Varias personas conocían mi lejanía de los nazis y rindieron su testimonio a mi favor cuando fui convocado a explicar mi caso. Gracias a este
Persilscheine
—así se les llamaba popularmente a las declaraciones de inocencia, debido a la conocida marca de jabón Persil, cuyo lema era «no sólo limpio, sino inmaculado»—, fui nombrado
Extraordinarius
de teoría de los números en la antigua Universidad Georgia Augusta de Gotinga en octubre de 1946.
En cuanto recibí la carta del teniente Bacon, me di cuenta de que era una especie de aviso, una llamada de la Providencia. Al principio, había tratado de no darle importancia. Quería pensar que se trataba sólo de otra de esas investigaciones de rutina que, en aquella época, eran nuestro pan diario. Sin embargo, el nombre de Von Neumann era una prueba de que no era así. El viejo Johnny no iba a acordarse de mí sólo para que un simple soldado llenase un informe burocrático: detrás de aquellas líneas debía esconderse algo mucho más grande. La cuestión era: ¿quería yo participar en ello? ¿Quería volver a sumergirme en el dolor pretérito, en la larga angustia que, tras doce años de amenaza hitleriana, al fin había concluido? ¿No sería mejor, después de todo, olvidar? Eso hacían todos a mi alrededor, como si hubiese una prohibición expresa de nombrar el infierno.
Según Aristóteles, la causa de la causa es causa de lo causado. ¿Podría culpar a Von Neumann, entonces, de todo lo que vino después sólo porque tuvo la extraña ocurrencia de mencionar mi nombre? ¿O, peor aún, hacerlo responsable por una carta, quizás escrita con prisa y sin demasiada atención, lanzada a uno de sus alumnos? El viejo Von Neumann, experto en el azar, se convertía ahora en su principal instrumento.
El teniente Francis P. Bacon se presentó en mi frío despacho vestido con el uniforme norteamericano, lo cual de entrada me pareció no sólo una descortesía sino una forma de intimidación. Creo que por primera vez voy a permitirme ofrecer una descripción física de él, al menos tal como lo vi entonces en Gotinga. Alto, aunque no demasiado, conservaba en el rostro un rictus tenso, como si fuese consciente de que el uniforme no le sentaba demasiado bien. Tenía la espalda algo encorvada y las extremidades un poco largas —cuando me saludó pude observar que la camisa se le arremangaba hasta la mitad del antebrazo—, aunque en conjunto podría decirse que no era feo. Su mirada inteligente, incapaz dé detenerse mucho tiempo en una sola cosa —llegué a pensar que quería memorizar los objetos de mi despacho para presentar un informe sobre ellos—, estaba provista de una vida que parecía exceder la aparente torpeza de sus movimientos. Calculé que no tendría más de treinta años (con un margen de error de ±2, lo cual casi resultó exacto), es decir, unos quince menos que yo.
Aún tenía esa soberbia característica de los científicos jóvenes que se creen capaces de hacer un gran descubrimiento, así como la sospechosa amabilidad de quien se reconoce superior a la mayoría pero es lo suficientemente astuto y cínico para ocultarlo. Sus movimientos nerviosos llegaron a alterarme un poco, aunque suponía que a él le sucedía lo mismo con la aparente pasividad de los míos. Seguramente se había afeitado en el trayecto, porque tenía pequeñas cicatrices color granate esparcidas a lo largo de la barbilla y del cuello. Un tic sobre la ceja izquierda delataba un carácter obsesivo, lo mismo que las espinillas que se negaban a separarse de los poros demasiado abiertos de su piel. Por otra parte, sus labios resecos y algo violentos, como si hubiesen sido modelados con descuido intencional, le proporcionaban cierta brusca sensualidad que, supuse, a las mujeres no debía resultar indiferente. Su nariz afilada y su frente amplia y firme eran decididamente hollywoodenses, en el peor sentido del término. Todos estos detalles me hicieron definirlo entonces con una sola frase: «un hombre capaz de matar a otro pero que nunca lo haría por el temor a sentirse culpable».
Desde el primer momento supe que detrás de su mirada sincera y altiva se escondía un muchacho temeroso e introvertido, lo cual me espantó más que si fuese otro de los rudos soldados que nos visitaban a diario. Quizás no fuese consciente de ello, pero su debilidad interior le otorgaba una determinación y una fuerza que podían intimidar a cualquiera menos apático que yo. Se presentó formalmente —como si yo no supiese de quién se trataba— y lo invité a sentarse. Colocó los brazos sobre mi escritorio y desde el principio fue al grano.
—¿Perteneció usted al partido nazi?
Era obvio que conocía la respuesta de antemano.
—No.
—¿Estuvo usted afiliado a alguna de las organizaciones del partido nazi?
—He respondido a esta pregunta mil veces. Y además usted ha leído mi expediente —traté de defenderme—. No, nunca pertenecí a una de esas organizaciones.
—¿Entonces por qué permaneció en Alemania?
—Es mi patria. ¿No hubiera hecho usted lo mismo?
