en el despacho de éste. ¡Ay, Dios bendito, la que se ha formado!

—Pero… ¿es que se han vuelto locos?

—De remate. Lo que no se comprende es cómo esa locura se les ha contagiado a los tres. Al menos si hubiera sido uno solo, sería de comprender, pero tres a la vez… ¡Es el acabóse!

A Francés le dio un vuelco el corazón cuando comprendió que todo aquello se debía a las disparatadas influencias del tal Íñigo de Loyola. Indignado, le dijo a Peña:

—No me cuentes quién está detrás de todo este lío, pues bien lo sé: el loco ese; Íñigo, mi paisano el vascongado.

—¡Claro, hombre! ¿Quién si no? Si ya se sabe —sentenció Peña, levantando un reprobatorio dedo índice que señalaba a las alturas—: «
Un loco hace cientos
».

—Bien cierto es ese dicho —observó Francés y, con visible preocupación, añadió frunciendo el ceño, pensativo—: ¿Y Pierre Favre? ¿Qué hace nuestro camarada a todo esto?

—Está deshecho. Acabo de dejarle en el cuarto envuelto en sus cavilaciones. Si ya se lo decíamos: que se dejara de frecuentar las reuniones con ese dichoso Íñigo, que la cosa tenía por fuerza que acabar mal.

—Voy allá —dijo Francés—; he de saber qué piensa de todo esto.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban al segundo piso de la torre. Encontró a Pierre tal y como le había dicho el maestro Peña: desasosegado y muy triste.

—¿Ves, Favre? —le dijo meneando la cabeza, esbozando una media sonrisa irónica—. ¿Te das cuenta de lo que te advertíamos?

—No digas nada —contestó Pierre con visible angustia—. Si de verdad Íñigo ha hecho locos a esos tres, se verá con el tiempo. También Francisco de Asís abandonó el mundo y anduvo como mendigo. ¿Cómo nacieron si no los hermanos franciscanos?

—¡Favre, Pierre Favre, razona, hombre!

Nervioso, Pierre se rascaba la nuca, se retorcía los dedos de una mano con la otra y se mordía los labios. Conservaba el aire angelical de un niño y cierto candor en la mirada, a pesar de haber cumplido los veintitrés años. Esa presencia suya despertaba en Francés instintos de protección. Por eso quería convencerle. Pero Favre insistía:

—A fin de cuentas, ¿qué de malo hay en lo que han hecho esos tres? Y si lo hubiera, no sé qué culpa puede tener Íñigo; son tres hombres maduros, libres e instruidos…

—¡Favre, ese Íñigo es loco! —le gritó Xavier tomándole por los hombros y sacudiéndole—. ¡Despierta! ¿No ves eso? ¡Sal de tu ceguera, hombre! Mejor será que no le veas, al menos de momento; pues anda todo el mundo enfurecido contra él. Si aparece por aquí, le va a caer encima una buena tunda de palos. ¡Pues menudo está don Diogo de Gouvea con este asunto! Acaba de decirme el maestro Peña que el rector está reunido con los de la Sorbona y los del Monteagudo para ver lo que se ha de hacer en este caso.

—¡Que los dejen! —replicó Favre—. ¡Que dejen a cada uno hacer lo que le dicte su conciencia! ¿O acaso van a meterse con los que se pasan la vida pecando por ahí, en casas de lenocinio, bebiendo en las tabernas, metidos en pendencias, gastando el dinero de sus padres, mintiendo, corrompidos por sus pasiones, vicios y vanidades, alejados de Cristo…?

—¡Eh, para ya! —protestó Francés—. ¿Dices eso por mí?

—Lo digo porque es la pura verdad. Ningún principal de colegio se preocupa de lo que hacen sus alumnos, ni siquiera los maestros ponen cuidado para apartarles de los pecados. ¡Ahí tienes a Da Silva, que se está muriendo en el hospital de Saint-Jacques por causa de sus iniquidades, con la carne corrompida! ¿No es eso un escándalo? Sin embargo, porque tres buenos hombres opten por la castidad y busquen la santidad lejos del mundo, dedicados a los menesterosos y los enfermos, todo el mundo pone el grito en el cielo.

Francés se quedó pensativo. Las duras razones de Pierre le golpeaban de lleno, como flechas lanzadas directamente contra él. El ejemplo del maestro Da Silva, utilizado certeramente por su amigo, le afectaba especialmente. Ya habían hablado de ello con frecuencia. Aquello había supuesto un desagradable desenlace que también había suscitado muchas habladurías: el depravado maestro tuvo recientemente que frenar su vida licenciosa a causa del agravamiento súbito de su enfermedad. Expulsado del colegio, sin dinero y moribundo, tuvo que refugiarse en el asilo de desamparados, para vivir los pocos días que le quedaban en la vergüenza afrentosa de sus pecados conocidos por todo el mundo.

—Te lo vengo repitiendo un día y otro —prosiguió Favre—: me repugna esta vida falsa, superficial y extremadamente hipócrita de la Universidad. Aprendemos Filosofía, acudimos a los sacramentos, recibimos sermones, constantemente tratamos de las cosas de Dios; mas todo es ficticio, porque nadie actúa como si de verdad creyera. Nos rodea un piélago de pecados y vivimos entre ellos, condescendiendo, viendo con la mayor naturalidad cómo se corrompen muchachos buenos, que vienen de sus casas con la mirada limpia y buenas intenciones para ensuciarse en la ponzoña del barrio Latino. En las fachadas de los colegios, en las de las iglesias y conventos, hay imágenes de santos, los campanarios y las torres están coronados con la cruz del Señor; pero, sin embargo, junto a esos signos tan puros crecen como la cizaña lupanares y tabernas donde se ahogan nuestras mejores intenciones. ¡No soporto más esto! ¡Me muero de asco!

—¡Favre, Pierre Favre, basta! —le dijo Francés, yéndose hacia él para ponerle afectuosamente la mano en el antebrazo buscando calmarle.

—No, amigo mío. Ya te lo he dicho antes: no vine a París para esto. No sé si un día me casaré, si seré un padre de familia; no sé si acabaré mis días sirviendo a la Santa Iglesia; no sé lo que ha de ser de mí. ¡Sólo Dios lo sabe! Mas comprendo a esos tres que lo han dejado todo para buscar al único que puede hacerles felices. ¿Ése es el mal que han hecho? ¿Buscar a Dios?

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