¡Benditos sean los tres! ¡Ojalá tuviera yo ánimos y arrestos para hacer lo mismo!
Los pensamientos de su amigo asustaban a Xavier. Comprendía sus razonamientos, pues eran limpios, sinceros, y porque sabía bien que venían de un joven esencialmente bueno. El conocía a Favre mejor que nadie, había llegado a ser como un hermano. Aunque no compartían la misma visión del mundo, ni las diversiones que tanto atraían a Francés, hacían ejercicio juntos, paseaban por los campos, visitaban las iglesias de París cada domingo. Se ayudaban el uno al otro cuando cualquiera de los dos necesitaba dinero. Entre ellos había verdadera amistad y afecto sincero. Más que actuar al unísono, se compenetraban por ser completamente diferentes.
—Hazme caso, amigo Favre —le rogó—. Sepárate al menos durante un tiempo de Íñigo de Loyola. Así podrás pensar mejor en todo esto. No le escuches por ahora.
—He de separarme no por mi voluntad —respondió Favre—. Dios ha querido que Íñigo se encuentre en estos momentos lejos de París. Ni él mismo sabe lo que se ha liado aquí a cuenta suya.
—¿Pues dónde está?
—Va a pie descalzo, sin comer ni beber, haciendo penitencia como peregrino, hacia Ruán, donde piensa dar alcance a un amigo suyo que le ha engañado robándole dineros y que ahora ha caído enfermo.
—¡Ah, vaya! —exclamó Francés con ironía—. A tu hombre de Dios le preocupan sus dineros, como a todo mortal…
—No, Xavier, no es el dinero lo que va a buscar Íñigo, sino perdonar y salvar el alma del dilapidador de sus caudales. No va a por él con odio, sino con toda compasión. Íñigo es incapaz de odiar. Sólo busca a ese amigo para ayudarle.
—Pues eso le ha librado de una buena tanda de palos. ¿No habrá escapado a cuenta del lío que ha armado en la Universidad?
—Créeme —contestó Favre, llevándose la mano al pecho—, a estas horas Íñigo irá andando por los caminos, como te he dicho, descalzo y sin comer ni beber, ajeno a lo que ha pasado con esos tres. Irá aprisa, ansioso por solucionar el desatino de su amigo.
—Lo que yo te digo —comentó Francés meneando la cabeza—: loco, loco de remate.
París, julio de 1529
El alboroto formado a causa del retiro del maestro y de los dos bachilleres se alargó durante todo el mes de julio. Con los calores del verano, en las noches de conversaciones que mantenían las candelas encendidas so pretexto de seguir estudiando, los colegiales barbistas tenían un motivo para hablar y para exagerar. Se decía de todo: que andaban descalzos, que se habían prendido cadenas pesadas a los tobillos, que deliraban… Habladurías aparte, lo más comentado era el hecho de que el joven Pedro de Peralta, bachiller de origen toledano, estaba en puertas de su examen de Licenciatura, al cual había renunciado por seguir su aventura mística de absoluto desprendimiento.
La cosa se puso mucho más fea cuando empezó a difundirse por ahí el rumor de que las peregrinas ideas de los tres fugitivos desprendían cierto tufo a herejía. Los ramalazos del luteranismo venían causando estragos desde hacía tiempo y cualquier comportamiento extraño en materia de fe enseguida despertaba sospechas. La caza de los herejes era habitual, así como las condenas a la hoguera, públicamente ejecutadas en diversas plazas, tras perforárseles la lengua o cortarles la mano a los condenados.
Recientemente, Beda había publicado su Apología contra los herejes ocultos, que se dirigía principal y directamente contra Erasmo de Rotterdam, su adversario perpetuo. En abril había sido quemado vivo en la plaza de Grève, por luterano relapso, Berquin, que era seguidor y protegido suyo. La Sorbona estaba en permanente contienda contra las ideas erasmistas, en las que se apreciaba una larga lista de enseñanzas erróneas, escandalosas e impías.