—No lo sé. No en las condiciones que había aquí con Hitler. Me escuchaba con cierta desgana, como si se tratara de un simple trámite burocrático del que quisiese desprenderse cuanto antes.
—Usted simplifica demasiado las cosas. Quizás no debería decirle esto, estoy harto de tratar de convencer a los demás, pero al principio las cosas no eran tan obvias como ahora. En 1933, Hitler no tenía escrito en su rostro un letrero que dijese «SOY UN ASESINO o VOY A DESENCADENAR LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL O ME PROPONGO MATAR A MILLONES DE PERSONAS…». Nunca fue tan simple.
—Pero conocían sus planes, sabían que quería rearmar al país, y su antisemitismo era uno de sus lemas de campaña… No intente convencerme ahora de que no lo sabían…
—Me da igual si quiere aceptar mis comentarios o no, teniente. Yo no trato de defender a nadie, ni siquiera a mí.
—Muy bien —era un niño: ¡Von Neumann me había enviado a un niño!— ¿Y por qué nunca se opuso abiertamente a Hitler?
—
¿Abiertamente
? —no pude evitar una sonrisa maliciosa—. Si me hubiese opuesto abiertamente, usted estaría interrogando a otro matemático, no a mí. En la Alemania de Hitler, las oposiciones abiertas, como usted las llama, se pagaban con la muerte.
—Y aun así, usted fue encarcelado y condenado.
—Tratemos de ser claros desde el principio —le dije—. Usted no ha investigado lo suficiente antes de venir aquí. ¿Pretende que le confirme cada una de las afirmaciones que tiene mi expediente?
—No era mi intención…
—Sí, fui hecho prisionero al final de la guerra, después del fallido golpe del 20 de julio de 1944. Decenas de amigos míos, que no cometieron otro delito que repudiar en sus conversaciones privadas la brutalidad de Hitler, tuvieron menos suerte que yo y no han sobrevivido para contarlo. Todas las personas que me importaban han muerto. ¿Qué más quiere, teniente? ¿Pretende que cada uno de los alemanes que quedaron vivos le pida una disculpa al mundo por los errores de Hitler? Usted lo confunde todo. No se da cuenta de que nada es homogéneo. Que en este país hubo tantas víctimas de Hitler como en Polonia o en Rusia.
—Lo siento. Sé que es un tema incómodo.
—
¿Incómodo
?
Nuestra conversación se volvía cada vez más ríspida. Yo no podía dejarme intimidar, debía mostrarle cuáles eran las reglas para iniciar nuestra relación. De otro modo no funcionaría. Traté de suavizar mi tono de voz.
—¿En qué puedo ayudarlo, teniente? —le dije.
—El profesor Von Neumann me dijo que era amigo suyo.
—Así es —mentí—. Aunque es evidente que hace mucho que no nos vemos.
—¿En qué se especializa usted? —por primera vez parecía que, detrás del miembro del ejército de ocupación, podía esconderse un científico.
—Teoría de los números. Al menos a eso me dedicaba antes.
—El profesor Von Neumann me dijo que usted era experto en Cantor —añadió.
—Algo ha quedado de eso —confesé; siempre consideré irritante hablar de ciencia con
soldados
, fueran jerarcas nazis o doctos oficiales de ocupación—. Nunca he podido desprenderme del todo de mi pasión por el infinito.
—¿El infinito?
Asentí, sin comprender por qué se mostraba tan, extrañado. Parecía como si le hubiese dicho que me dedicaba a analizar la estructura ósea de los babuinos.
—¿Le parece mal?
—No, al contrario —se esforzó por mostrarse amable—. Me parece
muy
interesante —su alemán no era execrable, aunque sí algo desabrido.
Me arrellané en el asiento. Tomé una pluma y comencé a dibujar en una hoja de papel.
—En algún momento me encantaría ver alguna parte de su trabajo.
—Se lo agradezco, teniente, pero supongo que usted no viajó a Gotinga para esto.
—Desde luego que no —tenía esa costumbre copiada de las películas de alentar el suspenso mediante largas y aburridas pausas—. Como le dije en mi carta, vine a solicitar su ayuda.
—¿Y en qué podría servirle un matemático como yo?
—No he venido a consultarlo como matemático…
—¿Entonces como qué? ¿Cómo prisionero de guerra?
—Como un conocedor de la vida científica de nuestra época, profesor —trató de que su voz sonase metálica y resistente—. Sólo quiero escucharle.
—¿Qué quiere de mí?
—Su voz, su historia, la historia de la ciencia en Alemania…
—No lo comprendo —lo azucé—. Sinceramente, teniente, pienso que a usted no le hace falta que un matemático
alemán
le revele sus confidencias para obtener lo que busca. Su país puede hacer cuanto le viene en gana en nuestro territorio. No me quejo, es la realidad y hay que aceptarla. Con su uniforme y un salvoconducto puede consultar todos los archivos que hay de Gotinga a Munich. ¿Para qué me necesita a mí?
