Esta rápida enumeración no refleja, desde luego, el ambiente de sobresalto, tensión y furia que comenzaba a vivirse en Alemania. ¿Por qué me he decidido, entonces, a hablar de esta época como si no valiese la pena detenerme en sus detalles, saborear sus contradicciones, adelantar las causas por las cuales el régimen nazi estaba a punto de gobernarnos? Respondo casi avergonzado: porque esos cuatro años fueron los más tranquilos de mi vida. A veces, cuando rememoro mi pasado, me parece como si esa época hubiese estado vacía: repaso mentalmente esos días, uno a uno, y me sonrojo al no encontrar ningún episodio trascendente. Durante cuatro años —¡cuatro años!— no encuentro sino minucias cotidianas, nimios capítulos de la vida en pareja, descripciones de veladas sociales, encendidas escenas de amor conyugal y plácidas vacaciones en los Alpes. Justo cuando el mundo estaba a punto de transformarse, cuando la física cuántica alteraba nuestra idea de la realidad, cuando Europa se preparaba para encarar el fascismo, cuando el arte, la música y la literatura se alzaban a alturas inimaginables, mi mayor preocupación era besar el tierno vientre de mi esposa, realizar mis tareas en el departamento de matemáticas de la Universidad y prepararme para mi futura
Habilitationschrift
. Nada que merezca ser contado aquí. Profesionalmente, no llegué a resolver el problema del continuo, por más que me esforcé en lograrlo, pero encontré otros problemas —sobre todo de física-que llegaron a satisfacerme y, aún más, a conseguir el favor de mis profesores.
Desde luego, algo tengo que decir de Marianne. Después del deslumbramiento inicial, aprendí a amarla con convicción y sin lamentaciones. ¿Por qué lo digo de esta forma? Después de una etapa de furiosa pasión —en la cual hacíamos el amor todos los días, a todas horas, y apenas podíamos esperar para estar solos—, pronto caímos en una rutina que no era maligna mientras no intentáramos confundirla con el entusiasmo inicial. Queríamos estar juntos para siempre y, para lograrlo, sabíamos que no podíamos seguir basando nuestra vida en común en la entrega sexual: de hacerlo, terminaríamos ardiendo en nuestro propio fuego y, a la postre, hartándonos mutuamente. Optamos, pues, por una moderación que escondía cierta perversidad: dejábamos que el deseo se prolongara durante días a fin de poder consumirlo, con mayor vitalidad, en noches que se tornaban especiales.
El rostro de Marianne era afilado, casi me atrevería a decir felino, si no fuera porque este género de animales suele asociarse con la inteligencia despierta y con la arrogancia, atributos que mi Marianne no compartía. Al contrario, era sutilmente tierna, sobre todo en la cama, como si el exceso de vitalidad del que hacía gala frente a los demás ocultase una timidez íntima. Era tan consciente de su carácter introvertido que hacía lo posible por llegar al extremo contrario: todas las aventuras, más o menos osadas, que llegamos a emprender en aquellos años se debían a su iniciativa. Ella
necesitaba
sobrepasar sus límites, probarse constantemente. Muchas veces con Heini y Natalia, y otras tantas solos, regresábamos a Berlín, el lugar en donde nos habíamos conocido, para seguir explorando ese tortuoso y oscuro universo nocturno que apenas habíamos alcanzado a probar. Ella disfrutaba aún más que yo, si cabe, con el descubrimiento de un cabaret más violento o de una nueva transgresión.
En cuanto a nuestra amistad con Heini y Natalia, también fue la mejor época. Los cuatro compartíamos las mismas inquietudes, sueños, confusiones. Hasta en la decisión de casarnos casi simultáneamente podía verse nuestra voluntad de compartirlo todo. En realidad, Natalia y Marianne estaban tan unidas como nosotros. Ambas habían nacido y se habían criado en Hamburgo y desde entonces se habían prometido una a la otra un pacto de amistad que las llevaría a mantenerse juntas contra viento y marea. Al desposarnos, habían confirmado aquel trato y nosotros las complacíamos reuniéndonos con frecuencia. Nuestras veladas eran inolvidables. Nuestros lazos eran tan cercanos y tan afectuosos, que afirmar que éramos una familia no es una exageración, sino la única forma de explicar las relaciones que nos mantenían juntos.