El rector del colegio de Santa Bárbara, Diogo de Gouvea, advertía constantemente a los maestros y colegiales sobre «el mortal veneno que las obras de Erasmo ocultaban bajo su envoltura inocente». Decía abiertamente que debía ser quemado por contumaz hereje que renovaba la herejía arriana. Consideraba impía y escandalosa su crítica a San Jerónimo, y solía citar lo que tanto se decía por ahí: «Erasmo puso el huevo y Lutero lo ha incubado». Por estas razones era muy celoso en el gobierno de su colegio, mirando siempre que nadie desde fuera llenase de ideas extrañas las cabezas de sus maestros y alumnos.
Cuando el rector indagó, junto con los miembros de la Sorbona y su colega del colegio Monteagudo, sobre lo que había sucedido para que Castro, Peralta y Elduayen abandonasen su vida de universitarios aplicados, averiguó que Íñigo de Loyola les había propuesto una serie de meditaciones a las que él llamaba «ejercicios espirituales», con las que les había llevado a esa repentina fiebre de abandonar el mundo. Gouvea montó en cólera. Determinó sin género de dudas que el vascongado era el causante de todo y resolvió poner en manos de los inquisidores el asunto, por apreciar en él claros visos de ideas erróneas y perniciosas.
Cuando los amigos y compañeros de los tres retirados supieron que la cuestión estaba en manos de la Inquisición, corrieron a advertir a los «trastornados» al hospital de Saint-Jacques e intentaron convencerles con buenas razones de que salieran de allí y cesasen en sus locas ideas. Pero, al no conseguirlo, se pusieron muy violentos, entraron en tropel en el asilo y los sacaron a los tres a la fuerza, llevándolos a rastras ante las autoridades de la Universidad. Fueron interrogados, amonestados y castigados severamente. Con graves amenazas, se les hizo jurar que terminarían sus estudios antes de plantearse de nuevo el abandono del mundo. De momento, la cosa se calmó.
Pero todas las iras seguían puestas en Íñigo de Loyola, como principal causante del escándalo, por haber seducido a los tres ingenuos, perturbándoles el juicio con sus sospechosos «ejercicios espirituales». Ahora sólo restaba esperar a que regresase de su estrambótico viaje a pie, sin comer ni beber, para enfrentarlo a los inquisidores.
Por su parte, Gouvea advirtió de que, cuando apareciese Íñigo, si se le ocurría volver a tratar con los estudiantes del colegio, le sometería a la salle, el ignominioso castigo de los azotes públicos, por «seductor» de jóvenes y alborotador de conciencias.
Cuando supo Pierre Favre de las sospechas que recaían sobre su espiritual amigo, dijo:
—¿Íñigo hereje? ¡Qué estupidez! Todo lo contrario es Íñigo. No quiere ni oír hablar de Erasmo; muchísimo menos de Lutero. Tiene fino olfato para esas cosas; sabe detectar bien los lugares donde asoma la herejía y huye de ellos. Él suele contar que en Alcalá de Henares le recomendó un confesor la lectura del Enchiridion de Erasmo; pero no obedeció el consejo, precisamente porque sabía que personas de autoridad en la Santa Iglesia ponían en duda las ideas de tal libro.
—Entonces —le preguntó Francés—, ¿de dónde alimenta sus alocadas ideas? ¿Qué lee ese Íñigo?
—¡Es un hombre entusiasmado por Cristo! No le interesa otra cosa que el Evangelio. No lo veo yo encandilado por los libros. No, él va a lo suyo, y lo suyo es una sincera búsqueda de lo que Dios quiere.
—¡Bah, pamplinas! —replicó Francés—. De alguna parte le vendrá la fiebre de andar soliviantando gente para ganársela a sus locuras.
