En compañía del sol (27 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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—¡Ah, padre, querido padre Francisco! —suspiró entre sollozos—. ¡Bienvenido! Dios os manda. ¡Cuánto os necesitaba!

Desde aquel día, surgió entre ellos una íntima amistad. Francisco comprendía los sufrimientos del buen fraile de edad provecta, enfermo, fatigado y solo en su deseo de predicar con el ejemplo. Y el buen obispo se sintió muy aliviado al descubrir en el enviado del papa a un amigo, colaborador y confidente, en vez de a un inspector exigente y autoritario.

Capítulo 35

La India, Goa, 9 de mayo de 1542

El mejor auxiliar que tenía el obispo era Miguel Vaz Continho, el vicario general, un bachiller en Derecho Canónico que no era clérigo, pero que conocía muy bien las leyes y llevaba en Goa ya más de diez años. Por eso era la persona más indicada para poner al corriente a Francisco de los asuntos de la Iglesia en Goa.

—Vaya vuestra reverencia a visitarle —le recomendó el prelado—. El sabrá darle explicaciones y consejos mejores que los míos, pues conoce a mucha más gente y anda más metido en los problemas del gobierno de la colonia que yo.

Xavier fue a verle. Vivía don Miguel cerca de la muralla, junto a la fortaleza, y no se sorprendió al recibir la visita del humilde nuncio del papa. Ya le había visto de lejos el día de la llegada del Coulam y le habían dicho quién era, aunque no tuvo ocasión de presentarse a él en el bullicio festivo del recibimiento.

El vicario era un hombre instruido, serio y educado. Hablaba pausadamente. Explicó sin prisas y con palabras muy certeras todo lo que se necesitaba saber acerca de Goa. Como era de esperar, ponderó la misión del buen obispo, a pesar de su edad y sus achaques. Le consideraba un hombre santo. Pero, como fray Juan, se quejó amargamente del clero. Recientemente había tenido que tomar cartas en el asunto con mano dura y desterró a un sacerdote de conducta inmoral a la isla de Sao Thomé, a África. También acudió con mandato del gobernador a cerrar los negocios de algunos frailes corrompidos. Nada menos que al deán de la catedral tuvo que apartar del cargo.

—Le daban ataques de ira —le contó—. Insultaba en el coro de la Sé a los canónigos, llamándoles burros, chapuceros, villanos, ruines, bellacos, ladrones… Y les amenazaba con el bastón. Un día incluso sacó un cuchillo de entre las ropas. Era un hombre peligroso. ¡Un loco!

De los portugueses tampoco le dio buenas referencias. Goa estaba llena de hombres egoístas e impíos a los que únicamente les importaba vivir bien a costa de los pobres indígenas.

—Muchos de ellos están casados en Portugal y aquí se han amancebado con otras mujeres. Peor que moros, los hay que tienen varias, hasta ocho, diez o más, con numerosa prole de todas ellas. Pero… si fueran sólo esos los pecados… Lo peor es que hay afición a derrochar el dinero en todo tipo de lujos, trajes, caballos, buenas casas y muchos esclavos y esclavas. Para estos fines, no dudan en hacer males a los naturales indios apretándoles con duros trabajos y sacándoles lo poco que tienen.

—¿Y a todo eso no ponen freno las autoridades? —observó Francisco—. ¿No hay justicia y leyes?

—Las hay, pero no dan abasto para atajar tantas tropelías. Sepa, señor nuncio, que hay capitanes y caballeros nobles que se echan a perder aquí a causa del ánimo de ganar oro, como única ley. Se pasan muchas veces más de un año sin pagar los sueldos y manutenciones a sus soldados, y éstos, para no morir de hambre, venden los derechos de sus soldadas por una miseria y andan luego mendigando por las calles, se pasan a los moros o se echan en manos del corso para hacer tropelías sin cuento. Creedme, padre, que no exagero.

—Lástima —se lamentó Xavier—, pues se ve mucha mocedad aquí. Con tan malos ejemplos, es de temer que los jóvenes hidalgos y los soldados portugueses pierdan la fe. Si hemos venido a estas tierras a hacer cristianos y va a resultar que el demonio no sólo lo impide, sino que sale ganando almas, ¡vaya negocio!

—Así es, padre. Muchos de esos jóvenes hidalgos vienen convencidos a propagar la fe y a luchar contra el moro. Pero la permanencia en estos lugares apartados, lejos del reino católico, de la familia y de las moderadas costumbres portuguesas, pronto hace que se relaje la piedad. A ello se suma el clima cálido, nada bueno para las pasiones, la dura vida del soldado y muchas ocasiones de pecar. En fin, nada facilita las cosas.

—Hay que hacer algo. No debemos permiti-r que el mal se propague de esta manera. ¡Acabaremos sembrando de iniquidad estos territorios!