Los estudios de Heinrich no podían ir mejor —por momentos llegaba a envidiarlo— y parecía seguro que, después de terminar sus estudios en Berlín, sería aceptado en el programa de doctorado en Heidelberg, presidido por el propio rector de la Universidad, Martín Heidegger. El horizonte no podía ser más alentador. Así llegamos al año crucial de 1933, cuando todos nuestros planes cambiaron drásticamente, tanto como se consumía, sin que nosotros lo advirtiésemos, la sociedad que nos había prohijado.
Tras las elecciones del año anterior, en las cuales su partido obtuvo cerca del cuarenta por ciento de los votos, y después de una serie de disturbios entre comunistas y nazis en Berlín, Hitler logró que el 30 de enero de 1933, el mariscal Paúl von Hindenburg, presidente del Reich, accediese a nombrarlo canciller. A pesar de que se encontraba en un gabinete mayoritariamente opuesto a él —sólo otros dos nazis, Wilheim Frick y Hermann Göring, ocupaban ministerios en el gobierno—, fue uno de sus triunfos más sorprendentes y el inicio de su ascenso hacia el poder. Era el principio del fin.
Apenas un mes después de su nombramiento, el 27 de febrero, un acontecimiento inesperado contribuyó a acelerar el triunfo absoluto de los nazis. Sin ninguna razón aparente, el Reichstag había sido incendiado. Al día siguiente del atentado, Hitler publicó un
Decreto de Emergencia
que le concedía poderes extraordinarios para enfrentar la agitación provocada por los comunistas: «Los artículos 114–118, 123–124 y 153 de la Constitución del Reich alemán quedan momentáneamente suspendidos. Por consiguiente, la restricción de la libertad personal, del derecho de libre expresión de la opinión —incluida la libertad de prensa y de asociación y de reunión—, así como la vigilancia de las cartas, los telegramas y las comunicaciones telefónicas, los allanamientos de los domicilios y las confiscaciones y las restricciones sobre propiedades, en adelante quedan autorizados más allá de los límites hasta ahora establecidos por la ley».
De entre las llamas, la policía había extraído a un hombre alto y desgarbado que se limitaba a gritar: «¡Protesto, protesto!». Su largo rostro, hinchado y negro por el tizne, era el de un demente. Más tarde fue identificado como Marinus van der Lubbe, un joven holandés que simpatizaba con el comunismo. Desde su arresto hasta el día del juicio fue incapaz de explicar por qué razón había provocado aquella tragedia. En todo momento dijo haber actuado solo. Como cómplice o instigador de Van der Lubbe, esa misma noche también había sido detenido el diputado comunista Ernest Togler y diez días después, gracias a un golpe de suerte, le acompañaron los dirigentes de la Internacional Comunista Guiorgui Dimítrov, Simón Popov y Vassili Tanev. El Führer resplandecía.
Yo me encontraba en Leipzig cuando, el 20 de septiembre de 1933, dio inicio el proceso oficial contra Van der Lubbe, Togler, Dimítrov, Popov y Tanev. Los diarios no hablaban de otra cosa. Durante varias semanas, el proceso se prolongó a lo largo de prolijas sesiones, sólo interrumpidas de vez en cuando por la presencia de Göring o Goebbels y por las encendidas y melodramáticas arengas de Dimítrov. Después de unas semanas, el veredicto sorprendió a todas las partes: los cuatro dirigentes comunistas fueron absueltos y sólo se consideró culpable a Van der Lubbe, el cual fue ejecutado poco después.