—Hablas sin saber, Xavier. Sigues hablando sin saber, como todos esos que tan divertidos están con todo esto, inventando cosas acerca de lo que no saben. Deberías conocer a Íñigo. Cuando trates con él, podrás forjarte un juicio razonable. Mientras tanto, mejor será que te calles acerca de ese hombre.
—Mejor será que te alejes tú de él. No están las cosas como para que se te vea a su lado. Ahora, cualquiera que se junte con ése estará mal visto en el barrio Latino.
Septiembre de 1529
Regresó Íñigo de Loyola a París a finales del verano y sus amigos, entre los que se contaba Pierre Favre, le pusieron enseguida al corriente del lío que se había armado a cuenta suya, y cómo la Inquisición le andaba buscando. Con firme resolución, el vascongado se fue inmediatamente a presentarse ante el Inquisidor General, que despachaba en el convento dominico, junto a la puerta de Saint-Jacques. Trató del controvertido asunto con el juez y salió pronto de allí sin cargo alguno, desestimadas las denuncias y sobreseído el proceso.
Esto se supo enseguida en el colegio de Santa Bárbara, para desilusión de quienes estaban deseosos de verle acusado como hereje. Y para consuelo de Pierre Favre. El cual, ufano, corrió a decirles a sus compañeros de cuarto:
—¿Lo veis? Si ya os lo decía yo, que no era cosa de herejía lo de Íñigo. Ahora todos esos tendrán que tragarse lo que han hablado.
El maestro Peña, pensativo, asintió:
—Sí, quizás hemos juzgado con demasiada premura. Hoy he sabido que el rector Gouvea ha hablado con el Inquisidor y éste le ha dicho que no sólo no aprecia herejía alguna en el de Loyola, sino que es hombre piadoso, ajustado a una fe sincera y ferviente cumplidor de cuanto manda la Santa Madre Iglesia.
—Bien —apostilló Francés—, parece bien cierto que no es un hereje; pero loco es, loco de remate. Y, cuidado, Favre, que te acabará haciendo loco como a Castro, Peralta y Elduayen.
París, 24 de septiembre de 1529
Sin que Francés supiera cómo se preparó a sus espaldas, se enteró de repente en la portería del colegio de que Íñigo de Loyola había sido admitido como porcionista en el Santa Bárbara, y que comenzaría sus estudios de Filosofía bajo el maestro Peña, en su mismo cuarto. Montó en cólera.
—¡Peña y Favre me han traicionado! —exclamó—. ¡Ese individuo aquí, en mi cuarto!
Subió los peldaños de la escalera de la torre de dos en dos e irrumpió en el dormitorio como un trueno. Allí no había nadie. Paseó la mirada por la estancia y enseguida vio el nuevo camastro en el fondo, junto a un ventanuco, con un hatillo pequeño y pobre encima, algunos libros y un tosco gorro de lana. No le habían gastado una broma en la portería; en efecto, un nuevo escolar había tomado habitación como compañero de Peña, Favre y Xavier. Y todo apuntaba a que era el tal Íñigo. «¡Pierre —se dijo—; ha sido cosa de Pierre!»
Corrió a enterarse bien de aquello, pues había estado fuera durante una semana, en la casa de campo de unos conocidos, y ahora, a su regreso, se encontraba de repente con la desagradable sorpresa. Fue al despacho del vicepresidente del colegio, que era el sobrino de Diogo de Gouvea, André de Gouvea, y le preguntó si el de Loyola sería compañero suyo durante el nuevo curso que pronto iba a comenzar.
—Sí, cierto es —le respondió el viceprincipal—. Mi señor tío ha admitido al estudiante Íñigo de Loyola en el colegio.
—Pero… si el señor Gouvea no podía ni ver a ese Íñigo —repuso Francés—. ¡Con el lío que hubo en julio!
—Sí, pero todo se calmó con la intervención de los inquisidores. Aquello fue un malentendido. Tu paisano Íñigo vino a hablar con el rector del colegio hace una semana y solicitó plaza. Es hombre de buen linaje, hijo de cristianos viejos todos, vascongados, gente muy principal; ha abonado las cantidades obligadas por el alojamiento y ¿qué iba a hacer el señor Gouvea, sino admitirle?