—Comprendo vuestro ardor misionero, señor nuncio —repuso don Miguel Vaz, con su exquisita elocuencia—. Mas considero necesario que conozcáis la verdadera realidad de Goa. Y aún he de deciros muchas más cosas que han de desalentaros más. Hace ahora cuatro años ya que su majestad el rey envió a la India una flota de dos mil hombres, a causa del peligro turco. Esa soldadesca la componían cerca de un millar de hidalgos y caballeros y la otra mitad eran gente desharrapada, pobretería y mozalbetes imberbes que apenas cobraban una soldada de quinientos reís de sueldo. ¿Qué cree que sucedió con todo ese personal? Yo se lo diré. Los hidalgos enseguida se acomodaron a la buena vida. Pronto se les veía pasear arriba y abajo por la vía principal de Goa, llevando tras de sí cuatro o cinco esclavos y un lacayo para que les sostuviera la sombrilla. Todos esos mozos vanidosos tomaron enseguida servidumbre y mujeres para satisfacer sus deseos más nimios. ¡Una vergüenza! Y por otra parte, la chusma que no era noble se echó a los montes o a la mar para ir por ahí, de aldea en aldea, de isla en isla, robando y pirateando sin freno. ¿Qué os parece?

—Un desastre. Termino de darme cuenta de que Satanás anda suelto aquí. Pero… ¿siempre fue así? Allá, en la cristiandad, se piensa que aquí los católicos hacen mucho bien a la causa de Nuestro Señor.

—Mire, padre. Hace treinta y cinco años, cuando el virrey don Francisco de Almeida, los portugueses de Goa cumplían con la moral cristiana. Los casados, salvo raras excepciones, se sujetaban a sus mujeres legítimas. En general eran hombres convencidos, fieles católicos que acudían a misa, todos dispuestos en todo tiempo a luchar contra el moro y dar buen ejemplo a los paganos. Todavía iba la gente a pie, con sencilla casaca de algodón hasta las rodillas, camisón y alpargatas. Pero hoy los hombres traen galas de seda, visten fastuosos jubones, elegantes botines de cordobán y calzas de colores; llevan plumas en el sombrero y gastan joyas, aros de oro, collares y sortijas, como los rajás paganos. Van siempre a caballo, con jaeces de gala, con palafreneros llevándoles las bridas, ¡como si fueran príncipes! A eso llaman «
estar al servicio del rey
», cuando son sólo unos inútiles de vida libertina.

Francisco escuchaba el relato del vicario con suma atención. Se daba cuenta de que todo en Goa era muy diferente a lo que se había imaginado. Pero, lejos de descorazonarse, comprendía que se necesitaba una dura lucha espiritual para cambiar allí muchas cosas.

—Esto no va a ser fácil —le dijo a Vaz—. Pero no olvidemos que tenemos al Señor de nuestra parte.

10 de mayo de 1542

Las primeras semanas las dedicó Francisco a conocer la realidad donde debía desenvolverse. Recorría la ciudad. Caminaba mezclado entre la gente, pasando desapercibido por su sencilla indumentaria. Se calculaba que en Goa vivían más de cincuenta mil almas, distribuidas en treinta aldeas. Al principio, se movía por la población de los portugueses. El núcleo urbano de la ciudad propiamente dicha no era muy grande. Desde el portón principal de la muralla, se podía caminar al lado del río por el arsenal y llegar en medía hora hasta la aduana. Era un paseo interesante, se cruzaba toda la Ribeira, donde trabajaban centenares de hombres en los astilleros, cortando y tallando maderas, trenzando cuerdas y cosiendo velas. Más allá del arsenal, se fundían los cañones. Asombrado, Xavier observaba los trabajos de los elefantes que, como criaturas salidas de un cuento de gigantes, movían las vigas y las pesadas piezas de hierro sirviéndose de sus trompas y colmillos.

Junto a la misma orilla del río, se adentraba por un barrio de casas apretadas donde encontraba a las gentes más diversas: portugueses de aspecto aguerrido con espada al cinto, negros con aros pendiendo de las orejas, marineros de la peor traza, faquires escuálidos, brahmanes errantes y muchos hombres y mujeres sumidos en la mayor de las pobrezas, famélicos, cuajados de llagas, enfermos, sucios y harapientos. Le daban más pena que nadie los ancianos abandonados a su suerte que mendigaban en las esquinas y los niños hambrientos comidos por enjambres de moscas. Se quedaba como paralizado, vencido por una tristeza infinita.

Desde la ribera ascendía por entre las chozas de barro, cuyos tejados de palma azotaba un sol abrasador, y tomaba un sendero zigzagueante entre cocoteros, bananos, arecas e higueras indias. La humedad era sofocante. Más arriba crecía una grama amarillenta y arbustos espinosos, delante de la silenciosa capilla de Nossa Senhora do Rosario. Entraba en el pequeño y humilde santuario, cegado por la poderosa luz exterior, y se arrodillaba en el fresco suelo donde oraba, poseído por una misteriosa sensación de irrealidad:

Dios, ¡oh, Dios!, me envuelves
.

Estás aquí

En ti vivo, existo, me muevo, respiro, soy… soy gracias a

tu bondad, de infinita bondad
.

Tumbado, aplastado contra el pavimento de losas de arcilla, sentía vibrar todo su cuerpo:

Creo, Señor, creo y te adoro

Más interior que mi interior, más profundo

Más que la hondura y profundidad de mi alma

¡
Señora mía! ¡Señora, madre mía! ¿Qué he de hacer
?