—Créame que, si no necesitara su ayuda, no habría venido hasta aquí para pedírsela —contraatacó—. Y me gustaría que quedase muy claro lo último que he dicho:
pedírsela
. No es una orden ni un mandato. Vengo a usted como amigo, como
colega
. Necesito alguien en quien confiar, eso es todo.
Sentía la sangre que se agolpaba en las mejillas.
—¿Pretende que me convierta en su chivato, teniente?
—¡Desde luego que no! —estaba sinceramente escandalizado—. Nada más alejado de mis intenciones. No trato de perjudicar a nadie. Yo sólo deseo contribuir a hacer que la verdad salga a la luz. Sólo busco la verdad.
No puedo negar que estaba intrigado. A pesar de su arrogancia, me pareció reconocer en los ojos del teniente Bacon un resplandor que me atraía. Había en él algo de mí, o al menos algo que se parecía a mí en el pasado: el mismo brío, el mismo entusiasmo de mi juventud y que ahora ya era incapaz de sentir. De algún modo, el soberbio teniente Bacon era mi
Doppelgänger
, un alma similar a la mía; de haber nacido en América quince años después, quizás me hubiese visto en una situación como la suya; Si yo no lo ayudaba, era mi problema, él se disponía a continuar con su objetivo, con la meta que se había trazado.
—Temo no haber sido claro al expresarme —volvió a decir— le ofrezco una disculpa. ¿Le parece bien si comenzamos de nuevo?
Me gustaba aquella franqueza un tanto ingenua. Adelante, profesor Bacon, teniente Bacon, Frank…
—Lo principal es que haya un ambiente de confianza entre nosotros. Supongo que no será fácil: nuestros países han sido enemigos durante demasiado tiempo.
—Aún no me ha dicho qué podría ganar yo si me decido a ayudarlo —le dije.
Me miró a los ojos, tratando de adivinar mi intención, y respondió:
—Usted siempre fue víctima de la arbitrariedad nazi —paladeó—. Si me lo pregunta, creo que en el fondo usted desea colaborar conmigo tanto como yo con usted. En resumen, le ofrezco la posibilidad de hacer lo correcto. De
actuar
. La guerra ha terminado, pero ello no quiere decir que todos los crímenes deban quedar impunes, en el olvido. No el crimen que los nazis cometieron contra la humanidad. No el crimen que cometieron contra científicos como usted. No le pido que se inmiscuya en alguna misión peligrosa o que comprometa su reputación, sino que se convierta en mi guía por los territorios que aún no conozco del pasado nazi. Es su oportunidad de hacer algo por usted mismo y por sus amigos muertos.
Me quedé meditándolo durante algunos momentos.
—Me parece lógico que dude de mí —prosiguió—: yo también lo haría. Lo que le propongo es que tengamos un período de prueba. Veamos si podemos trabajar juntos.
—De acuerdo —respondí al fin.
Bacon se aclaró la garganta. Le encantaban los efectos teatrales, la emoción, las novelas policíacas. Poco a poco empezaba a conocerlo.
—Muy bien —su rostro adquirió un matiz severo—. ¿Ha oído alguna vez hablar sobre un científico del más alto nivel, asesor del Consejo de Investigaciones del Reich, al que se conocía con el nombre clave de Klingsor?
Me quedé perplejo.
—Nunca escuché nada parecido.
—Al parecer, nadie en Alemania sabe, de su existencia —aclaró Bacon, con una ironía que me esforcé en no advertir—. Sin embargo, tenemos motivos para creer que se trataba de alguien cercano al propio Hitler…
Así que se trataba de eso.
—¿Y por qué es tan importante?
—No me pida que responda tan rápido a esta pregunta, profesor Links —se levantó y comenzó a pasearse por la habitación, demostrando haberse apropiado del momento—. Necesito que me ayude a desentrañar el caos burocrático de los nazis para tratar de hallar algo que nos revele quién diablos era ese Klingsor —hizo una nueva pausa—. Vuelvo a preguntarle, entonces, si nunca escuchó hablar de él.
Me había descubierto. Y lo peor era que él lo sabía. Pero no le iba a permitir que me pusiese en evidencia con tanta facilidad.
Klingsor
. ¿Hacía cuánto tiempo que no había escuchado mencionar su nombre? Por un momento llegué a creer que nadie volvería a nombrarlo, que su sombra se desvanecería en la noche de la historia, como un fantasma, como | una criatura del pasado, como un espectro agonizante. Y de repente alguien me recordaba su existencia. ¿Cómo se habría enterado? Núremberg. ¡Claro, Núremberg! De esta ciudad me llegó su carta. Alguien había abierto la boca, alguien había dejado escapar el secreto. ¿Y qué debía hacer yo? ¿Contarle a Bacon toda la historia? ¿Guiarlo, como me pedía, por los caminos que podrían conducirlo hacia Klingsor? ¿Es que era yo uno de aquellos que abogaban por el odio, por la sinrazón, por la venganza? De acuerdo, que fuese como él quería.