En busca de Klingsor (25 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—Klingsor —dije—. Desde luego que he escuchado hablar de Klingsor.

—¿Y por qué lo negó hace un momento?

—No estaba seguro de querer inmiscuirme…

—¿Ahora lo está?

—Creo que sí.

—Bien. Lo escucho.

—Klingsor es un tema demasiado delicado en las condiciones actuales, teniente. Ahora estamos iniciando una nueva era de paz y reconciliación, o al menos eso nos han dicho. Klingsor, le repito, pondría otra vez sobre la mesa sucesos que van a incomodar a muchas personas. Gente importante piensa que debemos permitir que las heridas comiencen a cerrarse, reconstruir Europa, convertirla en un bastión contra los rojos; nuestros viejos enemigos ahora también son los suyos… Usted debe comprenderme. La bomba, por ejemplo. A nadie le interesa que los rusos se apoderen de ella, ¿no es verdad?

—¿Klingsor estaba relacionado con la bomba?

—Klingsor tenía que ver con
todo
, teniente; ése es el problema y el peligro de esta empresa. Estaba involucrado en demasiados asuntos, militares y científicos, como para que a alguien le interese hacer públicas sus actividades —Bacon no podía ocultar su asombro—. Así es, teniente: Klingsor autorizaba el presupuesto que se entregaba para las investigaciones especiales del Reich. Nadie lo conocía, pero se suponía que era un científico de primer orden que, en la sombra, desde una posición aparentemente apolítica y apartidista, lo asesoró a lo largo de la guerra. ¡Todos los hombres de ciencia queríamos saber quién era! Su labor no es nueva, teniente. Al principio, creímos que se trataba sólo de un rumor. Cuando algo fallaba, o cuando algo salía extraordinariamente bien, cuando un proyecto era aprobado o cuando era rechazado por el Comité de Investigaciones Científicas del Reich, se decía que era porque Klingsor había intervenido, a favor o en contra, a la hora de tomar una decisión. Era una especie de demiurgo detrás de todos los movimientos que veíamos en la superficie, una mezcla de consejero y espía que controlaba una ingente cantidad de información. Un hombre que en su ámbito era todopoderoso y que sólo le respondía a Hitler en persona…

Bacon estaba demasiado atribulado para hablar con coherencia. De pronto, yo le estaba revelando una mina de oro: le daba una razón para seguir adelante.

—Siga, profesor Links…

—Klingsor era tan poderoso que, por este motivo, algunos pensaban que en realidad no existía, que
no podía existir
. Comenzaron a circular diversas teorías sobre su identidad: que era una táctica de Goebbels para mantener a la comunidad científica bajo control, que en realidad Klingsor agrupaba a decenas de personas bajo esa denominación común, que su nombre era una invención de las sociedades secretas que existían en el Reich, e incluso alguien sugirió que Klingsor era el propio Hitler… Rumores y más rumores, teniente, en una época en la que resultaba particularmente difícil hablar de estos temas. La incertidumbre era terrible —me sentía agotado después de esta larga perorata—. ¿Pero quiere que le cuente qué pienso yo?

—Por favor.

—A diferencia de muchos de mis colegas —proseguí—, creo que Klingsor en realidad era una sola persona… ¿Por qué? Por su modo de actuar, por las huellas que iba dejando en el camino, por las coincidencias que iban apareciendo en el campo de la ciencia… Demasiadas como para admitir que Klingsor era una invención producto de nuestro miedo… Casi podría decirle que los actos de Klingsor tenían un carácter propio… Por desgracia, no tengo ninguna prueba que respalde mis suposiciones —hice una pausa—. Por eso me resistía a decirle la verdad, teniente. No tengo un solo argumento definitivo para apoyar mi teoría y no quiero que usted tome una ruta equivocada por mi culpa.

Para entonces, Bacon ya había dejado de escucharme. Se encontraba en un estado que se confundiría con el éxtasis. Había empezado a sudar.

—¿Quiere usted decir que Klingsor era quien controlaba toda la investigación científica secreta en el Reich?

—Así es.

—¿Y por qué no hay ninguna prueba de su existencia? ¿Por qué nadie habla de esto?

—¿Es que Dios o el diablo dejan huellas explícitas de su influencia sobre los hombres, teniente? —repuse—. Desde luego usted no va a hallar ningún documento firmado por Klingsor, ni un informe de sus actividades, ni un memorándum dirigido a su oficina. Mucho menos un expediente con su fotografía. Pero ello no quiere decir que no haya existido o que no exista aún. Por el contrario, yo creo que esta invisibilidad es una de las pruebas de su presencia entre nosotros. Por la naturaleza de sus actividades, debía borrar cuidadosamente sus pasos, eso está claro. Pero ahí están los
hechos
, teniente. Si usted los observa con detenimiento, será capaz de interpretarlos y, a partir de ahí, podrá llegar hasta
él
.

—Le confieso que me deja estupefacto, profesor. No sé qué pensar.