—¡En mi cuarto! ¡Me lo han metido en mi cuarto!
—Bien, ése es otro asunto. Mi señor tío consideró oportuno que, dada la singular personalidad de este hombre, sus… sus manías, ya sabes, sería oportuno que alguien de peso de la casa le tuviera cerca. El maestro Peña, que ha de dirigirle en sus estudios, se encargará de irlo llevando al redil y sacarle esas ideas extrañas. ¿Comprendes? Por eso el principal le ha dado cama en vuestro cuarto.
—Entonces… ¿no ha sido cosa de Favre? —inquirió.
—Nada de eso. Han sido mi señor tío y Peña quienes lo han apañado todo.
Esa misma tarde, después del almuerzo, Francés de Xavier e Íñigo de Loyola se encontraron por primera vez frente a frente en el aposento que debían compartir desde ese día. Por una casualidad, o porque habían preferido ambos que fuera así, ni el maestro Peña ni Favre estaban presentes. Francés subió al cuarto a recoger algo y halló a su nuevo compañero de espaldas, mirando por la ventana. Íñigo se volvió. Los dos se miraron. Hubo un silencio tenso. El vascongado inició la conversación.
—Soy Íñigo de Loyola, paisano tuyo. Ya te habrán dicho que…
—Sí, ya me lo han dicho —contestó Francés, desdeñoso.
—Me gustaría que nos conociésemos mejor, ya que hemos de convivir. ¿Podemos charlar durante un rato?
—No. Ahora no tengo tiempo; he de ir a entrenarme para el campeonato de saltos del día de San Remigio.
—¡Ah, claro! —exclamó Íñigo, muy sonriente—. Ya sé que eres el primero en eso. Todo el mundo lo comenta.
—Mira, no tengo tiempo para conversar —le espetó secamente Xavier, mientras descolgaba su ropa de la percha—. Ya te he dicho que he de irme.
Íñigo trataba de ser complaciente. Anduvo hacia él sin dejar de sonreír. Se le veía algo nervioso. En los cuatro pasos que dio desde la ventana, tropezó con la esquina de la cama y acentuó su cojera. Francés, que le observaba de soslayo, se volvió y le miró desafiante. La presencia del vascongado le molestaba mucho más de lo que supuso antes de tenerle cerca. Le pareció un hombre calvo, de cuerpo seco, amojamado, de ojos brillantes y escrutadores, cuyas ropas ajadas le desagradaron. En el primer pensamiento que acudió a su mente, resolvió que era alguien que descuidaba su aspecto, a pesar de ser de noble linaje. Se fijó también en la barba algo desarreglada, en las manos grandes que se frotaba nerviosamente. En su interior, le despreció y maldijo tener que compartir el cuarto con él.
Antes de salir de allí para alejarse cuanto antes de su lado, Francés le dijo, muy despectivamente:
—Te rogaré una cosa, ya que veo que no me queda más remedio por el momento que vivir contigo. Deja en paz a Pierre Favre. Es una buena persona y no se merece que alguien le cree complicaciones. ¡Déjalo estar!
Íñigo se estiró y cambió completamente de expresión. Clavó sus ojos en Xavier y sostuvo su mirada desafiante, mientras le decía con gran seriedad y firme voz:
—Veo que estás resuelto a no darme cuartel, a pesar de que vengo a ti con todas las armas rendidas. Muy bien. Yo no voy a pelear contigo, pero no me digas lo que he de hacer o lo que no debo hacer. Eso es cosa mía. Si quieres darle consejo a Pierre Favre, estás en tu derecho. Pero a mí no me aconsejes, si deseas tener buena avenencia conmigo. El mismo derecho que tú tengo para tratar con Favre como estime oportuno, o con quien desee, pues a ti te debo sólo respeto, mas no obediencia.