En cualquier caso, no presté mucha atención al proceso porque se llevó a cabo justo cuando yo debía preparar una interminable serie de exámenes, pruebas y trámites para ser aceptado en los cursos de doctorado de la Universidad de Berlín. En enero de 1934 recibí una misiva que autorizaba mi ingreso. Era maravilloso. A pesar de todo, al fin íbamos a poder estar de nuevo juntos los cuatro amigos, ya que, desde hacía un par de meses, Heinrich y Natalia también habían regresado a la capital del Reich.
Casi al llegar, pude darme cuenta de que la ciudad ya no era la misma que nos había recibido unos años antes. El desenfreno y la euforia, si bien no habían desaparecido, habían dado lugar a una especie de resignación que podía respirarse en todas partes, en la Alexanderplatz y en los palcos de la Ópera Alemana, en la Universidad y en el Instituto Kaiser Wilheim, en la Academia de Ciencias de Prusia y en la
Ku-damm
. Para dar una idea de la transformación que vivía la ciudad, baste decir que, siguiendo nuestra costumbre de recorrer cabarets, una noche Heini, Natalia, Marianne y yo visitamos el Tanzfest, uno de los lugares de moda, al que solían asistir diplomáticos extranjeros y turistas: el ambiente era tan decadente o quizás más aún que en los tiempos de Weimar, pero el efecto que producía en el visitante era el opuesto a la impertinente y frívola algarabía de otrora. En vez de mujeres desnudas o vestidas de hombres, eran muchachos disfrazados de esqueletos —acaso una burda parodia de las
Totenkopfverbände
, las Unidades de la Calavera de Himmler, encargadas de vigilar los campos de concentración—, quienes cantaban al unísono
Berlín, dein Tänzer ist der Tod
, un fragmento de la pieza más tocada de entonces, el
fox-trot
macabro titulado
Todentanz
, la Danza de la Muerte. Sin embargo, a mí todavía me parecía que se trataba de alteraciones menores, alejadas de nuestras vidas. Desde luego, yo era consciente de que los nazis exacerbaban el nacionalismo y el antisemitismo connaturales a los sectores más conservadores de la sociedad alemana pero, como la mayor parte de la población, suponía que se trataba de medidas transitorias que sólo buscaban incrementar el prestigio de Hitler. Aquella parafernalia no tardaría en pasar al olvido.
En la primavera de 1934, descubrí lo equivocado que estaba. Para mí, fue algo mucho más doloroso que todos los acontecimientos que nos rodeaban. Mucho peor que las purgas llevadas a cabo por Hitler contra Röhm o la Ley de Habilitación que le concedía plenos poderes al Führer. Peor incluso que el boicot orquestado contra los comercios judíos o que la Ley de Reforma del Servicio Civil que eliminaba a los no arios de los cargos burocráticos.
Marianne y yo estábamos en casa de Heini y Natalia. Habíamos pasado un par de horas tratando de ofrecer una versión audible del trío del Archiduque de Beethoven. No sé si lo he contado pero Heini tocaba el violín; Natalia, el piano, y yo el cello. Marianne era nuestro único público, pero sus aplausos bastaban para hacernos creer que no lo habíamos hecho tan mal. Era una de las tantas veladas que pasábamos los cuatro. Al terminar, Natalia se marchó a la cocina para preparar la cena. Los demás regresamos a nuestros asientos con esa sensación de paz que sólo la música es capaz de infundir. De pronto, sin ninguna transición, sin aviso previo —como si se hablase del clima o de la enfermedad de un pariente lejano, Heinrich nos anunció que acababa de decidir su ingreso en la Wehrmacht.
Creí escuchar mal, pero el rostro seco y firme de Heini me hizo darme cuenta de que no había sido así. La sangre se agolpaba en mis sienes como un batallón listo para disparar. Estaba horrorizado. No podía entenderlo.
—¿Cómo has dicho?