—Tómelo con calma, teniente. Piénselo y volvamos a encontrarnos para que me diga usted si cree que soy un chiflado o si me concede un poco de razón.

—No sé…

—Lo único que le pido es que no comente esto con sus superiores.

Usted me ha dicho que lo más importante es la confianza que nos debemos. Si no le hablé antes de mis sospechas, fue porque temía haberme topado con alguien menos capacitado que usted para comprender la situación. Si esto sale a la luz, podemos estar seguros de que lo habremos perdido… Y de que mi futuro como hombre de ciencia en Alemania estará terminado.

—Pero ¿cómo sabe que aún vive? ¿Cómo sabe que no ha muerto o ha huido?

—No lo sé —dije, confiado—, lo
sospecho
.

—¿Y debo basar mi investigación en una sospecha?

—Esa decisión le corresponde a usted. Yo me declaro dispuesto a otorgarle mi tiempo y mis conocimientos con el fin de llegar a revelar la verdadera identidad de Klingsor. Y sólo le pongo una condición.

—Que su nombre no aparezca en mis informes…

—Exacto.

—No puedo hacer eso, profesor.

—Sólo así estoy dispuesto a ayudarlo. Ya he tenido demasiados problemas. Es una prueba de confianza, teniente. Usted la pidió. Bacon se quedó en silencio unos momentos, inquieto.

—De acuerdo: se convertiría usted en mi guía —dijo al fin, procurando no ser demasiado entusiasta—. Mi Virgilio.

Me gustó su comparación. Comenzábamos a entendernos.

LA DEMANDA DEL SANTO GRIAL

—¿Sabe usted quién era Klingsor? —de algún modo, supuse que esta cuestión, al parecer trivial, se le habría escapado al teniente Bacon.

—Si lo supiera, no se lo habría preguntado.

—No me ha entendido, teniente. Le pregunto si sabe quién era el Klingsor original, el de las leyendas…

—Supongo que alguno de los héroes que aparecen en las óperas de Wagner y que Hitler admiraba tanto —respondió.

Decididamente, la mitología no era su fuerte.

—Temo decepcionarlo, pero no se trata de un héroe sino de un villano. Es uno de los personajes del Parzîval de Wolfram von Eschenbach aunque, es cierto, su historia la popularizó Wagner con su
Parsifal
.

—Que seguramente le encantaba a Hitler…

—Me extraña que se deje llevar por los lugares comunes —le dije—. Aunque el Führer adoraba a Wagner,
Parsifal
no era una de sus obras favoritas… Le parecía demasiado cristiana, como a Nietzsche.

—Está bien, Links —era la primera vez que me llamaba con esta familiaridad un tanto cansina—, cuénteme la historia de ese Klingsor. Soy todo oídos.

—La acción sucede, como no podía ser de otra manera, en una época inmemorial, en alguna región mágica del mundo que algunos han identificado con Sicilia, otros con Inglaterra (es la misma historia de los caballeros del rey Arturo) y algunos más con la Selva Negra. Primer acto. Estamos en un bosque cercano al castillo de Montsalvat…

—El Monte de Salvación —tradujo Bacon. Apenas hice caso a su banal erudición.

—Ahí se reúne una orden militar y religiosa: los caballeros del Santo Grial. El Grial, según la leyenda, es el cáliz que utilizó Cristo en la última cena y en el cual, unos días después, fue recogida la sangre que salió de su costado cuando fue herido por la lanza de un soldado romano, de nombre Cayo Casio, conocido a partir de entonces como Longinos. Bien: los caballeros tienen la sagrada misión de custodiar el Grial y de honrarlo en una ceremonia. En la versión de Eschenbach, el Grial no tenía que ver con la sangre de Cristo, pero Wagner decidió apropiarse de la tradición cristiana: mientras que para el trovador medieval se trataba de un rito de origen pagano, Wagner lo convierte en algo parecido a la comunión.

—Es un tanto enredado, pero lo sigo.

—Al iniciarse la ópera, nos encontramos junto a un arroyo. Ahí está Gurnemanz, el más viejo de los caballeros del Grial. Está inclinado, rezando. Mediante uno de los típicos recursos del melodrama, que tanto incomoda a algunos, el viejo repasa en voz alta la historia del rey Amfortas.

—Y de paso nos la cuenta a nosotros…

—Amfortas tiene un enemigo que es una especie de perverso doble suyo…

—Klingsor.

—Sí, Klingsor. Cada uno de ellos representa una fuerza contraria. Durante muchos años ambos se enfrentaron sin que ninguno hubiese podido vencer al otro hasta que, al fin, después de muchas jugarretas, el demonio encontró el modo de vencer a Amfortas: obligándolo a pecar…

—Una mujer.