Capítulo 36

La India, Goa, junio de 1542

Con paso rápido, infatigable y exultante de alegría, Francisco subía por la pendiente donde se asentaba el barrio de los indígenas, seguido por un tropel de muchachos desarrapados, esclavos y esclavas, niños y niñas de oscura piel y enmarañados cabellos negros, que reían y le jaleaban con sus voces cantarinas.

Diariamente, el jesuita reunía a esta multitud, que a veces llegaba a superar los trescientos, y los llevaba ala fresca iglesia de Nossa Senhora do Rosario, en lo alto del promontorio que se alzaba fuera de la ciudad. Allí, como en un teatro a la manera oriental, se ponía delante del altar y alzaba los ojos y las manos al cielo, representando la comunicación con Dios. Maravillados, los pequeños oyentes se ponían como en trance y pronto estaban repitiendo en voz alta, locos de contento, las oraciones y las enseñanzas de la doctrina que Xavier les enseñaba cantando, con melodías pegadizas que les encantaban. Era una concurrencia pobre, sucia, descalza y maltratada.

Francisco casi no podía hacer otra cosa con aquel muchacherío que sacarlos del triste barrio donde se desenvolvían cotidianamente, abandonados a su suerte, mendigando como perrillos alrededor de los hidalgos portugueses; cuando no eran utilizados en infamantes trabajos que les agotaban sin apenas ganancias o, mucho peor, prostituidos y convertidos en víctimas de los más crueles abusos.

Sabían poco portugués; pero, por una misteriosa comunicación de espíritus, llegaban a comprender enseguida que aquel hombre recién llegado a Goa, aun siendo alguien importante, no vestía con los lujos del resto de los hombres venidos de la lejana cristiandad, sino que sólo se cubría con una especie de túnica raída; iba como ellos descalzo y comía también de lo que le daban. Pero había algo mucho más importante, lo que de verdad seducía a toda aquella gente menuda y hambrienta: Francisco les amaba y sabía expresarlo sin aspavientos, con una ternura inagotable y una permanente sonrisa en el rostro. Incluso cuando se peleaban entre ellos, pues se armaban frecuentes trifulcas, no les trataba a palos, como el resto de la gente. Ni se hartaba de ellos cuando se ponían pesados, siguiéndole a todas partes, no dejándole ni un momento en paz, ni a sol ni a sombra.

Francisco estaba viviendo una especie de delirio; la rara locura de amar incondicionalmente a una suerte de gente débil en extremo, a los que nadie tenía en cuenta, ni consideraba de ninguna manera. Estaba cautivado por la compañía de los verdaderos hijos del cielo y ello le arrebataba por los extraños y velados caminos de la verdadera felicidad.

Con frecuencia se quedaba arrobado, sólo admirándolos. Se extasiaba contemplando sus ojillos curiosos, negros como el azabache; sus limpias e inocentes miradas hechas únicamente a ver la miseria. Le encantaba observarlos cuando jugaban, cuando charlaban entre ellos, cuando reían a carcajada limpia. A veces, estallaban en locas carreras, como bandadas de pájaros bulliciosos. Otras veces se enzarzaban en animadas discusiones y acababan pegándose. Incluso esto le parecía maravilloso, pues le servía para explicarles con gestos y medias palabras la gratificante fuerza de la reconciliación. Eran aquellas pobres criaturas íntimamente sensibles al amor, como cualquiera que se ha criado en el sufrimiento.

De entre todos, destacaban sus favoritos: una pequeña niña que se desplazaba arrastrándose, hincando ios codos en tierra, pues tenía los miembros carentes de toda fuerza y las manos engurruñadas; también dos niños mellizos, de unos seis años de edad, a quienes rescató de una pocilga donde hacían la vida con los cerdos. Convenció a los demás de que debían cuidarlos. Pocas semanas después, a Francisco se le cayeron regueros de lágrimas cuando comprobó que el resto de los niños se peleaban por llevar en brazos a la pequeña paralítica. Era como si aquellos desheredados, a fuerza de ser tratados con desprecio y no contar nada, tuvieran el alma más dispuesta que nadie para aprender cosas buenas. De manera que pronto traían a otros niños y niñas, esclavos y esclavas, a los que encontraban por ahí, enfermos, abatidos por la fatiga de tantos trabajos, cojos, ciegos y lisiados.

Junio a septiembre de 1542

Durante cuatro largos meses, desde su llegada en junio de 1542 hasta septiembre, Francisco de Xavier trabajó en Goa infatigablemente. Se dedicaba a los enfermos del hospital del Rey, a los niños, a los esclavos desamparados y a los mestizos. Los domingos salía de la ciudad y se encaminaba por un sendero solitario que discurría por en medio de un tupido bosque de palmeras y que conducía hasta un llano triste, donde se alzaba un pobre poblado de chozas construidas con cañas y palmas. Allí vivían, apartados del resto del mundo, los enfermos del mal de San Lázaro: los leprosos. Francisco les llevaba regalos, les decía misa, les confortaba y pasaba el día entre ellos, convertido en su amigo.

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