—He decidido incorporarme a la Wehrmacht —repitió con un tono neutro.
—¿Me estás diciendo que un hombre civilizado, un filósofo para colmo, prefiere convertirse en soldado? ¿Y, lo peor de todo, en miembro de un ejército controlado por los nazis? No puedo creerlo.
Marianne trataba de calmarme; en tanto, Natalia había regresado junto a su marido. Era obvio que el objetivo de la cena era comunicarme esta noticia.
—Dios mío, Heinrich, ¿por qué? —insistí.
—No lo entenderías, Gustav. Ésta es la decisión más filosófica que he tomado.
—¡No puedo creerlo!
—Es una locura. Hitler es un demente que sólo quiere la guerra. ¿Es que quieres ir al frente? ¿Quieres que una bala te parta el cráneo? —Me sentía en medio de una pesadilla.
—Ya te lo he dicho —respondió, implacable—. Después de mucho reflexionar sobre el asunto, me he dado cuenta de lo que debo hacer.
No podía dejar de mirar a Natalia; ella, por el contrario, bajaba la vista y se limitaba a sostener el brazo de Heinrich. Era monstruoso.
—No es posible —proseguí yo, desesperado—. No puedes haber cambiado de opinión de la noche a la mañana: tú no. Dime la verdad: lo haces para conservar tus privilegios, ¿no es así?
—Me insultas —no reconocía su voz ni su gesto; era otro hombre, no el amigo con el que había compartido mi juventud—. Soy un hombre íntegro, Gustav. ¿Cuántas veces quieres que te lo repita? He descubierto que tengo que hacerlo. ¿Es que no lo comprendes? Se trata de un acto de honestidad intelectual.
—Pero ¿quién te ha metido esas ideas en la cabeza, Heini? ¿Ha sido ese imbécil de Schmitt? Él es uno de los «viejos luchadores» del Partido, ¿no es cierto? Respóndemelo tú, Natalia, por favor —ella siguió sin mirarme de frente.
—Soy su mujer —me contestó ella, inalterada, como una víctima instruida para disfrutar del martirio—. Si Heinrich ha dicho que es lo mejor, yo le creo.
Tenía ganas de golpearlo. Sentía como si un demonio lo hubiese poseído de pronto. Nunca habíamos hablado del tema, pero siempre me pareció tan lógico suponer que él pensaba como yo… ¿Cómo podía traicionarme, cómo podía traicionarnos así? Éramos hermanos, más que hermanos… No podía ser cierto.
—Será mejor que nos vayamos —se disculpó Marianne—. Quizás en otro momento, cuando ambos se calmen, puedan hablar con calma.
—¡Ya no tenemos nada de qué hablar! —grité. Marianne y yo tomamos apresuradamente nuestras cosas y nos dispusimos a salir. La rabia casi me provocaba convulsiones.
—Gustav, por el amor de Dios —me imploró Natalia todavía.
—Que Dios los perdone —terminé.
«Klingsor», volvió a leer el teniente Francis P. Bacon sin lograr que esta palabra le revelase su misterio. Para ser sincero consigo mismo, nada significaba para él: no tenía la menor idea de lo que tenía que hallar y tampoco sabía cómo buscarlo. A pesar de la determinación con la cual había accedido a hacerse cargo de la empresa, y de la experiencia que había adquirido durante su trabajo previo, no sabía por dónde comenzar. En teoría, él era el experto en cuestiones científicas del ejército norteamericano, de modo que no tenía a quién recurrir para que lo guiara en medio de aquel laberinto. Más que a un problema científico, se enfrentaba a un enigma expresamente dirigido contra él. ¿Cuántos archivos tendría que recorrer? ¿A cuántas personas tendría que localizar e interrogar? Y todo para que quizás no mereciese la pena el esfuerzo: lo más probable es que se tratase de una cuestión menor, acaso uno de los incontables proyectos emprendidos por la telaraña burocrática nazi que nunca se había llevado a término.