—Me sorprende su perspicacia, teniente —respondí con fastidio—. Así es. El instrumento de la maldad es una mujer de «aterradora belleza». En el jardín encantado de Klingsor, cercano a su palacio de Kolot Embolot, la joven, una «flor del infierno», se encarga de seducir a Amfortas. Perturbado por su hermosura, éste accede a prestarle la sagrada Lanza de Longinos. De inmediato, ella lo traiciona y se la entrega a Klingsor, el cual la utiliza para herir a su antiguo dueño. Desde ese malhadado día, el rey agoniza lentamente, perdiendo sangre a través de esa herida que nunca se cierra. Desde luego, su enfermedad sólo sanará…

—Lo imagino —interrumpió Bacon—. Si cuenta con la ayuda de un joven de buen corazón, limpio de espíritu…

—Wagner es menos generoso y lo llama «inocente», un término que casi se refiere al típico tonto del pueblo. Aquí acaba el relato de Gurnemanz. Justo en ese momento, un cisne cae a sus pies: la blancura de su pecho ha sido mancillada por una flecha que le atraviesa el corazón. No tarda en aparecer un joven cazador reclamando su presa…

—Parsifal.

—Gurnemanz lo reprende por haber dado muerte al cisne: en las inmediaciones de Montsalvat, incluso los animales son sagrados. Al oír las voces del viejo caballero, aparece Kundry, una joven que vive en Monsalvat desde que Titurel, el padre de Amfortas, la recogiese en un claro del bosque. Ella es la mensajera del Grial y trae un bálsamo desde la lejana Arabia para curar al herido. La mujer pide clemencia para el cazador, pues éste no conoce la ley que prohíbe abatir a los animales salvajes. El anciano le pide al joven que diga cuál es su nombre, pero Parsifal responde que no lo sabe. Lo único que recuerda es que fue criado en la inocencia del mundo por su madre, Hertzieide. Al escuchar estas palabras, Gurnemanz piensa que el muchacho puede ser el enviado de la Providencia que tanto ha esperado y procede a invitarlo a la
Liebesmahl
, la fiesta del amor que se celebrará en el castillo.

En Montsalvat todo está listo para la ceremonia. Los caballeros del Grial, Kundry y Parsifal rodean la piedra en donde se halla depositada la Santa Copa. A instancias de Titurel, el débil Amfortas descubre el Grial para que se produzca el milagro de salvación. Todos disfrutan la magnificencia del momento, excepto el miserable rey, que sólo puede lamentar su herida y su pecado. Al ver los sufrimientos de Amfortas, el joven Parsifal no siente compasión alguna; por el contrario, le parece que el rey merece el sufrimiento que lo acosa. Gurnemanz pierde toda esperanza y le ordena a Parsifal que se marche. Con esta declaración, termina el primer acto.

—Gracias a Dios —Bacon sobreactuaba—. Será mejor que vayamos por una
verdadera
copa antes de oír el segundo.

Al terminar aquella charla, Bacon insistió en llevarme a una sucia taberna, no lejos de la Universidad, en la cual todos los clientes eran soldados norteamericanos fuera de servicio. El local era pequeño, con ese encanto que a veces tiene lo desvencijado. Detrás de una barra de madera apolillada, se parapetaban el viejo
barman
y una camarera joven y, si uno olvidaba su corte de cabello, bastante atractiva. Sospeché que era la principal atracción del lugar. Bacon se acercó a saludarla, le guiñó un ojo y de inmediato le pidió un par de
bourbons
. La muchacha se mostró especialmente amable con él. Bacon no le quitaba los ojos de encima. «Se llama Eva», me susurró al oído, «como la amante de Hitler».

Colocamos nuestros abrigos en una percha y nos instalamos en un par de sillas largas junto a la barra. Era agradable sentir el calor del fogón.

—¿Así es la «belleza aterradora» de Kundry? —ironizó Bacon.

—Si le cambiásemos el peinado…

Era obvio que el
bourbon
le alteraba, lo mismo que las mujeres.

—Hábleme de Parsifal y Kundry, yo lo escucho —su mirada se alejaba de mí y se dirigía al busto de la muchacha—. ¿Decía que Klingsor era una especie de demonio?

—Una encarnación del mal o de la perfección, como quiera usted verlo. El castillo de Kolot Embolot estaba en una alta colina que dominaba un valle encantado. Sólo que, en la porción del mundo gobernada por Klingsor, todo son apariencias. La belleza es falsa: detrás de ella se oculta la muerte. No es otra la razón de que, según cuenta la leyenda, Klingsor se haya castrado a sí mismo… Es un demonio, sin duda, pero un demonio impotente, estéril…

—Una tentación, como la de Cristo en el desierto —apuntó Bacon, distraídamente, mientras pedía otros dos tragos.

—Klingsor, como el demonio, promete pero no cumple. Jura que entregará amor y verdad, pero es falso: él mismo está hecho de piedra. Es una criatura con el alma deforme, vacía. En la cima de su castillo no hace otra cosa que mirarse en un enorme espejo… Es un narcisista que sólo puede amarse a sí mismo, pero que necesita comprobar su amor, como un marido celoso, vigilando su propia imagen. O quizás sea que la imagen del espejo resulta tan falsa como quien se refleja en él —me bebí el líquido de un trago—. Es una especie de Mefistófeles, el espíritu que niega, un extraño hijo del caos…

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